Griselda aterrizó en Londres una mañana de agosto, a las 6 de la mañana. Habiendo retirado su maleta, se dirige al hall central de Heathrow para comprar una Oyster, la tarjeta para poder viajar en el transporte de la ciudad. Griselda había estudiado inglés toda su vida, y desde siempre su sueño había sido viajar a Inglaterra y ver todo aquello que siempre había visto en sus libros de texto: el Big Ben, el río Támesis, los colectivos rojos de dos pisos, o las tradicionales cabinas de teléfono, también rojas. Una vez en el metro, Griselda tímidamente trataba de acomodar su equipaje para no molestar a los silenciosos pasajeros que viajaban con ella. Para su sorpresa, el metro iba por arriba, a cielo abierto, acostumbrada al subte de Buenos Aires, que rueda por un túnel oscuro. De pronto, una voz masculina, con un sonido que emulaba el de una radio vieja, tomó a Griselda por sorpresa, “This is a Piccadilly line service to Cockfoster. The next Station is: Boston Manor”. Griselda vibró de emoción con semejantes borbotones de puro acento británico en sus oídos. Sin embargo, la gente en el metro no hablaba. Cada uno de los pasajeros parecía un muñeco de cera hundiendo su cara en la pantalla de su celular. Pero Griselda seguía observándolo todo, tanto el interior como el exterior del tren. Desde el metro alcanzaba a ver barrios de casas adosadas, de ladrillo oscuro a la vista, muy típico de las afueras de Londres. Cuando el tren paró en la estación King’s Cross, Griselda observó por primera vez a un grupo de hombres con barbas negras, vestidos de túnica blanca hasta los tobillos y turbantes. Curiosa, se quedó mirándolos hasta que las puertas del tren se cerraron y los perdió de vista. Una vez más, la voz de los altoparlantes irrumpió, pero esta vez para anunciar la estación donde Griselda debía bajarse. Griselda preparó su equipaje y se hizo lugar entre dos niños con uniforme de escuela. El tren se detuvo en Arsenal Station. Griselda se calzó su mochila y tomó su carry-on de la manija y se dirigió directo a la salida. Sin entender qué ocurría, miró a ambos lados de la acera. Todo era desolación y calles desiertas. Algunos afiches que habían resistido las lluvias londinenses se dejaban leer sobre las paredes: “We want our country back!” “Stop the invasion!” Griselda no entendía qué ocurría. Hasta que, a lo lejos, al final de la calle, se aproximaba un auto negro, que resultó ser un taxi que hacía base en la estación. Griselda lo paró y se subió, y en su inglés con acento hispano le pidió al conductor que la llevara a una zona habitable, donde pudiera encontrar un hotel donde hubiera gente. Para ir a lo seguro, pidió que la llevara al centro de la ciudad. Durante el trayecto Griselda observaba la vida en una ciudad que no era lo que ella había imaginado. Colectivos rojos, sí, pero manejados por hindúes, negocios de comida paquistaní que comenzaban a colocar sus carteles en las aceras, el conductor que hablaba de “dis and dat” en claro reemplazo de lo que alguna vez había sido el sonido “th”. Griselda se sentía desconcertada: ¿dónde estaban los ingleses? Minutos más tarde, el conductor acercó el auto al cordón de la izquierda y procedió a cobrar el viaje. Griselda pagó, juntó su equipaje y se encontró parada, sola, frente a una muralla que encerraba dentro de sí una especie de parque temático. Tras los muros se alcanzaba a ver el Parlamento, la catedral de San Pablo, y el Gherkin, a orillas de lo que parecía ser el Támesis. Grandes grúas trasladaban edificios de un sito a otro y los ubicaban dentro de los límites del muro. Grandes máquinas con resistentes cables de acero traían el Hyde Park sobre ruedas, con sus ardillas y sus estanques, que no podía quedar fuera de la fortaleza. Griselda dio unos pasos y se acercó a la entrada. Un cartel que decía “Welcome to Britain” le daba la bienvenida. Casi con miedo, Griselda se acercó a un hombre vestido de negro, que hacía las veces de oficial de inmigración, y se animó a decirle que había llegado para pasar unos días como turista. Luego de un procedimiento de rutina, donde le hicieron algunas preguntas personales, el hombre, con una conducta típicamente inglesa, abrió el pesado pasador del portal de hierro y le permitió el acceso a Griselda. La campana del Big Ben anunciaba una nueva hora. Afuera quedó el taxista, quien emprendió su regreso entre aromas de comida paquistaní y túnicas blancas.
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