Unum.
“Flectere si nequeo superos, acheronta movebo” —Virgil.
Palabras. Eso era lo que no salía de mi boca, de mi alma. Palabras era lo cual no podía ajustar a mi gusto para expresar mis más profundos pesares.
Mis extremidades las sentía rígidas y pesadas, inamovibles, como si alguna fuerza las sujetara a la dura superficie contra la que estaba puesta. La boca la sentía seca, como si me hubieran dado a comer un puñado de sal y paja mezcladas. Mi lengua estaba áspera y al rozar suavemente mi paladar, me pareció sentir la lengua de un felino y, sin embargo, yo sabía que era la mía. Abrí los ojos solo para descubrir el cielo nocturno alzándose frente a mí, con cientos de estrellas brillando como luceros e iluminando mi oscuro despertar. Oh, cuan glorioso era el panorama frente a mí, tanto, que me había hecho olvidar momentáneamente mi crítico y poco usual estado físico. Sin embargo, enfoqué un poco la vista y mi corazón casi llora, porque solo era a través de un muy fino y peculiar cristal por el cual las estaba observando. Nada era cierto, no estaba tan cerca de ellas como creía. Y de repente, volví a sentir mi cuerpo liviano, volviendo a ser mío. Poco a poco sucedió. Y cuando el proceso hubo finalizado, moví mis muñecas y me senté en la dura superficie. La sorpresa no tardó en llegar cuando descubrí que estaba puesta sobre una cama que parecía cara, con sabanas de seda y edredones mullidos, almohadones que parecían el cielo hecho de hilo de oro y algodón de la India.
Sin embargo, me sentía ligera, demasiado ligera, casi como si flotara y lo hubiera creído sino hubiera sido porque mi cuerpo tocaba a la cama. De un salto, me incorporé y estuve a punto de caer, como si hubiera perdido mi centro de gravedad. Pero me erguí correctamente y caminé a lo que parecía una puerta, me volví a sorprender cuando noté que era un espejo. Chillé de asombro cuando me contemplé. Esa de ahí no parecía yo, pero lo era. Mi cabello, el cual recordaba era de un apagado rojo, ahora estaba en delicadas ondas de color carmesí cayendo por mis hombros, los cuales parecían los de una muñeca de porcelana, como las que coleccionaba yo de pequeña. Los ojos de la chica del espejo eran de color azul, los míos eran burdamente de un color marrón avellana, y la piel era sumamente blanquecina, de porcelana. Todo yo parecía una delicada muñeca. Mis labios era lo único que permanecía igual, además de mi estatura. Lo demás, no era mío. Algo en mi me lo decía. Ignoré eso, era estúpido que nada de esto fuera mío, a pesar de que yo no me recordará así.
Alejándome del espejo, me posé junto a lo que sí era una puerta. Toqué la manija y vacilé sobre si girarla o no. Pero la curiosidad pudo más y giré el frío objeto dorado. Un enorme alivio me recorrió al encontrarme solo con un largo pasillo, de paredes rojas y suelo de cerámica con complejos diseños geométricos. Una lámpara sobre una delicada mesilla era lo único que alumbraba el corredor. Fruncí el ceño y salí sin dudar.
La frialdad del suelo me hacía temblar. Me rodeé a mí misma con mis brazos desnudos, lo cual no había notado hasta ahora, debido a lo encismada que había estado mientras me analizaba a mí misma en el espejo que parecía hecho de plata líquida. Deseé haber cogido el edredón que cubría la cama, tan cálido que parecía. Y tan caro. Seguí avanzando por el pasillo que parecía interminable, el cual se hacía más lúgubre y oscuro entre más avanzaba en su interior, y entonces oí ruido. Luz apareció de la nada.
Oí el crepitar del fuego de una chimenea e instintivamente me eché a correr, deseosa de sentir el calor ofrecido. Hice oídos sordos a las alarmas que resonaban en mi mente, advirtiéndome de no aventurarme en lugares desconocidos. El frío podía conmigo, la necesidad de tener el más mínimo calor era demasiado. Ansiedad, gritaba mi mente. Shock, lo llamaban los médicos. No sabía dónde estaba y ni siquiera estaba preocupada por eso. Mis emociones estaban bloqueadas. Pero mis pesares y necesidades no. Giré finalmente y miré a la chimenea, ignorando la silueta sentada plácidamente en un sofá de terciopelo. Corrí en dirección al fuego como si esté fuera un amor que perdí debido al abrazo de la muerte. Acerqué mi diminuta y pálida mano al fuego, casi tocándolo, ansiando su reconfortante calidez y, sin embargo, no sentí nada. Me paralicé, porque mi mente gritaba que no era normal, y casi metí la mano dentro de la llama. Pero dos manos me cogieron de la cintura y me alzaron, alejándome del fuego. Alguien me sentó en una superficie mullida, y me susurró al oído:
—Al fin despiertas, Vitaem—casi miró a quien quiera que fuese el dueño o dueña de la voz, pero preferir mirar mi mano y averiguar que estaba mal en ella.
Pero mi mano no tenía nada de malo. Escaneé un poco más arriba, en mi muñeca, y miré fijamente ese lugar de mi brazo, distinguí un pálida y casi invisible cicatriz, como si alguien hubiera cocido con aguja e hilo alrededor de esa zona y casi grité al notar que la cicatriz rodeaba toda la muñeca. Miré en mi otro brazo, –el derecho-, y noté que también tenía una ahí. Por curiosidad y precaución, –pero más del primero que del segundo-, revise mis brazos, hombros, rodillas y talones. También había de esas ahí. Realmente parecía una muñeca. Mi mente me gritaba que eso no era normal, pero yo preferí tomarlo como si fueran marcas de nacimiento.
—Vitaem, mírame—obedecí la orden sin dudar y miré al ser frente a mí. Era un hombre. Tenía el cabello tan negro como la noche, y tenía reflejos azulados con la luz del candelabro araña que colgaba del techo, sus ojos eran tan oscuros que la pupila y el iris se confundía. Y su piel era pálida, ni blanca ni marfil, sino que pálida como la de un muerto.
—Vitaem—repetí. ¿Ese era mi nombre? No lo sé. No lo recordaba. Al ponerme a analizar, noté que no recordaba quién era. O que era. Mi voz, mi voz, la oía delicada y muy suave. Como la de una niña… ¿qué era una niña?
—Sí, tú eres Vitaem. Yo soy tu… amigo. Corvus—se presentó mirándome con esos ojos aterradores que tenía. Los cuales me recordaban al túnel donde…
— ¿Corvus? Es muy extraño—comenté extrañada, no sabía que existiera ese nombre. — ¿Tiene algún significado en especial? —pregunté curiosa, y me arrepentí al instante al ver la expresión en su rostro.
Con un resoplido de frustración me respondió, —Sí, es cuervo. En latín.
Estaba extrañada y curiosa por todo, no sabía dónde estaba, quién era. Ni nada. Mi mente estaba confusa, me sentía como un bebé recién sacado del vientre de su madre. Sin querer ser molesta, pregunté por última vez y más concretamente:
— ¿Por qué me siento así, tan curiosa? —pregunté con voz aguda y la mirada baja.
—Porque todo esto es nuevo para ti. Sorpresivo. Y cuantas sorpresas son las que te llevarás en un futuro cercano—me respondió con una sonrisa escalofriante.
— ¿Sorpresas? —está vez, la pregunta salió por sí sola, casi por inercia.
Su sonrisa se agrandó, terroríficamente, parecía como si anhelara que yo me fuera a horrorizar con las “sorpresas”, —Muchas cosas te sorprenderán, Vitaem. Unas de maneras gratas, otras no tanto. Lo que sí, es que tienes un largo camino por descubrir y recorrer.
Se levantó de su posición de cuclillas y enderezó su cuerpo. Me sentí diminuta comparada con él, no sé si se debía a que estaba sentada, o a que de verdad era diminuta o que él era demasiado alto. Gruñí cuando mi curiosidad me asaltó otra vez. Está vez, sin embargo, la reprimí. Pero supuse que Corvus debió ver mi expresión, porque sonrió otra vez, pero está vez más… agraciadamente y comentó:
—Mido 1’98, Vitaem. Por si te lo preguntas—se burló, lo que produjo una extraña sensación de ardor en mi estómago. Supe por instinto que eso era ira.
—No me lo preguntaba—mentí descaradamente, me enteré de inmediato que era pésima en eso. Porque Corvus volvió a sonreír burlonamente.
No dije nada más mientras me levantaba bruscamente de la superficie mullida, solo por el hecho de que no quería sentirme diminuta comparada con él. Mi intentó de no sentirme insignificante falló estrepitosamente, seguía siendo una enana junto a un gigante. Intenté ser como David, que venció a Goliat aun siendo mucho más pequeño que él. Oh, cuantas veces fallaría en intentar ser mejor y más lista que Corvus. Pero en ese entonces no lo sabía, porque era apenas el comienzo de mi aventura. Una donde los enemigos estarían desdibujados, y los aliados serían inesperados.
— ¿Estás lista para comenzar, Vitaem? —él me ofreció su mano.
Dudé, —Lo estoy siempre, Corvus.
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