¡Déjame en paz!

¡Déjame en paz!

Carlos Medina

23/05/2020

Hoy me he levantado nervioso y desasosegado, con aquella carencia de paz que sufría, – y contradictoriamente al mismo tiempo gozaba –  cuando estaba con ella y el ritmo de las cosas se precipitaba ya desde el amanecer porque nuestro código no escrito me imponía la obligación perenne de atenderla a cada llamada, obligación que yo cumplía con disciplinada prontitud  por miedo a fallar y a que ella se me escapara y, detrás de ella, la vida.

Con el corazón hirviendo dentro de mi pecho en ese frenesí en el que se se dan cita sin invitación el odio, el amor y la pasión, he sentido la necesidad  irrefrenable de llamarla e implorarle que, de una vez, me deje en paz.

Sentado en la cama y aún con la vista nublada de legañas, he tecleado – irritado, malediciente y con dedos temblorosos de ira – ese número de teléfono que ya ha marcado mi vida para siempre.

De nada sirve borrar a alguien de tus contactos cuando tienes grabada la secuencia de sus números a fuego y sangre en mente, cuerpo y alma. 

Quería gritarle que era hora de que, de una vez y por todas, me dejase en paz y siguiésemos cada uno su camino; sentía la necesidad de acabar con todo y liberarme sabiendo que, después del sufrimiento y el desgarro, solo podía llegar la paz, y lo haría cabalgando a lomos de una placentera soledad.

Pero me detuve en seco cuando  reparé en que,  a fin de cuentas…¡ ella llevaba ya dos meses sin llamarme!

Y es que me había llamado tantas veces durante  estos años, a tantas horas y con tanta insistencia, buscando mi prueba de amor en calculadas dosis que ella se administraba cada media hora, con la cadencia con que un polluelo  clama exigiendo su alimento desde un nido, sin haber terminado aún el bocado anterior,  que ahora su silencio retumbaba en mi cabeza como una insistente llamada a gritos que me hacía imposible el olvido.

Sé que ella ya nunca volverá conmigo y que nunca dejaría que yo llenase su vida de llamadas como ella hizo con la mía.

Arrojé el teléfono sobre la cama y, asiéndome la cabeza con ambas manos, lo grité: «¡Déjame en paz de una vez!».

Hoy he entendido quién, en medio de todo este juego cruel, ha sido el gran perdedor.

 

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