Solo habían pasado tres horas desde su último encuentro con él, pero a ella le parecía que habían pasado meses.
Tendida en la arena desnuda en una playa, con los ojos cerrados, recordaba con una sonrisa entre melancólica y alegre la escena de esa misma mañana. Tenía una imagen grabada que pasaba por su cabeza una y otra vez.
Él, tumbado boca abajo en la cama, entre las sábanas. Sólo una brizna de luz que se filtraba por la persiana dejaba entrever su silueta. A ella no le hacía falta la luz para verle, porque estaba su olor, que flotaba persistente por toda la habitación y que, no sabía por qué motivo, la aturdía tanto. Era un olor que le recordaba a una mezcla de coco y bebé lactante, era tierno pero a la vez excitante. Estaba también su piel suave, muy suave. Ella, sentada a su lado, semidesnuda, cerró los ojos; no necesitaba mirarle para sentirlo. Le acariciaba su rojizo pelo y la espalda mientras él le decía -no te vayas, estoy tan bien ahora aquí contigo-. A ella se le encogió el corazón. Sabía que para él, ese sentimiento, tenía una fecha de caducidad muy breve. Con un poco de suerte perecería en unas horas. Ella le susurró al oído -tengo que irme, es el único día libre que tengo para tomar el sol. Vente conmigo-. Pero lo que realmente quería decirle era: «lo único que pretendo al apartarme ahora de tu lado es acercarte más a mí. Te conozco, sé que los encuentros fugaces te hacen apreciar más las cosas y que si me quedo contigo ahora, desaparecerá esa sensación de necesidad que en este momento experimentas y que me hace sentir tan bien. Prefiero quedarme con este recuerdo».
Desde que se conocieron tres meses atrás, los encuentros entre Cobre y Helena se habían ido espaciando poco a poco. Él era el bajista de un grupo, para muchos, uno de los mejores de Barcelona.
Pasaba la mayor parte del tiempo en Cadaqués donde en los meses de verano, tenía la mayoría de bolos. Ella había estudiado fotografía pero no ejercía. En el último mes, lo único que había encontrado, era un puesto de cajera en un supermercado -el trabajo no te define-solía repetirse-aunque sin mucha convicción.
Ahora, tumbada en la arena bajo el sol y con la perspectiva del tiempo se decía a sí misma que ojalá hubiera actuado de otra manera en sus primeros encuentros con él, pero ya era demasiado tarde.
Ella siempre había vivido en el dolor; al contrario de él que lo apartaba de su lado con todas sus fuerzas.
Ella era pesimista por naturaleza, la tristeza la invadía con frecuencia sin motivo aparente y todo el cariño que recibía por parte de los demás nunca la llenaba lo suficiente; siempre se comparaba con un saquito de tela con un pequeño agujerito en una de las puntas: todo el cariño que recibía, por mucho que fuera, se vertía por ese agujerito y el saquito nunca llegaba a estar lleno.
Él, tras una infancia dura y sin haber sentido el amor de sus padres, se había hecho a sí mismo y había aprendido a vivir sin la necesidad de dar ni recibir cariño. Se había convertido en un optimista por obligación.
Desde sus primeros encuentros, Helena sabía que aquella relación estaba abocada al fracaso y en muchas ocasiones pensó en dejarlo con él, pero sus ganas de ver a Cobre– ella sabía que aquello no podía ser amor, sino más bien adicción- podían más que el sufrimiento que habitaba en ella después de sus encuentros con él: Cobre no entendía a Helena. No entendía ni su debilidad ni sus repentinos cambios de humor. No sabía cómo ayudarla cuando la invadía la tristeza. Se quedaba inmovilizado, sin saber cómo actuar y a Helena eso la hacía llorar, hacía que se volviese más vulnerable. Lo único que Helena conseguía con esa actitud era apartarlo más de ella. Por eso sus encuentros se fueron espaciando y la relación volviéndose cada vez más fría. Él, en sus primeros encuentros le preguntaba- ¿cómo puedo ayudarte?- Y ella le contestaba -solo tienes que abrazarme. Pero él se quedaba paralizado y no hacía nada. Así que pasadas unas semanas de conocerse, Cobre dejó de preguntarle nada. Decidió dejar de dar a Helena el poco cariño que hasta entonces le había dado y así, según él, la relación caería por su propio peso. Por fin estaban de acuerdo en algo, pero por algún motivo, continuaban viéndose.
La imagen de Cobre y ella en la cama, volvió a su cabeza como una diapositiva. Esta vez su memoria retrocedió un poco más y recordó con que intensidad le había abrazado la noche anterior, cuando se reencontró con él después de una semana sin verse. Nada más abrirle la puerta, Helena se lanzó a sus brazos. Le besó y acarició su pelo que tanto le gustaba y aunque luchaba contra ello, mientras le miraba fijamente a sus ojos verde pardo, no pudo evitar que las palabras “te quiero tanto» le vinieran a la mente, pero sabía que no se las podía decir. Así que entró en su casa y de ahí se fueron a la habitación. El olor de él estaba por todas partes. Con los ojos cerrados, inhaló para impregnarse de él.
Después de unas horas de intensa actividad sexual, Helena abrazó a Cobre rebosante de una extraña euforia y él la cogió de la mano. Helena fue feliz por unos minutos. Pero Cobre pronto se despegó de ella.
Las muestras de cariño se habían acabado por aquella noche. Él pronto se quedó dormido y ella se quedó pensando que ojalá al día siguiente la despertara con un beso. Después de poco rato, Helena se durmió.
Por la mañana bien temprano el ruido de los vecinos despertó a Cobre, que en la oscuridad buscaba sus tapones para los oídos, pero no los encontró. Helena también se despertó y esperó a ver si él se levantaba directamente o se acercaba a ella. Entonces fue cuando la besó en la espalda y se tumbó boca abajo y le pidió que no se marchara y ella se llenó de regocijo. Luego la invadió la tristeza porque sabía que antes o después sus encuentros con Cobre se acabarían para siempre.
Ahora Helena tumbada en la arena bajo el sol, ya no sonreía. De repente, sobresaltada, abrió los ojos y se incorporó. Pues el viento le trajo el peculiar aroma entre coco y bebé lactante de Cobre. Le pareció como si alguien le gastara una broma cruel. Llegó a oír al viento que le susurraba al oído -“Nota su ausencia…”
Helena frunció el ceño entristecida y volvió a tumbarse con resignación. Volvió a cerrar los ojos y recordó las palabras que continuamente se repetían en ese libro que tanto les había gustado a los dos: La Insoportable Levedad Del Ser. Es muss sein…- pensó para sus adentros – y es que tiene que ser…-se dijo en voz alta.
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