Se conocieron en un recóndito callejón adoquinado de la que era por aquel entonces la zona de la ciudad que los jóvenes frecuentaban cuando buscaban diversión a altas horas de la noche. Hacía demasiado tiempo que ella se sentía sola, y él hacía demasiado tiempo que se sentía vacío. Una mirada sincronizada unió sus ojos enrojecidos por el humo de la discoteca de la que acababan de salir después de que el personal hubiese echado, como si fuesen agua sucia, a los clientes que llenaron su caja esa noche.
A lo lejos se escuchaban jóvenes hablando a gritos y haciendo todo lo que el alcohol –y otras sustancias nocivas para la salud y poco toleradas socialmente– les alentaba a hacer. La lluvia que había caído de manera sorpresiva una hora antes, además de haber dejado mojado todo cuanto se encontrase a la intemperie, hizo que se formasen algunos charcos por las calles de la ciudad.
–¿Quieres uno? –preguntó él mientras sacaba un cigarrillo de su cajetilla de tabaco para llevarlo a sus labios de un modo que, en su estado de embriaguez, creía sexy.
–Gracias. –Sin haber dicho nada más, ella se acercó y extendió el brazo para alcanzar el cigarrillo que su pretendiente había sacado para la chica al ver que se movía hacia él.
Con el tabaco en sus mal pintados labios, ella inclinó ligeramente la cabeza hacia arriba para que aquella especie de donjuán en sus horas más bajas, lo encendiese con su mechero mientras ella colocaba las manos a los lados, evitando que el poco viento que corría pudiese entorpecer aquella acción.
–¿Cómo te llamas?
–Águeda, ¿y tú?
–Edu, encantado.
Ese fue el inicio de una larga noche que se sucedió con otra, y ésta con otra, y así hasta crear una dependencia emocional tan grande, tóxica y destructiva, como la que les mantenía atados a las drogas. Al principio se creían invencibles, la pareja de moda, los más «guays», pero pronto comenzaron a verse inmersos en una vorágine de violencia –verbal y física– por parte de ambos. Se necesitaban para no sentirse solos, pero lo que en realidad necesitaban era no verse nunca más para no continuar alimentando ese monstruo que juntos nutrían y que había hecho que quedasen totalmente aislados del resto de la sociedad. Sus amistades fueron las primeras en desalojar el barco metafórico que les unía a ellos, como las ratas, según cuentan, son adelantadas exploradoras cuando de abandonar uno que se hunde se trata. Después, sus familias comenzaron a darles de lado hasta que perdieron todo contacto con ellos ¿Comprensible? Bueno, para la pareja no, pero era lo que había ocurrido cuando se vieron malviviendo en las calles por las que años atrás solían divertirse y mirar con desprecio a quienes estaban en la misma situación que ellos se encontraban ahora.
A modo de prostitución «low cost» Águeda se dejaba manosear –cuando menos– a cambio de un poco de droga que compartía con Edu, quien se había convertido en su «representante», palabra que usaba para que sonase todo un poco más artístico, en lugar de usar la palabra correspondiente: proxeneta; o un término más extendido entre la sociedad: chulo putas.
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