- …Quince, dieciséis… ¡diecisiete! – Exclamó Carmela, realmente sorprendida. – ¡Diecisiete pimpollos! ¿quién lo hubiera imaginado, eh? Pensar que te traje toda caída de la casa de Laurita. Ahora estás hecha una pinturita. Diecisiete pimpollitos, nada más ni nada menos. ¡Parece que la primavera llegó temprano!
Desde la muerte de César, su marido, Carmela había encontrado en sus plantas la compañía que la vida le había arrebatado. Acostumbrada a compartir los mates con él, las mañanas se hicieron insostenibles durante los primeros meses. Echaba de menos sus bromas, su risa, su compañía y hasta el silencio que hacía mientras leía las noticias. Cuando decidió que el duelo había sido suficiente y cuando comprendió que no quería pasar sus últimos años lamentando su pérdida, comenzó a compartir los mates con sus plantas. Siempre había cuidado de ellas, pero nunca con la dedicación con la que lo hacía ahora. Cada mañana alrededor de las cinco (hacía tiempo que no lograba dormir las siete horas diarias) se levantaba, preparaba los religiosos mates y se sentaba en el balcón. Desde su silla regaba aquellas plantas que necesitaran agua, arrancaba ramitas secas, colocaba tutores y echaba cuanto fertilizante considerara necesario. Mientras tanto, charlaba con ellas: les contaba anécdotas, repasaba la lista del supermercado y hasta les leía el diario.
En el último tiempo, se había obsesionada con un Jazmín del País que se había llevado de la casa de su hija. Estaba casi completamente seco cuando Carmela lo colocó en el estante que Juan, su vecino, había atornillado en una de las paredes del balcón, de modo que hubiera dónde poner más plantas. La anciana intentó de todo para revivirlo y cuando parecía que no tenía salvación, se le ocurrió una idea. Cambió lugares con la lavanda que descansaba debajo de la reja. De cualquier modo, la pobre parecía necesitar un respiro del sol que, en ese lugar del balcón, no le daba tregua. A la semana, el Jazmín del País parecía haber recobrado su vitalidad. Las viejas hojitas se habían secado y caído, y en su lugar habían salido nuevos brotes que habían dado lugar a pequeñas hojas de un verde oscuro que recalcaban su fortaleza. Las ramas habían comenzado a enredarse por la baranda y nuevos tallos comenzaron a salir de las ramas más viejas. Tres semanas después, Carmela contaba diecisiete pimpollos los cuales prometían convertirse en diecisiete preciosas flores que perfumarían el balcón con su característico aroma.
Con César tenían una costumbre que Carmela había abandonado luego de su muerte, dos años atrás. El primer lunes de cada mes, elegían un número (casi siempre era el resultado del último partido de fútbol que César hubiese visto) y se dirigían a la lotería de la esquina. Se habían prometido que, si ganaban algo de plata, lo sumarían a sus ahorros y harían un viaje cuando cumplieran los setenta años de vida, de los cuales cincuenta los habrían pasado casados. Sin embargo, César había fallecido a los sesenta y nueve años, sin cumplir el proyecto. Cerca del mediodía, con sus diecisiete pimpollos aún resonándole en la cabeza, Carmela recordó la costumbre que había abandonado y se sorprendió al descubrir que ese día era el primer lunes de Septiembre. En un impulso, decidió jugarle al diecisiete.
Mientras caminaba hacia la lotería, fantaseó con la idea de ganar un poco de dinero y realizar el viaje sola, en memoria a su compañero de vida. Sin embargo, para cuando hubo llegado a la esquina, la fantasía había dado paso a una realidad aplastante: César ya no estaba, y ella ya había cumplido los setenta y un años. Aunque ganara el dinero, el proyecto carecía de sentido al haberse derrumbado los pilares que lo sostenían. A pesar de todo y sin saber muy bien por qué, decidió apostar a sus pimpollos.
- Hola Quique, ¿cómo anda? Tanto tiempo sin verlo – La mujer estaba sorprendida. Quique era el dueño de la lotería, que funcionaba hacía ya veinte años. Sin embargo, era raro verlo últimamente. A pesar de tener la misma edad que Carmela, los años habían hecho mella en su salud y le era imposible permanecer en el negocio durante muchas horas.
- ¡Carmelita, qué gusto verla!. Sebastián tenía que rendir un examen hoy, así que vine a cubrirlo unas horitas. ¿Qué la trae por acá? No me diga que retomó la costumbre.
- ¡Pero qué memoria, Quique! No, no retomé la costumbre. Bah, quién sabe. Tal vez sí. Vine a jugarle diecisiete pesos al diecisiete. – al notar la cara de desconcierto del hombre, le contó lo que le había sucedido esa mañana con su nueva planta.
- Pero Carmelita, ¡qué ironía! Digo…Jugarle al diecisiete, que es la desgracia, esperando que le traiga buena suerte – El hombre había hecho el comentario a modo de broma, sin embargo a Carmela la idea le quedó dando vueltas.
Luego de pagar el boleto y guardarlo en su bolso, intercambió unas palabras más con Quique y se fue al supermercado. Durante el resto del día se sintió intranquila, sus pensamientos iban de César a sus plantas y de sus plantas a un proyecto de viaje difuso, que daba vueltas en su cabeza.
Por la noche, cuando puso el programa de la lotería y descubrió que había ganado 10 mil pesos, recordó el comentario que había hecho Quique y comprendió que sí, que todo era una gran ironía. Pero comprendió también, que tenía un viaje que planificar.
OPINIONES Y COMENTARIOS