LA CAMARERA

En la penumbra de aquella sencilla habitación del Quartier Latin, los trebejos brillaban al contraluz del atardecer. Solitarios y resignados como viejos muñecos olvidados, ellos esperaban inermes, plantados sobre un viejo tablero de cartón que podía plegarse al medio, como gustaban los clásicos. Sus escaques eran de un rancio color marfil y de un negro mate seco y apagado, algo desvaídos debido al roce acumulado a través del tiempo. Sobre aquel escenario en miniatura, un tumulto de figuras medievales se enfrentaban arrogantes, mientras el sol sesgado del ocaso iluminaba sus contornos, al punto que parecían arder. Visto desde el exterior, ese cuadro tan arcaico y misterioso habría atraído, sin duda, la mirada indiscreta de todo aquel que por curiosidad o impertinencia hubiera osado asomarse para husmear que ocurría, quien dormía, que cosa había (¿Un gato, quizás?) del otro lado de aquella antigua ventana de barrio, debajo de la cual, sobre una mesita de madera labrada, se encontraba el solitario juego de ajedrez, solo acompañado, del lado derecho de las blancas, por una ajada libreta de tapas marmoladas y una fina pluma de cristal de Murano, color azabache.

Era un atardecer apacible del incipiente otoño parisino, y como todos los fines de semana, el café ubicado en las inmediaciones de l’Opéra se encontraba repleto, cosa curiosa, porque la acústica del lugar era horrible. Es cierto, el chirrido de la máquina de café y el ruido agudo de los cubiertos lastimaban los oídos, pero eso a nadie parecía importarle, todo el mundo se había acostumbrado a gritar, a fingir que entendía, o simplemente, a ignorar a los demás, algo que, por otra parte, poco cambiaba del mundo exterior. El desaforado grupo que se había ubicado en el centro del local parecía venir de alguna celebración, eso ya lo había percibido la camarera. En un golpe de vista, mientras aguardaba a que estuvieran acomodados, lo había comprendido todo. Ella había descubierto, aún a la distancia, quien era el personaje dominante, quien presumía, quienes se odiaban, y que pareja cruzada, a la vista invisible, eran amantes. Cuando supo que había llegado el momento oportuno, Impasible, abstraída por completo de aquel caos, la camarera se aproximó hasta un extremo de aquel grupo y comenzó a tomar los pedidos, sin anotar. Incluso las órdenes más caprichosas, absurdas pretensiones de superioridad, no lograban arrebatarle la serenidad, dado que en su intimidad conservaba para ellas una respuesta devastadora, era su jugada secreta, aunque no necesitara ejercitarla. Al cabo, solo cuando se sintió segura de que esa especie de inquisición anárquica hubo cesado, ella se retiró. El esquema íntegro de aquel grupo, sus miserias y torpezas, sus irrisorias ilusiones, y la inocencia tristemente evanescida, se habían grabado en su mente, claros como el agua.

Estimada Señora, me han horrorizado las consecuencias del último atentado, es difícil asimilar tanta alienación. Cuando la lucha por uno mismo se corrompe, el juego se vuelve mortal e imprevisible, pero si la vida no tiene valor, ¿Qué sentido tiene aniquilar la nada? Agradezco su misiva, siento que nuestra correspondencia es un sosiego a la distancia, una reflexión necesaria ante tanta crueldad. Por cierto, me ha sorprendido usted otra vez. He debido pensar largamente la respuesta a su variante, la cual me demandará gran esfuerzo contener sin sacrificios. Dígame usted que le parece la siguiente.” La camarera volvió a su casa pasada la medianoche. Había poca luz en la calle y por ello, al abrir la puerta, no percibió la carta hasta que la pisó. Entonces, dejó su bolso y abrigo en la silla más cercana y se agachó a recogerla. El barro de su bota había ensuciado el sobre, y solo a duras penas pudo reconocer al remitente, quien despachaba la carta en Estocolmo y firmaba J.R.C. La camarera encendió la luz, abrió el sobre, y leyó la misiva con ansias. “…Como bien señalaba nuestro célebre gran maestro, el ajedrez sirve, como pocas cosas en este mundo, para distraer y olvidar momentáneamente las preocupaciones de la vida diaria – decían las últimas palabras escritas al pie del papel.”

Aquella buena mujer había tenido una vida azarosa. Su padre había sido un modesto taxista emigrado de Argel, y su madre provenía de una antigua familia de industriales alsacianos destruida por la guerra, circunstancia que había llevado a su desplome social. La niña, descendiente de aquella estirpe venida a menos y producto de un matrimonio desparejo, había sido inscripta en una humilde escuela de su barrio, donde, quizás por su piel mestiza y su modo tosco de hablar, terminó sufriendo las consecuencias de una triste discriminación. Su infancia fue una sombra que minó su autoestima, y como los escasos ingresos familiares no eran suficientes para asegurar el sustento del grupo, aún adolescente se vio forzada a dejar sus estudios para comenzar a trabajar. Su padre le consiguió un puesto como dependienta en el almacén de un argelino conocido suyo, pero el hombre no tardó en acosarla. A fin de no provocar un drama familiar, se tragó todo y renunció. Un silencio culposo hacia sus padres quedó clavado en su pecho como una daga ardiente. Entonces, decidió emprender las cosas solo por su cuenta, y consiguió un puesto a prueba como moza en un pequeño bar de intelectuales de la Place de la Concorde. Allí fue donde quedó inmediatamente fascinada pon el mundo de los tableros, y se sorprendió al darse cuenta con qué facilidad llegaba a comprender el juego hasta dominarlo por completo. Estaba comenzando a tener otra percepción de sí misma. Cambió de aires, creció, se independizó, y en sus ratos libres, sola en su pequeño apartamento, continuó progresando en su pasión. Leía, pensaba, practicaba, memorizaba, y cuando tenía oportunidad, se quedaba observando por ahí alguna buena partida en disputa, prediciéndola, y sonriendo para sus adentros cuando llegaba a ganarla en su mente, unos cuantos movimientos antes de que el desenlace fuera evidente para el resto. Cuando tenía veinticinco años, se casó enamorada con un militar veterano de Irak, pero infelizmente, el matrimonio no tardó en sucumbir a un violento fracaso. Todo volvía a derrumbarse otra vez. Fue entonces cuando ideó el plan, abriría su juego en secreto a la creación.

Estimado J.R.C., lamento que no me sea posible conocer su verdadera identidad, pero permítame en cambio reverenciar su nombre de fantasía, ya que ha elegido usted presentarse con tan honorables iniciales. Espero también que Suecia, país donde usted ha fijado su dirección imaginaria (y no creo que sea casualidad), nos sirva de inspiración. Será un placer para mí desarrollar esta suerte de anónima comunión por correspondencia a la que he podido acceder gracias al proyecto impulsado por la Fédération (*). La promesa del juego puro, asumido sin prejuicios, es algo que me entusiasma. Estimado J.R.C., dado que le toca conducir las blancas, elija usted la apertura que más desee. Solo una cosa más: como bien decía el Dr. Lasker, si quieres divertirte, haz una apertura abierta, pero si quieres ganar, hazla cerrada. Afectuosamente, Judit.

Habían pasado ya seis meses desde aquella presentación por escrito, y luego de los primeros movimientos de aproximación, la partida se había vuelto interesante. Ese domingo, la camarera se sentía plena con la misiva recibida, porque al contrario de lo que hubiera sido esperable, ese tipo de respuestas obraban en ella un efecto inverso a la ansiedad, una especie de seguridad omnipotente y a la vez mesurada que lograba relajarla física y mentalmente, de modo que esa mañana, luego de desayunar, salió a dar un breve paseo hasta los Jardines de Luxemburgo, porque había descubierto que esas caminatas excitaban de manera explosiva su percepción. Mientras recorría el parque, por ejemplo, era capaz de apreciar en sus mínimos detalles la textura microscópica de la hoja de un árbol, determinar además la razón por la cual una gota de rocío se mantenía sobre esa hoja en una posición a simple vista imposible, y reconocer en sus oídos la quinta armónica del trino de un gorrión, que lanzaba esa gota al suelo a causa de su vibración. Su concentración sublimada, incluso, podía hacer levitar esa gota y mantenerla girando en el aire para absorber al máximo el hechizo iridiscente de cada rayo de luz que se descomponía al atravesarla.

Al volver a su casa antes del mediodía, la camarera se dirigió hasta la mesita donde estaba el juego de ajedrez, contempló unos instantes el conjunto que tenía frente a sí, tomó una de las piezas blancas y la mudó de casillero. Luego alzó la pluma, abrió la libreta y anotó la jugada del contrincante, junto con la fecha, la hora y un comentario garabateado al margen. Seguidamente, repitió la ceremonia con una de las piezas negras. En este caso, el comentario fue más extenso. Al finalizar cerró la libreta con delicadeza, y con la misma fina pluma de colección comenzó a redactar sobre una hoja de papel. Cuando terminó la misiva, aún le quedó tiempo para tomar algo ligero y dirigirse a su trabajo, del cual no regresaría hasta bien pasado el anochecer. “Estimado JRC. Toda libertad explota hacia el azar, y todo pensamiento, más que un ejercicio de utilidad, debe ser un acto de belleza… Espero, con mi último movimiento, continuar honrando la calidad de su juego” seguía entonces su jugada, escrita en notación algebraica -. Con afecto, Judit.

Nunca se llegó a saber cómo terminó aquella partida, algo importante solo para ella, un ejemplo de inmensa integridad. Cuando se jubiló, se dedicó a enseñar el ajedrez en los barrios más humildes de París. Con paciencia, pasaba largas horas charlando con aquellos jóvenes en riesgo, hijos de inmigrantes. Madame le professeur, como era llamada en los banlieues, murió ya anciana, el veinticuatro de marzo de 2046, y está enterrada en el cementerio de Montparnasse. En su tumba siempre lucen tres rosas rojas, y en su lápida rezan las siguientes palabras de Alexander Alekhine: “el objetivo del juego no es la victoria, sino el arte”. Como fue su vida.

(*) Fédération Française des Échecs. Se refiere al tradicional concurso por el cual un jugador de ajedrez amateur de origen francés es seleccionado por la Fédération para enfrentar a ciegas y por correspondencia a un gran maestro internacional designado en secreto a tal fin.

Epílogo

La húngara Judit Polgar, Gran Maestra Internacional y mayor ajedrecista de la historia, se retiró de los torneos en el año 2014. Debió competir siempre a la par de los hombres y llegó a ganarle a Gary Kasparov. José Raúl Capablanca, cubano, y Alexander Alekhine, ruso naturalizado francés, ambos campeones mundiales, disputaron el título en Buenos aires en 1927, con la victoria de este último por 6 a 3. Alekhine falleció el veinticuatro de marzo de 1946, y yace enterrado en Montaparnasse. El Dr Emanuel Lasker, ajedrecista, matemático y filósofo alemán, fue campeón mundial de 1894 a 1921, año en que cedió el título a Capablanca en un famoso match desarrollado en La Habana. La inmortal por correspondencia, mejor partida de ajedrez postal de la historia, se llevó a cabo en Suecia en 1964 entre Sundin y Andersson, con la victoria del primero. Las tres rosas rojas no tienen ningún significado especial, aunque pensándolo bien, tal vez quieran referirse a la tercera intifada europea de 2037 y las explosiones en La Sorbonne, en las cuales murieran inmolados tres de los alumnos de Judit. Por último, el juego de ajedrez era el de mi padre.

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