El silencioso y triste ambiente de la taberna, era débilmente iluminado por las cuatro antorchas colocadas una en cada uno de los cuatro muros de piedra grisácea. Pegada al muro frente al que contenía la entrada de madera oscura, se encontraba el mostrador de la taberna, donde un hombre obeso y calvo pulía un gran vaso de cristal, detrás de aquel hombre, había una gran contra-barra, que exhibía los diversos tipos de licor a disposición de la clientela, la cual, no era mucha. Habían doce mesas largas dispersadas por el espacioso y negruzco suelo, y solamente tres de ellas estaban ocupadas. Dos viejos en una cerca a la puerta, uno más solo en la más próxima al mostrador, y otros cuatro amigos sentados en la mesa pegada al rincón derecho de la mesa. Aquellos cuatro últimos no eran hombres comunes, y ellos mismos lo sabían al sentir el peso de las miradas del resto de personas que compartían el local con ellos. La luz de la débil antorcha del muro derecho, brillaba en el acero entintado en rojo que formaba las armaduras de aquellos soldados, con el símbolo de un lobo mostrando los colmillos en medio de la coraza.
La blanda luz del día ingresaba por debajo de la puerta, hasta que de repente, una sombra la cubrió. La madera rechinó al ser abierta por un total extraño, cubierto enteramente por una capa negra con capucha. Un bulto extraño sobresalía desde su hombro derecho, y sujetaba una bolsa de tela gris empapada, que contenía algo inexplicable para los clientes, pero no para aquel extraño y el dueño del lugar.
─Pensé que no lo lograrías ─dijo el obeso─. Comenzaba a creer que debía llamar a otra persona.
El extraño no respondió, comenzó a caminar hacia el hombre. No cerró la puerta, y la luz que le cubría las espaldas, ennegrecía aun más las sombras que le cubrían el rostro.
─La otra persona habría fracasado. ─respondió cuando estuvo frente con el hombre, apenas separados por el mostrador, en el cual el extraño colocó la bolsa de tela empapada.
─Dos monedas menos por ensuciar la madera ─gruño el calvo─. Sabes bien lo difícil que es limpiar la sangre. ─agregó cuando el liquido rojizo y opaco comenzó a extenderse como una mancha cualquiera.
─Fue difícil ─respondió el otro entonces─. No me vas a descontar nada.
El dueño del local, que tenía la mirada fija en el encapuchado, rápidamente desvió la vista por encima del hombro del que tenía en frente. Los cuatro soldados, vestidos con sus ropajes de cuero negro, siendo los superiores cubiertos por la coraza y las hombreras, se acercaban.
─No cerraste la puerta ─dijo uno de ellos, de nariz aguileña y con una verruga en la ceja derecha, su aliento era el de evidente hedor─. Nos gustaría seguir en la oscuridad.
─Me iré en unos momentos ─objetó el encapuchado, pero sin girarse hacia los cuatro ebrios─. Si es que este estafador accede a pagarme lo que me corresponde.
El soldado se giró hacia sus compañeros, uno de ellos, afirmó con la cabeza. El hombre sonrió y estrelló su vaso de cristal en la cabeza del encapuchado, pero, aquel hombre, que no era tan alto como los soldados, se sostuvo, sin caer ni mover la cabeza por el impacto.
Las telas de la capa de aquel extraño, ondearon en el aire, rectas como una cuchilla, se liberaron del cuello de aquel tipo, que ahora mostraba su apariencia. Un joven, de unos veintiún años, de una cabellera negra que le llegaba hasta la nuca, su piel blanca revelaba su procedencia norteña. Un extraño collar con la forma de un fénix con las alas desplegadas colgaba desde su cuello, teniendo en el centro una gema roja en forma de lágrima. El cuello desabotonado de una blanca camisa sobresalía por la coraza de escamas, unidas a unas pequeñas hombreras de dos placas, extendiéndose debajo de esas escamas de acero que protegían el antebrazo, siendo el resto protegido por los guanteletes con pinchos de dos centímetros en los nudillos. Pero eso no fue lo que sorprendió a los soldados, sino el mechón de pelo rojo en la parte frontal de la cabellera, y cuando el joven levantó la vista, se sorprendieron aún más; el color del iris derecho era rojo, mientras que el izquierdo azul claro. Aquel bulto que sobresalía desde su hombro, era la empuñadura negra de una espada, con un pomo de forma romboidal.
─Es… es… ─tartamudeó uno de los soldados, abriendo los ojos de la sorpresa y el miedo.
El joven llevó su mano derecha hasta la negra empuñadura de veinticinco centímetros. Se escucha el sonido del acero deslizándose por el cuero. Un destelló rojo ciega a todos dentro, excepto al joven, el resiste. Los soldados no reaccionan rápido. Se escucha acero desgarrando algo. Se escucha agua cayendo vehemente al suelo. Cuando los ojos son abiertos, el dueño del local ve los cuatro cuerpos tendidos, y al espadachín parado al rededor. El acero de la espada es de unos seis centímetros, su largo de ciento cuarenta, y tiene dos púas de acero que sobresalen a los lados de la hoja, a unos cinco centímetros de los anchos gavilanes negros ascendentes. Un diamante rojo circular se encuentra incrustado en el centro de la guarda, y brilla tenuemente mientras es empuñada por su amo.
─Esa… esa es…
─Sí ─interrumpió el joven guardando la espada en la funda amarrada a su espalda. La correa café de la funda pasaba por sobre la coraza─. Es Endrist.
─Toma ─tartamudeó el hombre, sacando una bolsa llena de monedas de oro─. No falta nada. Vete, rápido, vete de aquí.
Afuera, la tranquilidad del campo causó que las ganas de vomitar del joven se apacigüen, sus temblorosas manos de inmediato dejaron de moverse al igual que sus piernas, su corazón comenzó a latir lentamente de nuevo, respiró hondo y abrió los ojos. Su negro caballo, con una única mancha blanda en la frente, le esperaba fuera de las cercas del bar, y montado en él, iba un enano de barbas rubias al igual que su larga cabellera.
─¿Listo para seguir? ─comentó el enano.
─Listo.
─Vi lo que pasó ─añadió el enano mientras hacía espacio en la silla de montar─. ¿Te lastimaron?
─Sabes que no pueden ─respondió el joven─. Ya vayámonos de aquí. ─agregó al momento de tirar las correas del caballo.
─Nos van a perseguir por esto, Elycan.
─No.
─¿Por qué?
─No tenían ningún tatuaje en el rostro; tendrían que haber robado las armaduras.
─De todas maneras nos perseguirán ─aseguró el enano─. El rey tiene cierta repugnancia a los norteños desde aquel evento que involucró a su hijo.
─Ambos sabemos que no sucedió de esa manera.
─Y ese es el problema, sólo nosotros lo sabemos.
─No sólo nosotros, Bórtagum ─corrigió el humano.
─¿Te refieres a ella?
─Y a él ─añadió Elycan con nostalgia.
─Pero él ya no volverá. ─añadió Bórtagum.
─Y por eso debemos encontrarla a ella.
─¿Pero no podemos hacerlo sin dinero, verdad?
Elycan no respondió, sólo siguió sosteniendo las correas, mientras avanzaban por las ruinas de una aldea, donde no había movimiento a excepción de ellos, el caballo, y la tela roja con el símbolo de un lobo enseñando las fauces, perteneciente a un estandarte, que ondeaba con el viento.
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