En una casa vieja a medio terminar estaba la planta de Teresa.
Por delante de un limonero y a la izquierda de un galpón, lucía frondosa una planta de mandarinas.
No cualquier mandarina surgía de ese árbol. Eran mágicas. Eran las mandarinas de doña Teresa.
Y es que alrededor de esa planta, entre marzo y abril, Teresa gestaba su ritual.
Todas las angustias y las vicisitudes de la vida se solucionaban con sus mandarinas. Su olfato espigado para detectar las tristezas de quien llegase a saludar, hacia crujir su cintura para levantar dos banquitos y colocarlos al costado de la planta. Y así, con el sol de la siesta a sus espaldas y haciendo un gran esfuerzo, elegía dos mandarinas para comenzar la ceremonia.
Ya con el fruto entre sus manos los entregaba como ofrenda esbozando la primer frase: – a mi dame la más chiquita porque son las que más semillas tiene.- Y así sin más, cada uno tomaba su lugar.
Con el pulgar cuarteado de sus años en el tambo y con una artrosis imposible de negar, presionaba el culo de la mandarina y la comenzaba a pelar.
En silencio, cada parte emprendía el saboreo de esos gajos dulces y jugosos. Y así como quien no quiere la cosa, las angustias con las que uno llegaba comenzaban a mezclarse con el dulzor de las mandarinas. ¿Confundiéndose? No, desapareciendo. Es que eran mágicas! Eran las mandarinas de doña Teresa!.
Porque al fin y al cabo había sido ella quien en sus años de juventud había elegido delicadamente ese lugar para plantar la mandarina y sanar con calidez y dulzura las angustias de nuestras vidas.-
Chiana Taun.-
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