LA NOVIA DEL CIRCO. (RELATO).
ALFREDO VÁSQUEZ SERRANO
El cuarto estaba oscuro. Salustiano Serrano, a punto de cumplir cincuenta y cinco ruedas,” ruedas”, como decía él en vez de años, sentado en el borde de la cama, se reía por dentro. Era la segunda vez que le pasaba: no sabía si se iba a levantar, o si, por el contrario, se iba a acostar. “Que vaina, la vejez no viene sola”- se dijo. Entonces escuchó el canto asmático del gallo tango del vecino, y supo con toda certeza, que eran las cuatro en punto de la mañana.
Recordó que había encargado una libra de chicharrones de adentro y cuatro bollos limpios, allá arriba en la placita de los “perros”, así que, aprovechó la indecisión que había tenido antes, y salió a la fresca madrugada para buscarlos.
Después del desayuno, se puso a regar las matas del patio tropezadas por el verano, y les iba echando en el pie de cada una, cagajón de burro. Como a las diez de la mañana le dijo a Sixta, su madre con quién vivía, que iba a motilarse donde su compadre Villalba, y salió tarareando un porro nuevo que estaba componiendo. La peluquería quedaba en la plaza principal del pueblo, en una antigua casona, estropeada por los brisones de la pobreza. Allí se reunían los amigos a jalarle la tira a todo el mundo, y a comentar los chismes calientes, como a recordar aquellos, que ya iban pasando de moda.
Se sentó en la silla giratoria, mientras su compadre le ponía una descolorida tela, para que no se llenase de pelos, y le rociaba en el cabello, una mezcla de agua tibia y “narciso negro”. Tenía la costumbre de dormitarse cuando lo motilaban, así que, en uno de esos instantes en que medio abrió los ojos, vio pasar por la desolada plaza, una visión que le descompuso el ánimo y le malogró el sentimiento guardado, a partir de ese momento. “¿Qué le pasa compadre “? le dijo Villalba, – se le han parado los pelos de la nuca, volvió a decirle. Durante casi treinta años, solamente la había visto en sus sueños.
Se llamaba Altagracia. La había conocido una tarde lluviosa, remota tarde de Octubre, cuando él, despachaba en la tienda de sus padres. Ella entró con los truenos y relámpagos, toda mojada y con esa sonrisa de Mona Lisa, que lo cautivó en el acto y por siempre jamás. La verdad es que nunca supo, si ella esa tarde le había comprado algo, y tampoco supo si él, le había vendido algo. En fin, fue su primer episodio de amnesia, producto de un amor a primera vista.
Después se enteró que ella- una noche – se había presentado en el pueblo, acompañando a un pequeño y destartalado circo, proveniente de las lejanas tierras de la Zona Bananera, y cuya máxima atracción, era un veterano y escuálido león, que había perdido en tantas correrías, la mayor parte de su dentadura.
El dueño de la carpa, un gitano venido a menos, malabarista de profesión, adicto a los juegos de azar y a la cerveza, tuvo la brillante idea, de mandarle a hacer, claro en el más estricto secreto, una prótesis con el dentista Viaña, que en ese entonces gozaba de una enorme fama en toda la región de los Montes de María. El material con que este profesional le hizo al felino la especie de “chapa”, era de una consistencia cauchosa, pero a la vez resistente, que parecían en verdad sus propios colmillos, infundiendo temor y respeto en la concurrencia. El domador tirándoselas de machito ante el público, que no sabía la jugarreta, metía toda la cabeza en las fauces abiertas del animal, produciendo este acto riesgoso una gran hilaridad en la concurrencia, que hacía que la gente sacara al domador todas las noches en hombros y lo paseara como héroe por todo el pueblo. Luego, cuando la función terminaba, y las luces se apagaban, le quitaban al manso león su prótesis, y lo alimentaban con puré de papas, ñame machacado y carne molida, como a un recién nacido.
El flechazo fue mutuo. Se enamoraron perdidamente. Ella, era la tercera hija- tres en total- del malabarista. Este había heredado de su padre un próspero negocio, pero sus vicios, fueron haciendo mella en la empresa, hasta convertirse en lo que ahora era: una carpa pobre y acabada.
Arrendaron una modesta casa de bahareque, contigua al solar donde habían instalado el circo y allí llevaron los pocos enseres que tenían. El malabarista no veía con buenos ojos la relación de los muchachos, pero le agradaba Salustiano por su buen carácter y por su enjundia para ayudar en los quehaceres del circo y, porque sabía también, que el muchacho, estudiaba en las mañanas el bachillerato, en sus anhelos de estudiar en el futuro medicina. Pero él (el malabarista), tenía que cumplir la palabra que había dado bajo el juramento de su raza gitana. Su hija Altagracia sería dada como esposa a un pariente lejano dueño de los mejores circos del viejo mundo y que pronto vendría por ella, un viejo zorro que se babeaba por las muchachitas, pero pensando en que esa unión mejoraría inmensamente su maltrecha economía, había aceptado. Con dolor, pero lo había hecho. Altagracia jamás aceptó semejante propuesta. “Mejor me le tiro a los rieles de un tren”- le decía a su padre cuando le recordaba que se acercaba la fecha fatídica, todo envuelto en los humos del alcohol. Ella nunca le contó su tragedia a Salustiano, lo amaba tanto que no quería verlo sufrir. Pensó Altagracia, que con la afluencia de público su padre cambiaría de opinión, pero se equivocó en su apreciación: él seguía con su cuento.
Una noche, toda llena de nubarrones, lluvias y truenos, recibió un papelito que le trajo una amiga de Altagracia. Eran unas escuetas palabras hechas a prisa, donde parecía decirle que esa noche no habría función, y que se pasara por su casa como a las nueve. Sintió un extraño presentimiento, puesto que ella nunca le había escrito, “¿será que tuvo problemas con su padre por la bebida ¿”- se preguntó mientras cerraba la tienda.
La calle estaba en penumbras y resbalosa por el persistente sereno que había quedado. Cuando iba a tocar la puerta esta se abrió y una mano temblorosa le acarició la cara, era Altagracia que le susurró al oído que la siguiera hasta el último cuarto, que su padre estaba durmiendo su eterna borrachera y su mamá con sus hermanas, ya acostadas. La notaba nerviosa como queriendo decirle algo, o tal vez era que nunca habían estado tan cerca y tan solos. La abrazó más para calmarla , que para aprovecharse de la ocasión, cuando ocurrió lo no previsto , entonces, como por encanto se rompieron los diques de la pasión contenida hasta entonces, y por arte de magia, las ropas desaparecieron de sus virginales cuerpos, y en el éxtasis de su amor, sintió escuchar un solo de trompeta de Mane Barrios en la alborada de un diciembre , seguido de un solo de clarinete de Nelson Díaz en las fiestas patronales y más tarde los acordes sonoros de la guitarra mágica de Nasser Sir y no pudo escuchar más porqué un temblor los sacudió y los dejó atontados y felices en el cuarto.
La verdad es que no sabe a qué horas llegó a su casa, temblando como si estuviera afiebrado, y se tiró cuan largo era en la cama de esprint y se durmió en el acto. Lo despertó una bulla en la tienda y al llegar se encontró con el malabarista que lloraba a moco tendido la desaparición de su familia. Sintió un mazazo en el pecho y a pesar de la intensa búsqueda ese día por los barrios y los días siguientes por toda la región, jamás los encontraron. El malabarista a los dos días antes de partir le contó la verdad. Él le había dicho a Altagracia que su pretendiente vendría en esos días a llevársela, que lo perdonara pues no sabía que entre ellos hubiera tanto amor, y entonces fue que Salustiano supo la triste verdad, y perdonó a semejante persona, porque su hija prefirió escaparse con su madre y sus dos hermanas, que ser la esposa de alguien que no podría amar jamás.
Salustiano, sufrió en silencio y el tiempo poco a poco mitigó su dolor. Terminó el bachillerato y un político lo metió en el Terminal Marítimo de Cartagena, donde tuvo la fortuna de salir pensionado antes de tiempo, por convenios con la Nación ante la quiebra inminente de la Empresa. Sólo un episodio muy triste le pasó a los pocos meses de partir Altagracia: enfermó con paperas y al hacer un esfuerzo se le vinieron abajo, quedando estéril. Trató de conseguir un hijo con distintas mujeres, pero al fin se convenció de su condición, y juró para sí, que no se casaría jamás. Salía con mujeres, pero nunca contrajo matrimonio.
Después de motilarse, impresionado todavía por la visión que había visto, dio unas vueltas por la plaza Olaya, se tomo unas cervezas donde los Henao y decidió regresar a la casa. Su madre lo abrazó alegre y más risueña que nunca, le dijo que era la mujer más feliz del mundo, porque había recibido la visita de alguien a quién creía muerta: ¡“Altagracia Salustiano, Altagracia y vino con tu hijo, con mi nieto mijo ¡”. Tuvo que sentarse en el mecedor, porque sentía que le daba algo, su madre salió en carrera y le trajo agua de toronjil que siempre tenía en la cocina, se la tomó y empezó a sentirse mejor. Un hijo, no podía creerlo, tanto tiempo mi Dios, se repetía en su mente. Ella, le dijo: su madre está por traerlo, así que componte. Salió a la puerta de la casa y empezó a mirar la calle por donde vendría su felicidad o su desdicha. Aparecieron. Ella con esa figura señorial y hermosa, y él, un muchacho flaco y alto con una sonrisa pícara y nerviosa. Pero al acercarse ellos más, algo que vio en él, le apabulló sus dudas y empezó a llorar. Su hijo, porque era su hijo, tenía al caminar un defecto que su familia había arrastrado desde siempre, y consistía que un pie al ir a pisar, daba en el aire, una especie de pequeña voltereta antes de estrellarse con el piso, como si estuviera marchando en algún desfile militar. El hijo producto de aquella noche de amor y de locura.
La vida le daba algo que jamás soñó tener, no sabía si ella se quedaría con él, pero si sabía que, al encontrarse sus miradas, estaba lo suficiente seguro, que ella aún lo amaba. Entonces, recordó unas palabras de la biblia, que le venían a su situación como anillo al dedo: “Y lo demás vendrá por añadidura”, así lo creía. Sus lágrimas entonces, se rozaron con las de Altagracia, y lo demás, pensó: “será como un jonrón con bases llenas, mi Dios”.
FIN.
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