Capítulo 4
La Junta
Sorprendido por tal afirmación, Dega se quedó parado frente a la entrada del pasaje. Pasó un instante mordiéndose ligeramente el labio superior, y entonces llegaron Sewall y su compañero.
—Bien, Marin volvió a su puesto—anunció como si fuera noticia— y nos hallamos en un punto crítico de nuestra excursión. Sí, sí… el tiempo corre como siempre. Continuemos.
Y, con el candelabro que al parecer la anciana le había dado, se colocó a la vanguardia del trío. Esteban conservó su lugar en la retaguardia, y así el dío-consciente descubrió con ojos irritados un pasillo en una bóveda muy baja, que se alargaba como una alfombra de tierra apisonada hasta ser cubierta por un grueso velo de sombras. Anduvieron durante unos minutos antes que el declive se evidenciara. Bajaban sin parar, a un nivel subterráneo más y más profundo. Sewall no hablaba más que para hacer breves anotaciones, a la manera de un guía de turistas concentrado en sondear los peligros del descampado.
—Ahora estamos debajo de la privada… acabamos de pasar al barrio de la estatua blanca… eso que oyes es el rumor de un taladro…
Prosiguieron sin detenerse, hasta que el transcurrir del tiempo se tornó borroso. Tarquin llevaba un reloj, y por esa razón calculó tres horas de caminata, que por su monotonía, le parecieron más. El calor fue amainando, y esporádicas ráfagas de aire, si no fresco, al menos refrescante para los caminantes, se colaban por entre las grietas invisibles de los muros. El pasaje volvió a ascender, aunque sólo parcialmente, y quizá aquella fue la parte más fatigosa de todas.
El consultor, que no había bebido desde la madrugada, rabiaba por un vaso de agua. De pronto, se escuchó un murmullo distinto; resonaba lejanamente sobre sus cabezas, y uno que otro eco fantasmagórico se colaba también desde la bóveda.
— ¡Voces! ¿No quiere decir eso que estamos cerca de la superficie?—quiso saber, volviéndose ligeramente hacia donde estaba el chofer. Sewall, no obstante, guardó silencio, imponiendo su ejemplo. Pronto se encontraron ante un callejón sin salida. La pared, rugosa y pálida, tenía una simpleza algo amenazadora, al menos para aquellos que nunca habían estado en el lugar. Pero Sewall no se inmutó. Lanzó una sonrisa pícara al confuso novato, y dejó el candelabro en el suelo. Su brazo se alzó por sobre su cabeza, y luego de indicarles que retrocedieran, hizo por jalar algo. Tarquin sufrió otro sobresalto, aunque disipado rápidamente tras comprender la forma al principio vaga de la escala plegable. Voilá. El hombre no esperó a ver la reacción de su público, y comenzó a trepar indicándoles que esperaran. El ruido de la escala, crujiendo bajo el peso de su cuerpo, no era nada tranquilizador. Y sin embargo, resistió. Aunque no pudieron verlo, Louis Heron sacó dos llavecitas del bolsillo, metió una en un minúsculo candado, sacó la cadena y abrió la trampilla con la otra. Ésta, de madera ligera, dejó entrar lo que a Tarquin se le antojó una corriente helada, y mientras aguardaba, sentado a un lado de Esteban, su introductor desapareció del todo, como suspendido en el aire. No tardó demasiado; se encendió una luz y la cara sonriente del hombre asomó desde arriba, indicando que subieran.
Quizá fuera efecto de mirar la habitación por aquel ángulo, como en las películas antiguas sembradas de trampas y pasajes, o tal vez el hecho de que estaba cansado, pero la sensación de culpabilidad que asaltó a Tarquin en ese instante causó que vacilara de manera visible. Temía a la Testa, o mejor dicho al rigor de sus leyes… pensó en los separatistas y radicales de cuyos líderes era bien sabido que habían sido suprimidos sin ningún esfuerzo, en el preciso momento en que se disponían a cumplir alguna de sus amenazas. Más que temer los actos terroristas, el gobierno prevenía así cualquier disturbio derivado de la popularidad de uno de aquellos grupos divergentes destinados al fracaso. Y sabía que ahora, sacando la cabeza por el suelo de una habitación completamente vacía, estaba cometiendo una traición al único partido poderoso del mundo, al mismo sistema que clamaba haberlo salvado.
Recibió con un respingo el golpecito que Esteban propinó a su pantorrilla, y subió la escala hasta que se encontró de lleno en el nivel superior. “Una caja metálica”, pensó Tarquin. A semejanza del cuarto en casa de Marin, aquella caja de caudales no tenía más que una lámpara de techo en forma de ventana, de la cual emanaba una luz fría e intensa. Sewall, con una mano en la cadera, esperó a que el chofer terminara de cerrar la trampilla para hablar.
—La antecámara. ¿Listo para las presentaciones?
Y, dando unos pasos en dirección a un panel abombado que había en la pared de enfrente, ingresó un código con la rapidez del experto. Un leve chasquido, y una puerta plateada se entornó frente a ellos, dejando entrever varias siluetas de gente que iba y venía. Las voces se hicieron más fuertes, y de nuevo, Sewall tomó la delantera.
Un hombre vestido de negro aguardaba con un detector de metales portátil listo en la mano. Los recibió con una cabezada, y efectuó su trabajo en un silencio reconcentrado que a Tarquin le pareció más intimidante que el propio lugar donde se hallaban. El puesto del guardia de seguridad se ubicaba justo frente a la puerta, en la desembocadura de un pasillo central que a diferencia de los otros dos paralelos, yacía desierto hasta perderse de vista entre varios cubículos pintados de blanco y caoba.
Un taconeo en aumento sacó a Tarquin de la inquietud que había empezado a apoderarse de él. Sewall, quien también captaba el sonido, giró el torso en busca de su origen, soltando un carraspeo nada petulante. La dueña de los zapatos altos se detuvo a poca distancia, formando la punta de un triángulo entre Sewall y Dega, que la miraba con expectación.
—Bien hecho, Esteban—saludó al aludido con una voz aguda e impersonal. Esteban, que había estado esperando un poco aparte, pareció relajarse al instante—. Veo que los ha traído sanos y salvos. La próxima esfuércese un poco menos y tire al señor Heron en algún crucero.
—No puedo decir que la idea de irme a vacacionar en un crucero para gente importante me desagrade—respondió Sewall tratando de sonreír, a lo que la dama, muy tranquila, dejó escapar un:
—El crucero que tenía en mente involucraba más tráfico pesado y menos gente importante.
—Entonces terminaría tomándome unas vacaciones demasiado largas para mi gusto—dijo Sewall, y se volvió hacia Tarquin.
—Doctor Tarquin Dega, déjame presentarte a la señora Ellis Bitton, directora ejecutiva de la Junta.
— ¿Cuántas veces tengo que decirle que es “señorita”, Heron?—se quejó la mujer, claramente agriada, mientras Tarquin le daba la mano. Aquel se encogió de hombros.
—Ah, deben ser esas pantimedias—repuso en tono casual—. Cúlpese a usted misma, querida.
Ignorándolo a propósito, Bitton giró sobre los talones, haciendo una señal por sobre el hombro para que la siguieran.
—Y comienza la visita guiada…—murmuró Sewall a sus espaldas. Echaron a andar, y Tarquin echó una última mirada a la compuerta plateada antes que el guardia de seguridad pulsara el código para dejar salir a Esteban.
Ellis Bitton era una profesional. Desde su correcto exterior, hasta el confiado taconeo que levantaba por todo el lugar, su personalidad dominante se evidenciaba. Tenía el grueso cabello negro perfectamente escardado hacia atrás, y una larga coleta lacia que iba a perderse entre el todavía más negro de su traje sastre, que envolvía las curvas de sus caderas prominentes, pero dejaba al descubierto las pantorrillas cortas y carnudas. Su rostro, provisto de una quijada cuadrangular, era el de una mujer en la flor de la edad, aunque muy terca y poco dada a tolerar las ligerezas. La forma en que hablaba, también, se le presentó a Dega como una expresión clara de fría competencia, siempre vigilante.
—…optando por las mejores alternativas. El pavimento de policloruro de vinilo y los recicladores de energía que ve por allá son ejemplos que saltan a la vista.
— ¿Es ella la cabeza de la Junta?— preguntó a Sewall el consultor, intuyendo enseguida lo poco beneficioso que habría sido interrumpir su arenga para disolver algunas dudas. Sewall contestó en el mismo tono:
— ¡Cielos, no!… yo ya estaría debajo del neumático de algún tráiler en el famoso crucero si esa bruja tuviera el poder suficiente. Más vale caerle bien, doctor.
— Pero dijiste que es la directora.
—No; directora ejecutiva. Ella tiene un jefe- quién, no lo sabemos a ciencia cierta- que trabaja a su vez para los dueños de la Junta.
Tarquin arrugó la frente mientras Ellis Bitton continuaba exponiendo los detalles de infraestructura del cuartel, cosa que claramente la tenía muy orgullosa.
Pasaron de largo a través de los cubículos y entraron a una segunda oficina, al lado izquierdo del pasillo. El silencio ahí resultaba casi tranquilizador, comparado con el ir y venir de los trabajadores que se paseaban en la primera estancia donde además, Tarquin se había sentido tan expuesto.
Se detuvieron en un cubículo algo mayor que los demás. Un hombre de calva entrecana, estrecho como un junco, trabajaba con una mano en la frente, moviendo un lápiz sobre un papel artificial con el frenesí propio de alguna revelación. Reparó en su presencia segundos después, y se echó nerviosamente hacia un lado de su silla.
—Ah, directora—saludó en voz baja—… justo terminaba el último plano.
—Señor Dega, éste es Oscar Chanel, nuestro mejor arquitecto.
—Pues sí, me especialicé en arquitectura sostenible con mención honorífica—presumió Chanel sin perder su tímido aire de roedor—…estos pliegos podrían hacerme quedar mal, pero la señorita Bitton me permitió trabajar a la antigua… me ayuda a concentrarme… he tenido este proyecto en la cabeza desde que…
—El señor Chanel es uno de nuestros participantes más entusiastas—lo interrumpió la directora, cruzada de brazos—. El trabajo de nuestros arquitectos está casi concluido.
—Oh, oh, directora—farfulló el proyectista, que por lo visto no pensaba igual—…aún faltan algunos detalles con los que hemos tenido problemas.
—Veámoslos.
—N-no en este plano particular… lo revisé y creo que es perfectamente…ejem, en fin, pensábamos hablar del asunto en la próxima reunión, cuando Ager haya terminado su parte… en conjunto con el departamento de ingeniería.
Ellis Bitton reprimió un resoplido.
— ¿De nuevo? Oscar, el señor Po ya dio su autorización; el proyecto es funcional. ¿Hizo nuevos cambios o qué?
—Bueno, la verdad… temo que necesito más tiempo. Sólo para asegurarnos…
— ¡Claro!— soltó la directora con sarcástica impaciencia—, ¿más tiempo?, ¿qué le parece otro año? ¡Faltaba más!—y suspiró al tiempo que rodaba los ojos—… usted sabe que no puedo dárselo. Este proyecto debe estar en la mesa directiva al término del mes. El señor Po ya está demasiado ocupado como para revisar una y otra vez sus bocetos, Oscar, así que ¡deje de modificar los diseños!
—Un momento—intervino Tarquin, luego de hallar el ángulo más adecuado para mirar los esquemas por encima del brazo de Chanel —. Estos son planos para edificios de vivienda colectiva…
— En efecto—respondió Bitton, como si no pudiera ser de otra forma—- ¿O preferiría los diseños obsoletos de nuestras invasivas ciudades actuales?
Pero Tarquin parecía haber hecho un descubrimiento importante. Su expresión era de sorpresa y maravilla, en contraste con la leve exasperación de la dama, que evidentemente culpaba a Sewall por mantener al novicio en un estado de ignorancia tan reprobable.
—Dios mío… es el plan de Wilcox… ¡están adaptándolo!
—Esto es real, doctor—le sonrió Sewall—; se lo dije una vez. Estamos cambiando el mundo…
—O al menos, eso pretendemos. —completó la directora, despidiéndose de Oscar Chanel con un ademán. El arquitecto regresó a sus papeles en cuanto lo dejaron, y Tarquin, lleno de estupor, casi se olvidó de él enseguida.
—Tal vez el señor Heron no le ha especificado la razón por la que lo buscamos expresamente, doctor.
—Por mi hípercepción. — fue la respuesta. Pero Ellis Bitton no le hizo caso.
—Llevamos años trabajando para lograr ofrecer una alternativa social viable—continuó como si no le hubiera oído—. Un nuevo sistema, sano, sostenible, efectivo; libre del constrictivo régimen actual. Los fundadores de la Junta tomaron como base el sueño de un Louis Mortimer, humanista del siglo pasado, para diseñar un modelo de vida mejorado y aplicable a nuestros tiempos: lo llamamos Colectividad Tecnológica Orgánica Resolutiva. En estas oficinas se desarrolló una logística para el proyecto insinuado por Mortimer, y elaborado en el ensayo de Wilcox. Las nuevas tecnologías que surgen día tras día nos han sido de gran utilidad. Pero ningún avance, señor Dega, puede permitirnos comprobar definitivamente la efectividad de nuestro plan social.
—Así que quieren que yo la compruebe por ustedes.
Sewall se adelantó:
—Bueno, mi amigo: sé que los episodios de un cabello de cobre no son voluntarios, pero usted me confió…
—Sí, lo hice, pero no creo que deba depender de mí el que…
—No se preocupe por eso. Todo proyecto que sale de estas oficinas es perfecto, en teoría. Usted ayudará a resolver las últimas dudas, es todo. Será como…nuestro propio sello de calidad.
—Un momento—dijo Tarquin, comenzando a sentirse amenazado—. La verdad es que ninguna visión es absoluta: yo podría prever algunas cosas, pero no tendría la última palabra. Ciertos resultados están fuera de nuestro control… incluso los cabellos de cobre nos topamos con una que otra sorpresa. Y las posibilidades futuras son infinitas.
Ellis Bitton no se inmutó.
—Sólo podemos pedirle que intente ser lo más preciso posible—dijo en su tono de voz despersonalizado—. Usted sería lo más cercano a algo absoluto que tenemos, doctor Dega. Y es nuestra única oportunidad de comprobar si los dío-conscientes poseen un don aprovechable.
— ¡Oiga!—exclamó Dega—… ¡no puedo pedirle a mis episodios que me revelen el futuro de la Junta! Escuche, Bitton, usted quiere una especie de profeta, no un científico.
—O tal vez ambas cosas—repuso la mujer. En ese instante, apareció ante ellos el umbral de una nueva oficina. Ellis Bitton, imperativa como nadie, los obligó a atravesarlo en silencio.
Era un espacio desierto, provisto de dos escritorios a rebosar de pizarras digitales, un amplio bastidor con un pizarrón verde encima, y varios artículos que parecían formar parte del arsenal tecnológico de la Junta. Pasaron de largo, en dirección a una puerta blanca sin chapa, que la directora abrió rápidamente por medio de una tarjeta de identificación.
—Ahora—le dijo al consultor— pasemos al laboratorio.
No era un gran laboratorio, y de alguna manera Tarquin extrañó las sillas rodantes y las engrapadoras de la zona que habían dejado atrás. Se dividía en tres partes, a lo que pudo ver, franqueadas por otro corredor que remontaron con algo más de prisa. En una de las salas pudo observar una especie de barra tapizada de artefactos electrónicos, sobre la cual se encorvaba un cuarteto de personas vestidas con batas blancas, y en la otra, vacía, filas de ordenadores hasta donde llegó su vista. Por fin, doblando a la derecha, se encontraron en un saloncillo medio oculto en la sombra, que le recordó al dío-consciente su experiencia con los dos encargados del proceso de admisión a la sociedad, Wagon y Wando. Ya se preguntaba si en verdad eran esos sus nombres (sonaban a cual más ridículos), cuando la directora abrió la puerta y precedió su entrada.
Al principio, el olor a fritura lo confundió, pero luego se dio cuenta que era hora del almuerzo. Un hombre en sus cincuentas apoyaba ambas espinillas en un escritorio, apurando la rebanada de pizza con ruidosa fruición mientras pasaba las páginas de su revista virtual, que hacía un vago pero agradable crujido. Cerca de la pared se hallaba una pirámide negra de material sintético, y a su derecha se encontraba un módulo aislado, coronado por un monitor que daba la impresión de hallarse inactivo.
Ellis Bitton protestó parpadeando, y Tarquin no pudo contener el agudo gruñido que salió de su estómago, aunque fue eso y no otra cosa lo que sacó al hombre de su éxtasis gastronómico.
— ¿Franco, trajiste la mostaza? ¡Oh… directora!, no sabía que era usted. ¡Hola, Louis!—Sewall contestó de buena gana— Pasen, hagan el favor de cerrar la puerta.
Tarquin lo hizo, captando la atención del hombre casi de inmediato.
— ¿El doctor Tarquin Dega?—inquirió, sin molestarse en fingir que no lo conocía.
—Sí—respondió Tarquin—. Supongo que todos en la Junta saben quién soy.
—Ajá, no se equivoca—dijo el hombre—. Pero yo tengo razones para esperarlo—y le tendió una mano—. Soy el doctor Roger Tyrell, y lo asistiré en el experimento.
Tarquin fue a su encuentro, ya que Tyrell no se había molestado en levantarse. Éste le dio un confiado apretón, pero no realizó el deseo del consultor de ofrecerle el último pedazo de pizza.
Entretanto, Ellis consultó su reloj.
—Basta de cháchara, Roger. No quiero atrasos.
—De acuerdo.
Aún sin levantarse, Tyrell se inclinó hacia el electroencefalógrafo y activó los controles. Acto seguido, se volvió a mirar a Tarquin. Había algo contradictorio acerca de las profundas entradas que tenía en la frente; signos de una inteligencia que llamaba al respeto, pero que en aquella cara rosada, con aquellos ojos brillantes, conferían un toque de comicidad al agradable conjunto.
—Bueno. ¿Listo?
— Temo que no—declaró el consultor—. Aún no sé para qué me están alistando.
Tyrell aparentó sorprenderse.
—Sus ataques pueden ser controlables, ¿no? Es un rasgo extraño dentro del síndrome. Lo primero que haremos será observar el proceso por el que usted pasa cada que se autoinduce una crisis, y registraremos su actividad cerebral.
—Pero que conste que mis resultados no son todos voluntarios. Hay veces en que simplemente me asaltan—puntualizó Tarquin. Se había sorprendido deseando que lo consideraran inadecuado, que Ellis Bitton le estrechara la mano, salvándolo del interrogatorio y obligándolo a volver a su piso en la primera Marca. Una parte de él temía que sucediera, pero las expectativas de esas personas lo inquietaban sobremanera.
—Para eso el EEG. —dijo Tyrell, inconmovible, y cuando Tarquin giró el cuello para mirar el aparato, aclaró emocionado: — No, no, tengo uno especial para monitorear sus impulsos durante un tiempo prolongado. Créame, le hará la vida más sencilla. Por otro lado, necesitamos comprobar que no tenga lesiones cerebrales, lo cual es posible dado su historial.
— Me hicieron un examen luego del accidente. No encontraron nada. Estoy seguro de que tampoco lo hará usted. Bien. ¿Y después?
—Bueno, una vez que estemos seguros de que…
—De que no estoy loco…
—…podremos hacer la interfaz.
—Se nos va el tiempo, señores. —presionó la directora. Tyrell hizo un gesto de despreocupación, y continuó orgulloso:
—No hay problema. Lo que importa es comprender su estado. Entonces tendremos una oportunidad de probar el ingenio de nuestro departamento.
Tarquin se rascó la costra en su cuello. Se sentía como un conejillo de indias.
—Creo que lo entiendo—dijo con cautela—. Sin embargo, espero que esa invención suya no involucre agujas.
Sewall soltó una carcajada.
—Roger es el segundo al mando de Tecnologías, y ayudó a desarrollar esa monada. Estás en buenas manos.
Durante la hora que siguió, Dega se sometió a una serie de pruebas que conocía sólo de oídas, casi siempre por medio de los cabellos de cobre que acudían a su consulta luego de sufrir sesiones interminables sometidos a un electroencefalograma.
—No está tratando con un epiléptico, doctor—le recordó al operador luego de la prueba de luminosidad. Tyrell le sonrió como única respuesta, acomodándose los lentes al tiempo que pinchaba los controles del EEG.
Bitton, demasiado ocupada con su cargo de directora como para quedarse a lo largo de la examinación, había dejado el laboratorio inundado de empalagosas notas perfumadas. Su colonia empezaba a provocarle náuseas al dío-consciente, quien, recostado en el sillón reclinable, sólo podía confortarse dándose un pequeño masaje en el puente de la nariz. Sewall, fiel al protocolo, los había dejado a solas, y el rumor amortiguado de los aparatos rellenaba a duras penas su silencio incómodo.
—Veamos—murmuró Tyrell consultando un expediente—… por lo visto, los episodios no son reflejos. La salud cerebral es buena. Me parece que lo único que falta es pedirle que me dé un episodio.
Tarquin rio nasalmente.
— Ojalá pudiera darle gusto, pero no es como silbar una canción.
Se hizo una pausa.
— ¿Sabía que leí su libro dos veces?—inquirió el operador, tomando asiento en un banco forrado de cuero—. Es un concepto revolucionario. Pero a pesar de que explica la hípercepción a detalle, no profundiza en su propio caso, excepto en el capítulo en que hace recuento del día del Juana de Arco.
Tarquin asintió.
—No creí que fuera muy prudente.
—Tal vez tenga razón: causó suficiente controversia en el medio de por sí… ¿por qué confundir a las personas con el detalle de que los resultados podrían llegar a tornarse controlables?
—Sostengo esa creencia, no obstante—dijo Tarquin—. La evolución de mi propia dío-conciencia no fue del todo autónoma. Logré detectar ciertos patrones, y al poco me di cuenta de que, concentrándome hasta el punto del cansancio, ocasionaba una reacción que traía a mi mente visiones más y más fuertes. Con la práctica alcancé cierta maestría, pude relajarme y ya no fue tan fatigoso perseguir resultados. Dejando de lado mi caso, estoy seguro de que la anomalía que soy, va a repetirse; alguien más en otro lugar, será capaz de inducirse episodios, y cuando esa persona tenga nietos, quizá ocurra lo mismo con uno de ellos.
—Entonces—razonó Tyrell— el inductor es la atención.
—Sí, pero no en general. Tengo que concentrarme en cierta situación, en cierta acción. Si me sobreviniera un ataque al centrar mi atención en cualquier cosa, tendría una vida mucho más accidentada, igual que si tuviera un ataque cada que oliera determinado perfume.
Tyrell se inclinaba hacia delante, tan interesado en la charla que casi parecía absorto. Tarquin lo encontró divertido, sobre todo porque esa muestra de concentración era justamente lo que él necesitaba para catapultarse a aquellos estados alterados de conciencia.
—Verá, doctor—le confió sin vacilar—: soy un oráculo viviente. Lo único que debe hacer es preguntar.
— ¿Preguntar…?
Otro silencio. Tarquin aguardó a que el operador, frotándose los labios, procesara la sencillez de su secreto.
—Hay otro detalle—añadió al cabo de un momento.
— ¿Otro detalle?—repitió Tyrell, distraído—…elabore, doctor, por favor.
—Tengo que ser parte de ello.
— ¿Parte de qué?
—Parte de la pregunta; de la situación. Si por ejemplo, me pide que concentre mi atención en la decisión profesional de su hija, no podré hacer mucho por usted. Pero si quiere que vea los resultados de una reunión a la que iremos ambos, entonces puedo verme en la situación, y eso es algo indispensable para que yo…conecte.
—Así que—dijo Tyrell—… correcto, es como dice Truett…las visiones son siempre relativas a las acciones de los dío-conscientes.
—Básicamente.
—Por tanto, no puede ver resultados que no lo involucren a usted.
Tarquin puntualizó:
—Si es una acción directa, las crisis serán inmediatas e intensas. De otra forma, iré más profundamente, más lentamente a través de las ramificaciones, pero mi control sobre ellas será mejor. En ambos casos, mi mente debe poder visualizarme dentro de esa circunstancia particular.
Tyrell se quedó cabeceando. Luego, se sorbió la nariz y comenzó a pasearse de un lado a otro de la habitación.
—Veamos. Si le digo a uno de los muchachos que venga y usted le pide un emparedado… podremos verlo por la cámara y… sí, creo que puede funcionar. ¿Estaría dispuesto a hacer la prueba justo ahora? Necesitaremos un rato para hacer los preparativos.
—De acuerdo—aceptó Dega.
No bien hubo dado su autorización, el operador puso manos a la obra. Se retiró a un rincón para luego volver con un par de objetos inesperados; colocó uno de ellos en el escritorio plateado e hizo ademán de ajustar el otro antes de ponérselo a Tarquin sobre unas orejeras. Éste inspiró hondo, algo nervioso cuando el aparato le cubrió las orejas.
—Eso es—dijo Tyrell, dirigiéndose hacia el escritorio—, relájese.
Su dedo acarició el frente de la caja, abriéndola como si fuera un portafolio. Un monitor cuadrado se desplegó ante sus ojos, y reaccionó bajo los dedos de su dueño, que parecía conocerla a la perfección. No había imagen aún, pero el dío-consciente sospechaba lo que aparecería en cuanto lo conectaran a aquella especie de casco ortopédico que tenía puesto. Un segundo monitor, esta vez plano, se deslizó desde la parte inferior de la caja cuando Tyrell lo atrajo hacia sí con decisión.
—Ésta de abajo mide la actividad de su cerebro. No es que me interese, teniendo la terminal de arriba…la fase de interpretación de impulsos neuronales a través de la base de datos de la matriz del procesador, y su transcripción a modelos gráficos es simultáneo, así que podré ver todo en tiempo real.
— ¿Usted inventó esto?—preguntó en un murmullo, mientras Tryell ajustaba la clavija del casco a la caja. El científico emitió una risita.
—Lo hubiera querido, pero no puedo llevarme el crédito: fue el profesor Koch quien soñó con José y lo diseñó—la expresión de Tarquin lo hizo reír—. Es un apodo. Por José el soñador…originalmente, esta máquina registraría los sueños de Koch. El casco crea un campo magnético y emite una señal de radiofrecuencia, justo como las tomografías; luego, transmite la información al procesador.
—Maravilloso…
Hasta hacía un día, la posibilidad de armar una función de cine usando las imágenes que cobraban vida en su cabeza jamás se le hubiera ocurrido, pero luego de la primera etapa del Proceso, sabía que había entrado en un mundo distinto.
—Ahora hay que llamar a un tercero. En cuanto venga nuestro ayudante, quiero que le dé esto—dijo el científico, entregándole a Tarquin una moneda.
—De acuerdo, doctor, es su dinero…
—Así es. Pero si usted manda al muchacho a hacer un encargo, ya que es una situación que lo involucra, debería ser capaz de verlo en sus ramificaciones, ¿no es cierto?
El consultor lo admitió con un gesto.
—Es posible.
Tyrell no dejaba de pasearse. Se alejó de nueva cuenta y regresó con el ceño fruncido, sosteniendo algo contra la oreja. El diseño singular de la bocina intrigó a Tarquin hasta que, tras pedir a un empleado que se presentara al laboratorio, Tyrell fue a colocarla en su base. La cara que faltaba a la pirámide metálica del escritorio volvió a encajar sin un sonido y el auricular, de textura y color idénticos, desapareció de la vista.
—Queremos que la situación sea natural, ¿no es cierto?
Tarquin dio un sí por respuesta. Su interlocutor le dio la espalda, y pulsó suavemente la superficie ultrasensible del aparato. El dío-consciente saltó en su sitio: era como hallarse atorado dentro de un motor. Las orejeras no lo aislaban completamente, aunque al menos permitían una comunicación accidentada con el mundo exterior. Tyrell, encorvado sobre la máquina, cubría con su cuerpo las pequeñas pantallas. Había graduado la iluminación, de modo que de un laboratorio, parecían haber caído en un cuarto oscuro, buscando negativos qué revelar. De pronto, alguien tocó a la puerta, y un joven imberbe apareció en la habitación.
— ¿Me llamó?
— Sí, Franco. ¿Doctor Dega?
Tarquin apenas lo escuchó. Aquel ruido infernal le envolvía la cabeza. Sordo como una tapia, se limitó a hacerle una señal para que se acercara. Le dio la moneda y lo miró a los ojos. “Ve y tráeme un sándwich”, creyó gritar. Era difícil de decir, porque el casco parecía insensibilizarlo físicamente: no sentía su garganta. Por fin, la reacción del chico (casi saltó fuera de su piel) lo convenció de que se había hecho escuchar, y mientras volvía a quedarse solo con el monitor cerebral y su ayudante en esa sala oscura pegó la espalda al respaldo del sillón, haciéndose las preguntas mágicas, preparándose para dejarse ir.
La facilidad con que entró en crisis lo sorprendió: una corriente le sacudió los miembros, Tyrell y José desaparecieron, uno entre palabras de entusiasmo y el otro entre gruñidos y gorjeos sintéticos, y su mente comenzó a mostrarle una serie de pasillos idénticos. La imagen de Franco correteando hacia un dispensador de comida; la sensación característica de las visiones más probables, las que se acercaban más a lo que los ojos de Tarquin verían luego en tiempo real.
Ahí va el pollito con su expresión de angustia, su paso saltarín, recorriendo las oficinas y los compartimentos rumbo a un artefacto ubicado en una arista oscura de pared…
El primer resultado era siempre el más probable. El dío-consciente ni siquiera pudo pensar: “¡vaya que es torpe el chico!”, porque la escena parecía suceder más rápido que los impulsos eléctricos de su cerebro. Franco corretea hacia el dispensador de comida, sus pies se enredan con las prisas y cae de bruces cuan largo es antes de llegar a la meta. El bonvolo de aluminio que Tyrell le obligó a darle vuela unos tres metros antes de aterrizar estrepitosamente, rebota más o menos la misma distancia y desaparece justo debajo de la base de hule de la máquina, en lugar de en la ranura negra que recibe el cambio.
Oh, oh…una sacudida… el ataque lo devolvió a su cuerpo una décima de segundo antes que la segunda visión se desplegara: Franco tropieza pero alcanza a sostenerse de un escritorio; busca la moneda perdida durante unos minutos, y al fin la encuentra en un bote de basura. Se olvida del sándwich y regresa al cuarto con una lata de refresco.
Tarquin no necesitó controlar todos los resultados. Dejó que la crisis cesara por sí sola.
— ¿Está bien?
—-…bien…
Parpadeó, permitiendo que Roger le tallara el rostro con una toalla húmeda, y esperó a que el súbito agotamiento consecuente se transformara en simple somnolencia.
— ¡Increíble!—murmuró aquel, quitándole el casco—…eso ha sido…increíble…
— ¿Le gustó mi demostración?
Para él, los experimentos habían terminado, aunque su interfaz con José daba la impresión de tener extático al operador, y eso sólo podía significar que, fuera como fuera, las cosas apenas comenzaban.
Franco llegó, como previsto, veinte minutos tarde. Escucharon sus nudillos estamparse débilmente contra la puerta. La repentina oscuridad del laboratorio debía provocarle notables reservas. Tyrell, una vez desactivado el transmisor, prendió las luces y lo dejó pasar alegremente. En efecto, el chico se había caído de bruces, y tenía un rasguño sangrante en un codo.
—Oh, no—le dijo Tarquin, cuando quiso entregarle el bocadillo—, tardaste demasiado y ahora quien tiene hambre eres tú. Considéralo una alternativa a las banditas de curación.
Franco se sonrojó, agradeció con la cabeza, y escapó rumbo a su puesto de trabajo, donde nadie podía verlo.
—Mañana le entregaré los resultados a Bitton—comentó Tyrell, ocupado en los controladores de sus máquinas—. No cabe duda que las cámaras de seguridad mostrarán exactamente lo mismo… ¡Esto… es… fantástico!…
— ¿Entonces, es todo?
—Por ahora—repuso el hombre—. Una vez armada su oficina, nos pondremos manos a la obra. Tengo que calibrar a José para que dé óptimos resultados durante sus próximos…digo, contribuciones, no quiero redundar. Me tomará un día hacer los últimos retoques.
Tarquin lo miró, pensativo.
—Una última pregunta—reclamó. Tyrell terminó de guardar los artefactos, y lo invitó a caminar a su lado mientras cerraba la puerta del gabinete. —Supongamos que la directora aprueba y puedo ser su consultor; ustedes terminan sus proyectos a buen tiempo (todo parece indicarlo), yo veo el futuro y les doy luz verde… ¿qué pasa después?
Se encontraban a la entrada del laboratorio. Los rodeaba una oscuridad apremiante. El día avanzaba y la Junta, incansable, corría con el reloj hacia la meta más ambiciosa de todas.
—Después las cosas no dependerán tan solo de la Junta. Será hora de que todo Deyrna se involucre.
Tarquin fue enviado a casa sin muchos preámbulos. Al pasar por los cubículos recibió un par de adioses amigables, y la promesa de verlo en un par de días. Habría querido realizar algún trabajo, llegar a conocer mejor a los distintos ingenieros, mecánicos, analistas, químicos, sociólogos, arquitectos, economistas y demás empleados que parecían ocuparse en sus tareas sinfín, tan entusiasmados como él mismo recordaba haberse sentido años atrás en las aulas de la universidad, pero Bitton se había negado, urgiéndolo a que almacenara fuerzas porque se acercaba un periodo muy ajetreado.
De vuelta en el coche de Sewall, con Esteban al volante, se preguntó por última vez si no estaría cometiendo un grave error.
—Tú sabrás cómo—respondió su compañero cuando Tarquin inquirió cómo exactamente se las arreglarían para llevar a la práctica todos sus planes—. Nuestra oposición es poderosa, claro que sí, pero mientras más conozcas a la Junta, menos te preocuparás.
—Por ahora—dijo el consultor antes de bajar a la estación del metro—, su secretismo me inquieta más que reconfortarme.
Sewall sonrió de forma extraña y contestó.
—Algún día lo agradecerás, créeme.
Tenía razón.
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