Nota del autor:
Hola, querido lector y bienvenido a mi obra, El Imperio Rojo. Esta obra está aún en su proceso de escritura y abarcará una novela que pienso publicar apenas esté terminado el manuscrito.
Mi idea en esta plataforma es adentrar a lo lectores a conocer un poco más del mundo de Ixtal, del mundo de las nuevas tierras conquistadas que dentro de poco estará usted conociendo. Tan solo dejaré el prólogo y a lo mejor los primeros capítulos del relato para conocer su opinión. ¡No duden en dejar sus comentarios!
Prólogo
Tras el asesinato número cincuenta y dos, el emperador optó por un descanso. Se sentó en su trono de piedra en forma de serpiente enrollada, con la cabeza del reptil ensombreciéndole el rostro, y se miró las manos con una seriedad inhumana. Las palmas estaban manchadas de sangre y sus dedos temblaban por el cansancio.
Tras contemplarlas por un instante, expresó una sonrisa sin enseñar los dientes. La diosa Akrea estaría a gusto con todos los sacrificios realizados en su nombre, sobre todo si se trataba de esclavos de guerra. Eso significaba que el imperio era poderoso y que los hijos de la diosa oscura estaban cumpliendo con su deber.
— ¿Cuántos más faltan? —Preguntó Haranko, dirigiéndose hacia la sacerdotisa que oficiaba la ceremonia. Se trataba de una mujer joven y delgada, con el cabello recogido en una coleta muy alta que resaltaba por encima de la cabeza. Tenía la nariz atravesada por una nariguera de oro y llevaba puesta una túnica larga color sangre, con los hombros descubiertos. En su mano derecha llevaba un báculo de madera, con un cráneo humano en la parte alta del artefacto.
—Otros veinte, mi señor. —Respondió la mujer, la cual enseñó al hablar sus dientes blancos y puntiagudos y su lengua cortada en dos. Las sacerdotisas debían parecerse a los demonios del inframundo si querían contactarse con ellos.
—Que sean cincuenta más. Me tomará más tiempo, pero Akrea estará contenta. —Ordenó el emperador, sonriendo. El baño de sangre lo excitaba.
—La ceremonia se hará más larga. —Dijo la sacerdotisa, con un tono de disgusto. —La tradición dicta que…
—Sé lo que la tradición dicta—la interrumpió el emperador.—, pero la ceremonia será tan larga como me plazca, Kirtia.
La mujer se dignó a hacer una reverencia, confirmando la orden del emperador, y desapareció tras la puerta de la punta de la pirámide donde se encontraban. Haranko suspiró y observó su vasto imperio, enderezándose sobre su trono de serpiente. Desde la cúspide de la pirámide podía verse toda la ciudadela. Templos, mazmorras y plazas inmensas se postraban como pequeños cuadrados desde esa altura. Los hombres y mujeres que transitaban por ellos parecían hormigas diminutas.
En el límite este y oeste de la ciudad se postraban, orgullosas, tres pirámides de cada lado. Cada una era utilizada para distintas celebraciones a Akrea, y en ellas habían muerto cientos de hombres y mujeres luego de que alguna de las sacerdotisas del emperador les sacara el corazón con un cuchillo de obsidiana.
Hoy era diferente. La celebración tomaba lugar en la pirámide central de la ciudad, en Ore-Lak, que significaba “tumba de dioses” y que era diez veces más grande que las otras pirámides. Era allí donde el emperador en persona hacía de verdugo y tomaba parte en la ceremonia de sacrificios.
Haranko sonrió. Le gustaba postrarse desde lo alto y sentirse como el hijo de la diosa que en realidad era. La sangre de Akrea corría por sus venas, así como la sangre de cientos de emperadores antes que él.
El hombre era el descendiente de la diosa de la Muerte y la Oscuridad, y debía mostrarse en todo su esplendor para que sus súbditos pudieran contemplar su grandeza. No había cosa más poderosa y más temida que la muerte.
Tras contemplar un momento sus dominios, alzó la cabeza y observó hacia el horizonte, hacia la mancha azul que se encontraba más allá de lo que cubría la ciudad de Testenka, tras el amarillo y el rojo de las construcciones. La civilización se veía interrumpida por una masa de agua que la rodeaba. Un puente angosto y largo era lo único que podía encontrarse allí, la única entrada a la ciudad de la diosa oscura. El puente unía la selva con la civilización, el continente con la inmensa isla en la que se había construido el imperio.
Después del puente, en la selva de Ik-Takash, Haranko tenía cientos de miles de súbditos más. Los reinos que habían conquistado sus antepasados ahora eran parte del legado de Testenka. Lo honraban desde sus pirámides ocultas por la hiedra, en medio del sofocante calor de la selva. Los tributos de sus vasallos arribaban a través del puente cada semana. Mareas de oro, maíz, plumas y sacrificios transitaban por el puente, rindiendo adoración a la diosa oscura.
—Los cincuenta hombres tardarán un día en llegar. Se encuentran en el reino de Umak. —Dijo Kirtia, luego de reaparecer tras la puerta.
El emperador dio un puño en el trono. Una de las escamas de la serpiente de piedra le cortó el dorso de la mano y la sangre brotó al instante, pero Haranko no le dio importancia. Se puso de pie y se acercó a la mesa rectangular hecha de piedra, donde hacía unos minutos había asesinado a un hombre suplicante. La sangre fresca seguía intacta y en ella se reflejó su rostro.
—Debería ocultar su mano. —Aconsejó Kirtia, la cual observaba la mano sangrante del emperador con ojos aterrados. —Se supone que el emperador no debería sangrar. Es mal visto, mi señor.
—Si no puedo tener a mis cincuenta sacrificios, tendré ahora mismo al líder del grupo. Tráelo de inmediato.
—Pero, su mano…
El emperador se volvió hacia la sacerdotisa y la fulminó con la mirada. Su juventud la hacía insolente, pero su belleza podía llegar a perdonarle cualquier impertinencia.
Kirtia contuvo el aliento. Aquel hombre, de rostro tosco y vientre prominente, de dientes pequeños y nariz torcida, tan parecido a un campesino pero tan lejos de serlo, podía enviar a ejecutarla de la manera más horrible que pudiera imaginar. Ella podría ser una sacerdotisa de Akrea, bautizada por la sangre de nueve vírgenes y nueve serpientes, pero él era el emperador.
—Como ordene. —Terminó la mujer, que volvió a desaparecer por la puerta de la pirámide.
Haranko siguió observando a Testenka desde lo alto de la construcción. Se acercó al borde de la terraza de la pirámide y los tenkianos, al verlo, se exaltaron y vitorearon con gusto. En la Uka, la celebración que tomaba lugar, los habitantes del imperio llevaban una vida frenética, llena de excesos y de placeres. Bebían ekia desde la mañana hasta la noche, y las orgías eran comunes en las calles y el mercado. Por otra parte, las trifulcas sangrientas se desataban a plena luz del día, o a altas horas de la noche. Conflictos amorosos, riñas de borrachos y una que otra venganza se cobraban durante los tres días que duraba la celebración. Pero lo que los tenkianos más ansiaban era ver los sacrificios a Akrea.
Una montaña pestilente de cientos de cuerpos mutilados se agrupaba a lado y lado de la pirámide del emperador. Los tenkianos a veces encontraban sagrado bañarse con la sangre de los muertos o, incluso, comer las entrañas de uno de los cadáveres. Los muertos hechos sacrificio eran algo bendito y traía buena suerte ingerirlos.
—Aquí está, mi señor.
Haranko se volvió hacia Kirtia, pero ni siquiera le prestó atención. Observó a la espalda de la sacerdotisa, donde dos grandes guerreros con armaduras verdes hechas de escamas secas llevaban de los brazos al hombre al que había pedido llamar. Tenía el cabello de un extraño color amarillo, los ojos grandes y azules y la piel tan clara como un hueso. El ejército de hombres a los que había vencido era conformado por sujetos como aquel, tan extraños y misteriosos que Haranko los consideraba sacrificios importantes.
El hombre, aunque poseía tan hermosos rasgos, se encontraba sucio y ensangrentado. Los guerreros tenkianos le habían dado unas buenas patadas antes de que lo dirigieran hacia el emperador. No parecía tener más de veinte vueltas al sol y vestía con ropas extrañas hechas de metal.
Haranko se puso de pie frente a él y el sujeto se vio obligado a pararse derecho, incluso aunque fuera una cabeza más alto que el emperador.
—No eres hijo de Akrea, eres hijo de otro dios o de otra diosa. Akrea nunca haría a un hombre tan alto y tan blanco.
El hombre, que era aún un muchacho, lo observaba desde toda su altura con los ojos chispeantes. No entendía una sola palabra de lo que aquel emperador extranjero le decía, pero sabía no era nada bueno. Entendía muy bien lo que le iba a ocurrir.
—Los hijos de Akrea que se sacrifican en su nombre viven por siempre junto a la diosa, a la sombra de su seno derecho, bebiendo la leche más dulce mientras ella canta una canción de cuna. Se convierten en bebés por toda la eternidad para que no entiendan nada y así no puedan sufrir más. —Siguió el emperador, aunque era evidente que el muchacho no comprendía su lengua.
Kirtia comenzó a cantar la canción de cuna de la que hablaba el emperador. Para el entendimiento del muchacho, la canción parecía ser más una plegaria plañidera que una canción para un bebé dormido. Haranko entonces ordenó con una señal de la mano que lo recostaran sobre la mesa. Los dos guerreros arrastraron al hombre hasta la mesa de piedra y le estiraron las manos y las piernas en un movimiento doloroso. El sujeto gruñó por el dolor y observó, con ojos aterrados, cómo el emperador recibía un cuchillo de obsidiana de las manos de la sacerdotisa y se acercaba poco a poco hacia él.
La mujer seguía cantando la canción para luego acompañar la sinfonía con una docena de tambores fuera de la vista del condenado. La ferocidad de las palabras que escupía la sacerdotisa lo asustaban aún más, mientras escuchaba también los gritos de emoción del pueblo llano de aquel imperio de salvajes. Unos retumbos en el suelo le confirmaban que los tenkianos de allí abajo estaban saltando, todos al mismo tiempo. Una…dos…tres veces.
—Por la diosa oscura, Akrea, por las bendiciones que nos traerá luego de este día de fiesta, te condeno a ti para que la alimentes con tu sangre y la mantengas con vida una década más. —Rezó el emperador, empuñando el cuchillo con ambas manos. Se había puesto una máscara verde en forma de reptil y, junto con su corona de largas hojas rojas, parecía ser un demonio, no un simple humano. Su voz sonaba cavernosa dentro de la máscara de reptil, lo que lo hacía aún más escalofriante —Al igual que todos tus guerreros, serás condenado a la perdición, pues no eres hijo de Akrea y no beberás de su leche dulce y eterna.
Otras dos mujeres aparecieron al lado del emperador. A diferencia de la sacerdotisa, estas estaban desnudas, con tatuajes rojos que delineaban sus cuerpos como serpientes de tinta. Le esparcieron una mezcla color blanco que sabía a sal y que llevaban en tazas de oro. Sus manos eran amables, calientes y suaves, pero el muchacho solo pudo pensar en que eran manos asesinas, manos de la muerte. Cuando terminaron lo habían embadurnado de la sustancia por completo: los brazos, las piernas, el rostro y el cabello. Su pecho también estaba blanco, luego de que las mujeres le retiraran la armadura pesada y lo untaran por debajo de esta. Utilizaron un toque de pintura negra en la parte donde tenía el corazón, pintando un círculo del tamaño de un puño.
Por unos segundos, el condenado quedó sordo, como si el tiempo se hubiera detenido. Observó el filo del arma que estaba a punto de matarlo, observó el sol ardiente por encima de la máscara de reptil e, incluso, observó los ojos negros del emperador, atrás de la máscara, ansiosos por obtener un corazón más en honor a su diosa sangrienta.
Al otro lado del mar, en su palacio de mármol y piedra, la madre del muchacho le habría dicho que todo pasaría y que con solo rezar un poco estaría mejor. Su Dios era distinto a la diosa de siete senos de los tenkianos. El Dios suyo no tenía rostro, no tenía nombre, pero aguardaba a sus hijos tal cual la diosa oscura aguardaba a los suyos.
El muchacho cerró los ojos, con la esperanza de encontrarse con su creador, y esperó a que todo acabara de una vez. Por último, sintió una punzada en su pecho desnudo, allí donde las mujeres le habían pintado un círculo negro.
1
Leonardo
Nada le gustaba más que un buen vino de la capital. Podía hacer frío o calor, podía estar triste o más alegre que de costumbre, pero siempre encontraba placer en el dulce aroma y el suave sabor del vino tinto de Don Roberto de Arajuara, el vendedor de vino veraniego.
Don Roberto era un hombre gordo y sudoroso, de ropas demasiado coloridas y manchas de viruela por toda la cara. Era oriundo de Arajuara, un pueblito pequeño que exportaba vino y remedios a todo el continente, y se había hecho famoso en Talidia, la capital del reino. Por supuesto, el príncipe no había tardado mucho en conocerlo.
Al principio, el hombre llegaba con su mercancía al palacio y le dejaba las botellas de vino sobre la puerta de su habitación. El príncipe jamás había sido tan feliz. Pero eso no duró más allá de unas semanas. A la reina María Luisa nunca le había parecido pertinente que se viera a Arajuara por el palacio, por lo que el príncipe había decidido citarlo de vez en cuando en su casa de campo, cerca a las murallas de Talidia. Un día, Leonardo ordenó a sus sirvientes tomar su cama, su cómoda y sus espejos, y se mudó a la casa de campo a la que solo iba una o dos veces por año. Era allí donde ahora el comerciante le traía la docena semanal de cajas de vino y recibía una gran recompensa de parte de las arcas reales.
—Mi señor, creo que esta será la última vez que pueda dispensarle las botellas adicionales. He visto hombres siguiéndome en el trayecto hasta aquí. Tal vez sean hombres de la reina.
El príncipe siguió con los ojos las cajas que sus sirvientes se apuraban a destapar. Se relamió los labios y luego sonrió. Su sonrisa cortaba como un cuchillo.
—No debe preocuparle eso, Arajuara. Aunque a la reina no le parezca, tendré el vino que quiera en mi casa de campo. No me estoy metiendo con su palacio, así que no debería por qué molestarse.
Don Roberto no estuvo contento con las palabras del príncipe. Sus ojos, grandes como los de un sapo, lo observaban con preocupación.
—Pero, su majestad, tal vez ella no lo piense de esa forma. Temo que pueda hacerle algo a mi mercancía, o tal vez expedir una sanción a mi empresa. La señora no ve con buenos ojos que le esté dispensando todo este vino a usted.
Leonardo se quedó en silencio por un segundo. Dio media vuelta y desapareció tras la puerta de la mansión, una inmensa casa construida en mitad del Bosque Alto, el bosque de robles más cercano a la capital. Regresó unos minutos después, cuando el comerciante ya se comenzaba a preguntar si se había molestado demasiado. Abrió una de sus manos y dejó ver un collar de rubíes. Era pesado, de superficie gruesa y dorada y con tres piedras grandes y rojas incrustadas en forma de triángulo.
— ¿Será esto suficiente? —Preguntó Leonardo, con una sonrisa inteligente. No era la primera vez que pagaba por el silencio del hombre.
El comerciante tomó el collar y le echó una mirada rápida. Sus dedos se movían con velocidad, acariciando con la yema de los dedos las piedras preciosas. Era la primera vez que tenía algo de tanto valor en las manos.
—Sin duda es una buena pieza, mi señor. Está bien, está bien, yo…me encargaré de la próxima entrega de vino.
Leonardo sonrió, satisfecho.
—Pero no voy a responder si la reina llega a amenazarme con sus hombres una vez más. —Dijo el comerciante, alzando un dedo en forma de advertencia.
—Me aseguraré de que eso no ocurra, Arajuara.
—Buena tarde. —Terminó, montándose en la mula en la que siempre viajaba hasta allí. El animal, pulgoso y feo, relinchó cuando toda la gordura del comerciante cayó sobre su lomo.
—Buena tarde. —Se despidió Leonardo, y regresó a la sala de la mansión.
Cruzó el extenso pasillo de la entrada y dobló hacia la derecha. La sala era un cuarto inmenso, del que colgaba una gigantesca lámpara de pequeños cristales. Sobre los muebles y sillas dispuestos allí se sentaba una docena de hombres y mujeres de alta alcurnia. Las risas llenaban la sala de vida.
— ¡Sírvanse todos, por fin ha llegado el vino! —Dijo el príncipe, alzando los brazos.
Tres sirvientes aparecieron atrás de él, con las botellas de vino guardadas en cajas. Los corchos salieron a volar y las copas se llenaron con rapidez. A Leonardo le gustaba la eficiencia de los que estaban a su servicio.
Los cortesanos aplaudieron y fueron directo a las bandejas con el vino. Hasta ahora, la reunión tan solo había consistido en jugar cartas y contar chistes obscenos. Todos esperaban el licor, que era lo que más se esperaba en las reuniones indiscretas del príncipe. Los hijos de los marqueses más importantes siempre quedaban de asistir. Nada salía de las paredes de la mansión de Leonardo, por lo que las tardes y noches siempre acababan con borracheras y, uno que otro día, con noches extensas de sexo y de lujuria. Los chismes al día siguiente desaparecían. A nadie le convenía que su reputación se viera manchada por una simple noche de juego y de alcohol. Sin embargo, la corte entera estaba más que enterada de las desviaciones y de los pecados que se cometían en esas reuniones de sodomía.
—Le daré un caballo al primero que me traiga el corsé de la marquesa. —Dijo entonces el príncipe, luego de servirse una copa de vino y acomodarse en una elegante silla que se encontraba en la sala.
Los hijos de los marqueses, al escuchar la apuesta, se lanzaron encima de una jovencita diminuta. Esta rio y pataleó, mientras los muchachos se empeñaban en rasgarle el vestido y quitarle el corsé que tenía debajo. Leonardo soltó una carcajada y aplaudió.
—Venga, hombre, un poco de ritmo a todo esto. —Ordenó el príncipe a Garcilaso, su bardo preferido, que levantó de nuevo el violín y llenó la sala de melodía.
Al príncipe le gustaban las canciones rápidas y Garcilaso era el único que lograba cumplir sus deseos. Las notas sonaban finas, agudas, mientras que la pelea por el corsé se desataba frente a sus ojos. Era como ver una obra de teatro, una gran comedia como las que se presentaban en el Teatro Maximiliano, el más grande teatro de la capital.
—No deberías patrocinar espectáculos como esos. —Dijo alguien a su lado.
El príncipe se volvió hacia él y le lanzó una mirada retadora.
—Ay, querido primo, ¡pero si para esto fue que vinieron! Mira a la marquesa. —Dijo, señalando con su copa de vino a la mujer diminuta. — Acaba de convertirse en la mujer más poderosa de Ponceranda y ahora mismo parece una puta de taberna. Qué diría su esposo.
—A eso mismo me refiero, Leonardo. Si el marqués Ponceranda se entera que su esposa está aquí, en la casa de campo del príncipe, siendo atacada por un montón de idiotas, se enfurecerá como nunca antes.
— ¿Y por qué se iba a enterar? —Dijo Leonardo, soltando otra carcajada. —Traigan una silla para Don Gonzalo Casabrava. ¡Vamos, rápido! — dijo y chasqueó los dedos. Dos mujeres con vestidos grises se acercaron y pusieron una silla idéntica al lado del príncipe.
Gonzalo se sentó y recibió la copa que una de las sirvientas le ofrecía. Observó con los ojos entrecerrados al príncipe y se dio cuenta que ya estaba ebrio.
—Te volverás loco luego de unos años así. Ya te lo he dicho. —Dijo Gonzalo, al tiempo que tomaba un gran sorbo de vino. — ¿De dónde sacas esta maravilla? Por dios, es el mejor vino tinto que he probado.
—Bueno, primo, si no te empeñaras en rechazar mis invitaciones ya habrías tomado cajas enteras de ese vino. Tengo mis contactos, ya te lo digo yo. —Dijo Leonardo y le guiñó el ojo. —Bueno, ¡quiero ver mi corsé aquí mismo! ¿Ya se lo han quitado?
Los hijos de los marqueses seguían riendo, mientras se emboscaban el uno al otro en busca del corsé blanco. La marquesa, antes que estar apenada, mostraba los pechos, orgullosa. Al fin y al cabo no era la primera vez que los tenía al aire.
—Mi señor. —Susurró de repente una de las sirvientas. — ¡Mi señor! —Insistió.
El príncipe se volvió, incómodo.
—Qué ocurre.
—La reina…la reina acaba de llegar. —Dijo la sirvienta, con cara de preocupación.
— ¡Maldita sea! Está bien, está bien. —tomó un cuchillo de uno de los cientos de platos por acabar que se encontraban en la mesa de la sala y lo golpeó contra su copa de vino. Cuando se puso de pie, estuvo a punto de caerse hacia un lado. Ya comenzaba a sentir el vino corriendo por sus venas.—Todos, óiganme bien. Mi señora madre acaba de llegar. Por favor, tomen sus caballos y váyanse de una vez. ¡Prometo que la invitación queda pendiente, amigos! Nunca se verían decepcionados por mí, ¿no es verdad?
Los hombres y mujeres bajaron sus copas y calmaron sus risas. Recogieron sus vestidos y sus trajes elegantes y se retiraron en medio de murmullos. El bardo Garcilaso bajó nuevamente el violín y salió por la puerta junto con los demás, no sin antes hacer una reverencia.
—Muchas gracias por todo, su alteza. —Se despidió la marquesa del corsé. Se cubría los senos con un almohadón de la sala y el príncipe supo que perdería por siempre el almohadón. La mujer se lo llevaría consigo. Le sonrió, coqueto, pero retiró la mano rápido.
—Me gustaría despedirme de todos y cada uno de ustedes, amigos, pero deben irse pronto. ¡Nos vemos a la próxima! Tú, chica, ayúdalos a salir de aquí. —Le dijo a una de las sirvientas, y esta hizo caso, abriendo la puerta y conduciendo a todos hacia afuera.
El príncipe salió de la sala y se adentró a la cocina, un pequeño cuarto lleno del calor de los hornos y del olor a pan recién hecho. Era allí donde las sirvientas le indicaban se encontraba su madre.
El muchacho se arregló el cabello, largo y negro, y se lo amarró en un coleta, para que le diera un poco más de clase. Dejó la copa de vino y adoptó una nueva postura.
— ¿Así me veo bien? —Preguntó a su primo, mientras se ponía una carcasa púrpura, representando el signo de su casa, de los Monterioja.
— Te ves como alguien que ha tomado más de lo debido.
—Mierda. Bueno, bueno, basta de juicios. Calla a todo lo que te pregunte mi madre. Confío en ti. —Le dijo, dándole unas palmaditas en el pecho.
—Como digas. —Rio Gonzalo, negando con la cabeza.
La reina entró entonces a la cocina, cuando una de las sirvientas abrió la puerta pequeña y rústica de la cocina. La mujer tuvo que agacharse para entrar.
Pocas veces el príncipe la había visto tan triste. Tenía los ojos rojos por tanto llorar y su cabello negro, que siempre llevaba recogido con elegancia, estaba oculto bajo un velo oscuro. A pesar de todo, María Luisa Casabrava de Monterioja seguía con el semblante intacto, con su mirada fría y el rostro largo y plano que había heredado de su padre.
—No esperaba verte por aquí, madre.
—Ni yo, Leonardo. Tuve que entrar por la cocina porque en la entrada principal no había nadie. ¿Así es como recibes a tus invitados? Si administras así tu propia casa no me imagino cómo sería entonces administrando un castillo.
Leonardo no dijo nada, pero tragó saliva y se miró los pies. Siempre lo hacía cada que su madre lo reprendía de esa forma. Gonzalo, a su lado, contuvo la risa. Le hacía gracia la manera en la que siempre reprendían a su primo.
—Pero eso no importa ya. Necesito hablar contigo asuntos importantes. Gonzalo, si nos disculpas.
La reina ni si quiera miró a Gonzalo. Este hizo una reverencia mal hecha y se retiró por la puerta de la cocina. Le lanzó una última mirada al príncipe y le deseó buena suerte con un asentimiento de cabeza.
— ¿De qué se trata, madre? —Preguntó el príncipe.
— ¿Podemos continuar? No te daré las nuevas en la cocina de la casa. Por favor, Leonardo, que no se te olvide con quién hablas.
—Claro, claro. —Dijo, nervioso. —Es solo que…
— ¿Pasa algo? —Preguntó la reina, pero antes de que su hijo pudiera responder, lo hizo a un lado y continuó hasta la sala.
Todo estaba hecho un asco. Habían botellas de vino por doquier y los muebles estaban untados de pasteles y de sobras del almuerzo. Algunas pelucas y algunos zapatos también estaban allí, olvidados por sus dueños.
—Me lo imaginaba. —Dijo la reina, con decepción. Se asomó a una de las ventanas de la sala, que daban al patio de la entrada, y vio a las docenas de caballos de sus invitados, yéndose tan rápido como les fuera posible— ¿Por qué celebras ahora, eh? Por lo que sé ya se te han acabado las excusas para que hagas otra fiesta aquí.
—Yo…
La reina levantó una mano, ordenando que se callara.
—Ah, ya sé, ya sé. Es por esa marquesa nueva, ¿no? Esa golfa que no sabe su lugar.
Leonardo no dijo nada, pero frunció el ceño. La reina estaba siendo más severa que de costumbre. Además, ¿por qué parecía haber llorado hace poco?
—En fin, no he venido aquí para esto. He querido entregarte lo que ha llegado esta mañana al palacio. —Dijo la reina, ofreciéndole una carta con el sello roto. La causa verdadera de su viaje hasta allí.
— ¿Qué es?
—Léelo, ¿o es que tanto vino te ha nublado ya la vista? —Dijo, mordiéndose con ligereza un dedo. Siempre lo hacía cada que la invadían los nervios.
El príncipe tomó la carta y pasó sus ojos por los renglones una, dos y tres veces. Era imposible. No podía ser cierto. De repente todo el vino que tenía en la cabeza pareció esfumarse y los efectos del alcohol se hicieron más y más ligeros.
—Tu hermano murió solo, aterrado. Era eso mismo lo que me había prometido tu padre. —La reina hizo una pausa, temerosa porque se le rompiera la voz. — Me prometió que él no moriría así.
Las lágrimas acudieron a sus ojos y rompió en llanto. Leonardo quiso consolarla, pero no pudo si quiera moverse. El choque había sido tremendo, y temía desfallecer allí mismo.
— ¿Dónde está el rey? —Preguntó Leonardo, con los ojos llenos de lágrimas.
—En el palacio. No se ha podido mover de su cama. —Dijo María Luisa, calmándose un poco. — Sabe que es su culpa, él fue quien envió a Jorge allá, a esas tierras de salvajes. —La última palabra la dijo como si escupiera veneno.
Leonardo negó con la cabeza y estuvo a punto de caerse. Las sirvientas de la casa le acercaron una silla y allí pudo recostarse un poco.
—Cómo…cómo ha sucedido.
La reina sacó un pañuelo de su vestido y se limpió las lágrimas.
—Una emboscada. Los salvajes parecieron saltar sobre él. Diego Laverde, su capitán de exploración, fue el que contó todo. Fue el único que salió con vida.
—No, no. Me refiero a cómo murió. Cómo fue que esos malditos mataron a mi hermano. —Dijo Leonardo, cerrando los puños con rabia. Un par de lágrimas cayeron por sus mejillas, pero se pasó el brazo para limpiárselas con brusquedad.
María Luisa jadeó y una sirvienta se apuró también a acercarle una silla.
—Dame también una copa. —Ordenó la reina.
Era la primera vez que el príncipe veía a su madre beber algo distinto a agua o a café. La sirvienta le pasó una copa y María Luisa le dio un ligero sorbo.
—Se dice que el emperador de los salvajes fue quien acabó con su vida. Son gente peligrosa, Leonardo, y no saben de otra cosa que no sea de muerte. Laverde dijo que adoran a una diosa de la muerte y la oscuridad llamada Akarea, Akera, a… ¡Akrea! Sí, Akrea. Le rinden tributo mediante el sacrificio de esclavos de guerra. Tu hermano era, para ese momento…
—Un esclavo de guerra, lo entiendo.
Leonardo también ordenó una copa de vino y se la bebió de un solo sorbo. Sabía lo de la diosa salvaje, sobre cómo los nativos de las nuevas tierras tomaban prisioneros y los sacrificaban en nombre de su diosa blasfema. Las cartas que le enviaba su hermano siempre contaban cosas como esas. Se dio cuenta que ya no recibiría más cartas, y se le encogió el corazón.
—Después de todo esto, sabes a lo que te enfrentas, ¿verdad?
Los ojos de la reina estaban llenos de miedo, cristalizados por las lágrimas. Su copa temblaba a la vez que sus manos lo hacían también.
—No lo entiendo, madre. Te refieres a… ¿el trono de Rocalys?
El príncipe no sabía por qué hablaban de algo por el estilo en un momento como esos. María Luisa negó con la cabeza.
—Me refiero a la colonia de tu padre. Hemos determinado esta mañana que, luego de todo esto, no heredarás Rocalys, sino Nueva Leona, las tierras de tu padre al otro lado del mar.
Las palabras de la reina habían sonado amargas, y se clavaron como mil cuchillos en las entrañas de Leonardo. El príncipe solo pudo entender una palabra: decepción. Era lo único que los reyes sentían hacia él.
—La sangre de sucesión dicta que el segundo hijo de la familia debería heredar el trono. Ese hijo soy yo, madre. Yo debería ostentar el título de heredero al trono, en honor a mi hermano.
—De honor no hay nada aquí, Leonardo. —Dijo, enojada, la reina. — ¿Cuántas veces has salido de esta casa en el último mes? ¿Dos, tres veces? Te gusta la bebida, los juegos y las mujeres, pero no te gusta gobernar. Tu hermano, en cambio…
—Sé que era tu favorito. No tienes por qué recordármelo.
María Luisa prefirió quedarse callada y le dio otro sorbo al vino.
— ¿Estás diciendo entonces que soy un inútil, un bruto que no sirve para nada? Podré ser un maldito borracho, madre, pero, si mal no recuerdo, muchos reyes antes que mi padre lo eran también.
— ¿Y qué terminaron siendo esos reyes, ah? Los libros de historia jamás los recordarán por sus grandes hazañas o por sus grandes guerras ganadas. Los recordarán por el vino que bebían y el dinero que despilfarraban. ¡No serás rey, pero sí el gobernante de la colonia de tu padre! ¿Acaso no hay honor en eso?
Leonardo pidió que le llenaran la copa de nuevo y se la bebió con avidez. No debería estar enojado en un momento como esos, pero era increíble la manera en la que su propia familia lo seguía despreciando, incluso cuando su hermano estaba muerto.
—Sé que no soy como Jorge, pero puedo intentarlo, madre. —Dijo el príncipe, más calmado que antes.
La reina sonrió con tristeza y le agarró las manos. Dejó la copa en el suelo, sin si quiera haberla acabado. El príncipe sintió dolor en eso. No sabía cómo alguien podía dejar un licor tan exquisito a medias.
—Lo sé, hijo. Es por eso que te hemos nombrado virrey de Nueva Leona. Liderarás las expediciones en el nuevo continente y reinarás en las nuevas tierras, en nombre de tu padre. Debemos mostrar la fuerza de los Monterioja en la colonia. Los hombres se rebelarán allí si no lo hacemos pronto.
Leonardo respiró hondo.
— ¿Quién heredará el trono entonces? Si no soy yo, quién.
—Isabel es aun pequeña, pero no hay nada que no se pueda arreglar con un buen matrimonio. Hemos pensado en casarla con algún marqués poderoso. Juntos liderarán Rocalys cuando sea necesario. Entretanto, tú serás el más importante después de la imagen de tu padre. Tú serás Leonardo Monterioja, quien pase a los libros de historia, ¿me has entendido?
—Como digas, madre. —Dijo el príncipe, y volvió a llamar a la sirvienta para que le llenaran la copa de vino. Tal vez un poco de licor podría aligerar todo eso.
2
Irucendac
—Y fue así como la antigua civilización creció y creció hasta convertirse en lo que fue Isca alguna vez. Los hombres sin alma ayudaban en las tareas del hogar, e incluso en la defensa del reino. Eran hombres hechos de piedra, hombres conjurados para que obedecieran a los habitantes de Isca. Pero todo eso cambió tiempo después.
— ¿Qué ocurrió luego, su alteza? —Preguntó uno de los niños, ansioso por escuchar más.
—Después…—dijo la reina Irucendac, pero las palabras no acudieron a su boca. Después de eso los guerreros de Testenka, el imperio del norte, habían destruido todo rastro de civilización. Los hombres de piedra no habían servido de mucho, al igual que toda la sabiduría de los iscanos de antaño.
—Creo que ya es suficiente. ¡Momento de comer, niños! —Acabó entonces la reina, y borró su sonrisa apenas las madres de los niños se los llevaron. Dejó en el suelo la tablilla de la que leía las inscripciones antiguas.
—Pareces cansada. —Dijo Dacor, su hermano, que había aparecido atrás suyo. La piedra que conformaba el suelo de aquel jardín interior no dejaba lugar para escuchar los pasos que se daban sobre esta. La reina no lo había escuchado llegar.
Dacor era tan alto como los guerreros de Isca y sus ojos siempre iban pintados de azul oscuro, como los hombres de la realeza. Vestía una capa de piel de leopardo y una armadura de escamas de reptil. En su cabeza podía verse la corona de los reyes iscanos, un círculo de oro decorado con hojas cortas pintadas de azul.
—Sí, contar tantos cuentos llega a cansar en algún punto. —Se volvió la reina, con una nueva sonrisa.
—Fuiste tú la de la idea, mi reina. —Dijo Dacor, alzando los hombros.
Siempre la llamaba así, “mi reina”. Se había tenido que casar con ella, según dictaba la costumbre iscana, pero jamás se había atrevido a darle más allá que un beso en la frente. Parecía que la seguía considerando su hermana, mas no su esposa. Algún día tendrían que traer hijos al mundo, Irucendac lo sabía, pero no le gustaba pensar en ello. Por el momento eran Darco y ella, dos reyes jóvenes enfrentándose al reto de gobernar Isca desde sus tronos de piedra azul.
—Los niños deben saber algo del reino, Dacor. La mayoría solo sabe de guerra. Deberíamos enseñarles algo más que eso.
— ¿Como qué, Iru? —Dijo el rey, con una tierna sonrisa. Llamaba Iru a su reina para hacer de su nombre algo más corto, más entrañable. Desde niños le había puesto así.
—No lo sé, tal vez algo de astrología, de aritmética. Sabes, las inscripciones de los antiguos dicen muchas cosas. —Dijo la reina, levantando la tablilla del suelo. — Las he estado estudiando y…
—Basta ya con eso. —La interrumpió Dacor. —Sabes lo que piensa el imperio de las ideas de los hombres de antes. No deberías estar aprendiendo nada de eso, mucho menos le deberías enseñar a los niños esas cosas.
Su rostro se había tensado. Se había quitado la máscara de hermano mayor para ponerse la máscara de rey.
— ¡Pero son necesarias, mi señor! No todos los varones deben ser soldados, así como no todas las niñas deben ser madres. Piensa un poco más allá. Podríamos convertir al reino en un nuevo centro de conocimiento. En las inscripciones se cuenta de una civilización llena de hombres libres. Sin esclavos, sin guerras, sin muertes…
—Son niñerías, Irucendac. Los dos sabemos muy bien de lo que son capaces de hacer los tenkianos con las cosas que no les gustan. ¿O es que se te han olvidado las historias de nuestro abuelo, las historias de cómo fue que Testenka tomó control de Isca?
La reina suspiró, llena de tristeza. Nunca se le podrían olvidar las historias del rey Ancerin, el padre de su padre. Los tenkianos habían asesinado y reemplazado a su esposa, una mujer inocente, por una de las sacerdotisas predilectas del emperador. La sacerdotisa y nueva reina gobernó Isca, por mandato imperial de Testenka, convirtiéndose en una tirana. Asesinaba a cualquiera que practicara los antiguos conocimientos y se hacía rica cada que decidía subir los impuestos en el reino. Isca jamás había tenido que sufrir tanta hambruna y miseria como entonces.
—Podríamos enseñar en el palacio, mi rey. Ninguno de los agentes tenkianos nos descubriría. Sería nuestro secreto.
— ¡Basta ya he dicho! Los impuestos del emperador han crecido otra vez y no necesito sabios para pagar el tributo. Esos niños a los que les enseñas cosas de estrellas y de números pueden llegar a ser los próximos sacrificios del imperio. Aún no lo sabemos.
—Cómo puedes decir eso.
—Solo digo cosas que son ciertas, y esta es la verdad. Nuestro reino no aguantará más allá de unos meses. El emperador pide demasiado.
Irucendac se levantó del suelo, donde estaba sentada, y le agarró el mentón a su hermano para que la pudiera mirar. Sus ojos negros, profundos y rasgados, eran los mismos que los de ella. Ojos de iscanos, ojos de los hijos de las Escrituras Antiguas.
—Seremos fuertes, mi rey. Siempre lo hemos sido.
Dacor se zafó de su mano, incómodo.
—Los guerreros del río me han informado que han visto cobradores tenkianos cerca. Dentro de poco estarán aquí y temo que no tengo lo que ellos quieren.
— ¿Y acaso qué tanto piden? ¿Por qué no me lo habías dicho antes? Nos habríamos podido preparar.
—No lo sé, Iru. Lo siento. Pero es demasiado. Piden mil canastas de maíz, treinta costales de oro y, otra vez, veinte sacrificios. Esta vez especificaron que no enviáramos ancianos. Quieren hombres y mujeres jóvenes.
La reina suspiró. Era imposible. Los cobradores habían venido hace pocas semanas para pedir lo mismo.
“Los viejos son los más débiles.” Había dicho Darco, mostrándose fuerte frente a sus guerreros hacía unas semanas. Por la noche había llorado en el regazo de su reina. Había condenado a veinte ancianos y había tenido que ver cómo los tenkianos se los llevaban a rastras. Sus familias jamás lo olvidarían. Él tampoco lo haría.
—Debemos consultarlo con la gente de nuevo, mi rey. Se deben escoger nuevos sacrificios.
Darco se volvió sobre sí mismo y avanzó hasta la terraza de su pirámide, cruzando aquel jardín interior. Su hermana lo acompañó por la espalda. Desde la terraza podía verse la pequeña extensión de Isca. Era un reino pequeño, uno que no aguantaría por mucho tiempo. Sabía lo que pasaría si su reino era demasiado débil. Una de las sacerdotisas del emperador sería enviada en reemplazo de su hermana y tomaría el poder, una vez más.
—Mi señor. —Dijo un guardia a la espalda de los dos reyes. —Hemos encontrado algo.
Dacor frunció el ceño y se dirigió a la sala del trono. Cruzó de nuevo el jardín y pasó por el largo pasillo de adelante hasta subir las escaleras que daban al extenso salón. Era iluminado por cientos de linternas azules y era tan alto que las voces de los que allí hablaban producían eco.
En la sala, un grupo de guerreros charlaban entre sí, emocionados. Al ver al rey hicieron una reverencia y dejaron ver lo que habían encontrado. Se trataba de un hombre, alto, blanco y con vello en el rostro.
— ¡Por Los Antiguos! —Exclamó el rey y se acercó al hombre. Le tomó el cabello, ondulado y rubio. —Es uno de ellos.
— ¿Uno de ellos? —Preguntó Irucendac, nerviosa. Observó al hombre desde su postura de reina y también frunció el ceño. Jamás había visto alguien como ese sujeto.
—Son los nuevos hombres que se dicen vagan por la jungla, Iru. Algunos los llaman dioses, pero hace poco un grupo de ellos fue ejecutado por el emperador.
La reina se acercó al hombre y lo vio con más detalle. Era viejo, con arrugas en el rostro y dientes desgastados por la edad. Miraba a todas partes aterrado y de vez en cuando balbuceaba cosas sin sentido, tal vez en otro idioma.
— ¿De dónde han salido estos hombres? —Preguntó la reina.
—Se dice que vienen del otro lado del mar, su alteza. —Dijo uno de los guerreros, con suma emoción.
— ¿Dónde lo han hallado? —Preguntó Darco.
—En el camino al reino de Hulencan, el rey anciano. Parecía perdido, como desorientado, su majestad.
—Yo…yo vengo de parte de Jorge. Yo ser soldado. Yo…yo no saber dónde estar.
El hombre blanco al parecer hablaba la lengua común, claramente con un extraño acento.
— ¿Sabes hablar ixtaleño?
—Sí, sí. Yo saber. ¿Tú ser un rey?
—Sí, lo soy. —Dijo Darco, orgulloso. — ¿Quién es Jorge? Has dicho que vienes de parte de él.
—Jorge I ser mi rey, pero yo ser parte del grupo de Jorge II, su hijo. Jorge I está al otro lado del agua. Jorge II ser asesinado por el rey mayor de estas tierras.
— ¿Y por qué han decidido venir aquí? —Dijo, esta vez, Irucendac.
—El rey Jorge querer descubrir tierras. Llegó para quedarse. Nosotros tener a la reina Uma, al rey Kheo, al rey Hulencan y al rey Carecien. Jorge venir por más.
La reina tragó saliva. Los hombres blancos no eran enviados de ningún dios. Eran un pueblo guerrero.
— ¡Envíenlo al calabozo! Lo tendremos de rehén mientras tanto. Por la noche hablaré con él. —Dijo el rey Darco, cruzado de brazos.
El hombre blanco se resistió por un segundo, pero se dejó llevar por los guerreros iscanos hasta desaparecer por la puerta de la sala del trono.
—Interesante. —Comenzó Darco. —Otra amenaza además de los tenkianos. Qué pasa con el mundo ahora mismo.
El rey se sentó en el trono de piedra calisa, pintada de azul, y respiró con profundidad. El espaldar cuadrado del trono albergaba una serie de inscripciones en el idioma de los Antiguos. Los iscanos habían olvidado leer las runas de sus antepasados hacía ya mucho, por lo que ahora solo parecían líneas y figuras sin sentido.
Su hermana se acercó y le habló desde abajo, como si fuera una súbdita más.
— ¿Qué piensas hacer? —Le preguntó.
—Estoy pensando en enviarlo como un sacrificio. El emperador estará a gusto y tal vez nos perdone que no enviemos a los veinte sacrificios que ha pedido para esta semana. La vida de ese hombre no me incumbe, y me han dicho que a Haranko le gustan esos hombres blancos. Al parecer ya ha matado a algunos desde su pirámide.
—Te equivocas. —Dijo la reina. —Debemos ser más inteligentes. ¿Has visto las ropas de ese sujeto? Vestía con metal, como si fuera parte de él. Su pueblo no parece ser cualquiera, parecen ser poderosos.
— ¿A qué quieres llegar? —Preguntó Darco, con una sonrisa inteligente en los labios.
—Piénsalo, hermano. Podríamos hablar con ese tal rey al otro del mar. Podríamos hacer que peleen a nuestro lado. Ya no más tributos a Testenka, ya no más sacrificios en nombre de una diosa que no conocemos. Podríamos seguir las enseñanzas de los Antiguos sin tener que preocuparnos por los agentes de Testenka.
El rey se rascó la barbilla.
—Y no somos los únicos hartos de la situación. Hay muchos como nosotros. Pero, ¿has oído también lo que dijo el hombre? Dijo que su rey, un tal Orje, Jorge, “tenía” a cuatro reyes de la costa. ¿Con qué se refería a eso? Supongo que los había conquistado.
—Deberíamos hablar con él. Que nos enseñe la ruta para llegar donde sus hombres, que nos cuente qué ha ocurrido de verdad.
Darco se puso de pie y avanzó por toda la sala hasta detenerse donde estaba su hermana. Le agarró las manos y la miró a los ojos.
—A veces me pregunto cuándo te volviste tan sabia. —Dijo el rey.
3
Leonardo
Habían pasado ya dos semanas desde la terrible noticia y Leonardo no conocía otra cosa que no fueran las clases de lucha con espada a las que le había obligado asistir su padre. El rey, un hombre alto, de ojos negros, barba varonil y cabello largo y entrecano lo observaba siempre desde alguna parte del patíbulo, viendo cómo le daban una paliza.
“Sin compasión. Podrá ser mi hijo, pero debe aprender algo de fortaleza. El palacio lo ha hecho débil. Todavía está muy blando” Había dicho tres noches atrás, cuando uno de los soldados que lo entrenaban no había sido capaz de golpearlo con la espada sin filo de los entrenamientos. El hombre había hecho caso a su rey y le había dado un golpe tan fuerte al príncipe que este se había desmayado. Cuando Leonardo despertó estaba aún en el patíbulo, el cielo de arriba oscuro y las lámparas y antorchas del palacio prendidas. Habían pasado horas y nadie lo había recogido del suelo. Cuando enfrentó a su padre, en el comedor, este le había dicho que debía aprender a soportar cosas como esas. En la selva, en tierras de salvajes, podría irle peor. La reina no había hecho comentarios y se había concentrado en el plato de su cena.
—Ahora, tú.
El rey señaló a un soldado alto, de nariz aguileña, que había visto en silencio cómo el príncipe Leonardo se enfrentaba a su decimosexto adversario. Leonardo estaba exhausto, con la frente llena de sudor y las piernas temblando, a punto de flaquear. Jamás había entrenado tan duro como entonces. Sin embargo, levantó la espada con valor y señaló a su siguiente adversario.
El soldado de la nariz de águila se abalanzó en contra del príncipe, blandiendo la espada en arcos grandes. El príncipe captó sus movimientos y tres veces esquivó la punta de la espada. El soldado era rápido y mucho más experimentado que él. No podría esquivar los ataques por mucho tiempo. Decidió atacar y dirigió el arma al vientre del soldado. Encontró las costillas, por debajo del peto de cuero y la camisa blanca. Este quedó sin aire por el golpe y se alejó uno y luego dos pasos. Leonardo aprovechó la oportunidad y se lanzó contra este para asestarle un fuerte golpe en el rostro, con la empuñadura de la espada. El soldado cayó con un gruñido y el príncipe sonrió.
— ¡Al fin lo has conseguido! —Gritó el rey, con una sonrisa en los labios. Parecía orgulloso. El príncipe no recordaba la última vez que lo había visto así.
Leonardo hinchó el pecho de orgullo, pero al instante sintió que no estaba bien. No debería sentirse orgulloso luego de las cosas por las que lo había hecho pasar su padre durante las últimas semanas.
De repente, el soldado de nariz aguileña saltó con una destreza sorprendente y se puso en pie, espada en mano. El príncipe no estaba preparado y perdió su arma por un golpe en la mano con la que agarraba la espada, lo que le dejó los dedos rojos e hinchados. El soldado puso uno de sus pies atrás de los talones del príncipe y lo golpeó en el pecho con un codo. Leonardo cayó al suelo y el soldado le puso la espada en el cuello, con unos ojos llenos de victoria.
El rey se acercó y con furia empujó al soldado al suelo, ofreciéndole una mano al príncipe. Leonardo se puso de pie, tomándole la mano a su padre, y vio cómo negaba con la cabeza, decepcionado.
—Nunca bajes la guardia. Ahora, tú. —Dijo de nuevo, señalando a otro de los soldados que rodeaban el patíbulo.
— ¡Suficiente! —Exclamó el príncipe, secándose el sudor de la frente. —Si me quieres ver luchando tus guerras, mejor que las luche vivo.
— ¿Estás diciendo que te vas a morir? —Dijo el rey, con sorna. —A tu edad ya había matado a mi primer hombre. Éramos veinte contra casi cien y aguantamos hasta que el sol se ocultó por las montañas. Estaba más cansado que tú en ese entonces, y sin embargo seguí luchando hasta alzar la bandera de Rocalys y gritar que habíamos ganado. Nunca se está demasiado cansado en mitad de una batalla. ¿No es así, soldados?
—Sí, su majestad. —Dijeron los hombres alrededor del patíbulo.
Leonardo se puso de pie y le lanzó la espada a los pies de su padre.
—Jorge también pensaba así. Supongo que no le sirvió de mucho. Terminó ejecutado por un emperador salvaje.
Leonardo dio media vuelta y se fue del lugar. Los soldados del patíbulo bajaron la cabeza, incómodos, y el rey fue tras su hijo. Lo confrontó en el pasillo por el que se salía de la armería. El príncipe iba directo a las cocinas, donde podría beber un poco.
—No vuelvas a poner en duda mi autoridad de esa manera. ¡Estás hablando con un rey!
Leonardo tuvo miedo por un instante. Jorge I, su padre y rey, siempre ponía esa cara cuando la ira lo tomaba por completo. Se la había visto cuando golpeaba a su madre cada vez que esta le descubría una nueva amante, o cada vez que el príncipe había hecho una travesura y este había reaccionado de la peor forma, tomando unas cintas de cuero y desgarrándole las nalgas a golpes. Su disculpa era que su padre, Pelagio III, lo había criado de esa manera y era de esa manera, entonces, como se suponía debía criar a sus hijos, los próximos líderes de Rocalys.
— ¿Me has escuchado? —Le dijo el rey, con ojos iracundos.
El príncipe suspiró, calmándose un poco. Se dirigió a la cocina y allí encontró una botella de vino. La abrió con un cuchillo y le dio un gran sorbo. El rey lo siguió por la espalda.
—Es eso lo único que te interesa, ¿no es verdad?
Leonardo no respondió, pero le dio otro sorbo. Sabía que provocaría a su padre.
—Jorge era mucho mejor que tú. Nunca tuvo que morir, nunca.
—Pero murió, padre, y ahora soy todo lo que te queda.
El rey lo miró de abajo hacia arriba y suspiró.
—Es cierto, eres todo. Y no puedes fallarme. Nueva Leona necesita un líder, alguien fuerte que represente mi autoridad.
— ¿Por qué yo? Como lo has dicho, lo único que me interesa es esto. —Dijo Leonardo, enseñando la botella de vino. —Será mejor que le digas a alguno de tus capitanes. Seguro ellos podrán soportar mejor la tarea. Estoy seguro ellos jamás pondrán en duda tu autoridad como rey. —Dijo, y le echó otro sorbo a la botella.
— ¿Sabes? Alguna vez tuve esperanzas contigo. Eras un buen niño, Leonardo.
—Eso era porque era un niño, como tú lo dices. Han pasado muchas cosas desde entonces.
El rey agarró la botella de vino y la puso sobre un mesón de la cocina, con fuerza. Leonardo pensó que el cristal estallaría en pedazos.
— ¡¿Qué cosas?! Lo has tenido todo, Leonardo. Un palacio, un nombre y, lo mejor de todo, ninguna responsabilidad. No te ha faltado nada, lo tienes todo, y aun así te empeñas en hacerme la vida imposible.
—De eso se trata, ¿verdad, padre? De tu vida. Siempre se trata de ti. Jamás se ha tratado de mi madre o de mí. ¿Te has preguntado por nosotros alguna vez?
—Sé que tu madre es reina, que es la mujer con más poder en toda Rocalys y que está contenta con lo que sea que haga en palacio. Lo mismo es para ti. Eres hijo de un rey, qué más que eso, pero vienes aquí a hacerte el desdichado.
Leonardo sonrió. Estaba equivocado. Se equivocaba en tantas cosas que era incluso gracioso. Ni su madre ni él habían sido felices.
—Si no es por ella o por mí, entonces piensa en tu otro hijo, en ese que está muerto por culpa tuya. ¿Alguna vez pensaste en lo que él quería?
—Quería ser un buen rey. Le di unas tierras por conquistar, un puesto para valorar.
—Le diste una tumba, y estas haciendo lo mismo conmigo. Pero puedes estar tranquilo, padre. Soy el último de tus hijos que va a morir por tu causa. Al fin y al cabo no creo que mandes a Isabel después de que me maten al otro del mar.
El rey lanzó un puño al mesón y agarró del peto de cuero a Leonardo, acercándolo hacia sí. Una vena de las sienes se le brotaba y su respiración, de toro embravecido, llegó a asustar a Leonardo.
—Basta. Haz tu maldito deber y sirve para algo. Mañana mismo te irás. Estarás muy vigilado y no podrás hacer ninguna estupidez para dañar mis planes.
Lo soltó y Leonardo pudo respirar. Solo así se dio cuenta que estaba conteniendo la respiración.
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No había podido conciliar el sueño en toda la noche. Cuando el gallo de Clemente, el guardia de la puerta, cantó, el príncipe apenas había cerrado los ojos.
Se puso una almohada en la cara y gritó con furia. Qué peor cosa que no poder dormir.
—Mi señor, ¿ya se ha despertado? —dijo una de las sirvientas y Leonardo puso los ojos en blanco.
Por supuesto se había despertado. Nada sonaba más alto ni más agudo que el maldito gallo de Clemente.
Abrió la puerta y la sirvienta ingresó a su habitación, con una bandeja de plata llena de pan, tocino y, por supuesto, vino veraniego de Don Roberto de Arajuara.
—Dame también unos huevos cocidos. Y…mejor tráeme la botella. Una copa no va a ser suficiente para este maldito día.
—Por supuesto, su alteza. —Dijo la sirvienta, y se retiró de allí.
Leonardo se desperezó y, agarrando la copa de vino, avanzó por la sala de la casa. Todo estaba impecable, casi como si nunca se hubieran celebrado todo tipo de fiestas y de desvaríos en esos tres muebles debajo de esa gran lámpara.
Sonrió. Sería la última vez por mucho tiempo que estaría allí. Tal vez la última vez de su vida. Se preguntó si había valido la pena, pero no tardó en contestarse la pregunta. Por supuesto había valido la pena. Tenía diecinueve años, ¿qué otra cosa hacen los príncipes a los diecinueve años?
—Mi señor, el oyente Claudio Ojeveda desea verlo.
— ¿Ojeveda? —Preguntó el príncipe a la segunda sirvienta que se encontraba en el día.
—Sí, mi señor. ¿Lo hago pasar?
Leonardo se rascó los ojos y asintió con la cabeza. Se bebió la copa de un sorbo e hizo un sonido de satisfacción.
Cuando entró, Claudio Ojeveda estuvo a punto de estrellarse contra un muro de la casa. La sirvienta tuvo que ayudarlo, tomándolo de un brazo para que se acercara al príncipe.
—Aquí estoy, oyente. —Saludó Leonardo, observándolo con desgana.
—Su alteza real, Leonardo Arturo de la Santísima Trinidad Monterioja y Casabrava. Es todo un gusto estar en su presencia.
Leonardo suspiró. Odiaba cuando decían su nombre completo, lo cual ocurría muchas veces, sobre todo cuando la gente no lo conocía. Era culpa de su padre el haberle puesto tantos nombres. Siempre era culpa de su padre.
—Es un honor tener aquí al oyente de Dios. —Dijo el príncipe, aburrido. Era lo que se suponía debía decirle.
— ¿Tendrá una silla en la que pueda sentarme, su alteza?
El príncipe le indicó una silla a la sirvienta y esta llevó al oyente hasta allí, donde se postró, aliviado. Leonardo no se había dado cuenta de lo viejo que era. Tenía una calva brillante y dos ojos de pupilas grises que daba impresión observar por mucho tiempo. Los oyentes de Dios debían ser ciegos. Todos lo eran, al menos aquellos que seguían con rigurosidad El Gran Libro Sagrado.
—Empezará hoy un gran viaje, alteza. Es el viaje más importante en su papel como hijo del rey de Rocalys.
¿Para eso había venido, para decirle lo obvio? Leonardo se cruzó de brazos y ordenó con señas otra copa de vino. El religioso no podía verlo, así que no estaría mal. A ojos de Dios, mientras tanto, ya era costumbre. Dios lo había visto en todas y cada una de sus borracheras y excentricidades. Seguro que esta no haría diferencia alguna.
—Hoy dejará el palacio, las costumbres, el clima…—El anciano hizo una pausa y Leonardo alzó las cejas, confundido. —Hasta las mujeres, joven príncipe. ¡Hasta las mujeres cambiarán! —Continuó, luego de tomar un poco de aire.
El príncipe sonrió. Al parecer el vejestorio estaba de acuerdo en algo con él.
—Pero siempre debe recordar que el Dios de los Mil Ojos observa. Oh, sí observa. Está atento a todo lo que ocurre en el mundo. También lo observa a usted, su alteza, y sabe a lo que se va a enfrentar pronto.
— ¿Lo sabe? —Preguntó el príncipe, mientras recibía la segunda copa y se la acababa de un sorbo. Había sonado burlón.
— ¿Acaso duda de la omnipotencia de Dios, su majestad?
—No, claro que no. Usted siga en lo que estaba. —Dijo Leonardo, volteando los ojos.
—Ah, joven príncipe, claro que lo haré, solo si usted deja de ignorar a Dios. Puedo sentir el aroma del vino hasta aquí. Nunca subestime la vista de un hombre ciego. Podemos ver de otras formas, mi señor.
Leonardo se sorprendió y dejó la copa en la bandeja que una sirvienta le ofrecía.
—Discúlpeme. No era mi intención…
—Claro que lo era, su alteza. Pero lo entiendo. Los hombres que no son de fe suelen caer en desgracias como esa. Le aseguro que el vino no le dará ninguna respuesta, si es que está buscando una.
—Lo que me da el vino es consuelo, oyente, no respuestas. —Dijo el príncipe, tensando la mandíbula.
—Lo mismo que puede ofrecerle el Dios de los Mil Ojos.
—No quiero sonar grosero, ¿pero cuál es su intención de venir aquí? No veo otra más allá de darme sermones que, a fin de cuentas, los dos sabemos bien pasaré por alto. Déjeme a mí los problemas del vino y le dejaré a usted los de la fe.
El oyente soltó una carcajada.
—Sí, su padre me dijo lo insolente que puede usted sonar a veces.
—Entonces es eso, vino de parte de mi padre. —Dijo Leonardo, negando con la cabeza.
—Así es, su majestad. Seré el ojo de Dios durante su travesía. No estará solo cuando se enfrente a los desalmados que viven al otro lado del mar.
Increíble. Le habían mandado a un viejo ciego para un viaje donde se enfrentaría a nativos que arrancaban corazones con cuchillos de obsidiana.
—Bien, bien. Y supongo no ha venido solo. No me diga que ha traído más monjes por aquí.
—Claro que lo he hecho, mi señor. El hermano Juan y la hermana Jimena también me han acompañado.
— ¡Pero vamos! ¿Y es que mi padre me quiere volver loco? —Dijo Leonardo, alzando los brazos. —A qué viene tanto religioso.
El anciano no respondió, pero se puso de pie y se acercó al príncipe. Sacó un collar de su hábito blanco y se lo enseñó. El colgandejo se mecía de un lado a otro. Era un ojo dorado, el símbolo de Dios.
—Iremos para hacer esto, mi señor.
— ¿Para zarandearle colgandejos a los ojos? Claro, claro. Estoy seguro que será muy efectivo para matarlos cuando nos ataquen.
—Matar no, mi señor. Eso se lo dejo a los soldados. Los vamos a convertir, a darles almas a cuerpos que no las tienen. Los salvajes merecen ser protegidos por Dios al igual que nosotros.
El príncipe tomó el ojo de oro de las manos del oyente y lo observó por un instante.
—Espero se sienta bien haciendo esto, oyente. Dar almas a salvajes suena casi poético, como muy altruista la cosa.
Claudio Ojeveda tomó el artefacto de vuelta y lo ocultó en sus hábitos una vez más.
—Me siento glorioso, mi príncipe. Qué mejor cosa que transformar salvajes a nuevos guerreros de Dios. Honrar al Señor del Cielo es todo lo que hago.
Leonardo sonrió y caminó por la sala, rodeando al oyente. Sus pies descalzos hacían sonar la madera de debajo de estos.
—Los salvajes honran a su diosa de la muerte sacrificando hombres y mujeres de sus pueblos conquistados, ¿lo sabía? Supongo que todos tenemos nuestras maneras. —Dijo, postrándose, finalmente, frente al oyente.
—Nuestras maneras no. Solo hay un Dios por adorar, y ese es el nuestro. Espero lo tenga muy presente. Si me disculpa, su majestad. —Dijo el anciano, quien se dio la vuelta y se dirigió a la puerta de la casa. La sirvienta volvió a ayudarlo a salir.
Leonardo lo observó hasta que estuvo fuera de su vista. En lo profundo de su ser esperaba que el anciano tuviera razón. Una cosa era guerrear contra salvajes, pero otra muy diferente era hacerlo contra una diosa desconocida.
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