Griselda en el reino amurallado

Griselda en el reino amurallado

Próspero

01/05/2020

Griselda aterrizó en Londres una mañana de agosto, a las seis en punto. Tras retirar su maleta, se dirigió al hall central de Heathrow para comprar una Oyster, la tarjeta indispensable para moverse por la ciudad. Había estudiado inglés toda su vida, y su mayor anhelo siempre había sido conocer Inglaterra y ver, por fin, todo lo que había aprendido en sus libros: el Big Ben, el río Támesis, los colectivos rojos de dos pisos, las tradicionales cabinas telefónicas también rojas.

Una vez en el metro, trató tímidamente de acomodar su equipaje sin incomodar a los silenciosos pasajeros. Para su sorpresa, el tren avanzaba a cielo abierto: nada que ver con el subte de Buenos Aires, que circula entre túneles oscuros. De pronto, una voz masculina, con la textura metálica de una radio antigua, la sacó de su ensimismamiento:
“This is a Piccadilly line service to Cockfosters. The next station is: Boston Manor.”

Griselda sintió una vibración en el pecho: aquel torrente de acento británico era, para ella, una especie de bendición sonora. Sin embargo, nadie a su alrededor hablaba. Los pasajeros parecían figuras de cera, con los rostros hundidos en las pantallas de sus teléfonos. Ella, en cambio, observaba todo con una mezcla de asombro y ternura, tanto dentro como fuera del vagón. A través de la ventanilla, alcanzaba a ver barrios de casas adosadas, de ladrillos oscuros y jardines prolijos: la postal que tantas veces había imaginado.

Cuando el tren se detuvo en King’s Cross, vio por primera vez a un grupo de hombres de túnica blanca, con barbas negras y turbantes. Los observó con curiosidad hasta que las puertas se cerraron. Otra vez, la voz de los altavoces interrumpió el silencio para anunciar su estación: Arsenal.

Griselda se calzó la mochila, tomó el carry-on de la manija y se abrió paso entre dos niños con uniforme escolar. Al salir a la calle, sintió una extraña desolación. No había nadie. Miró a ambos lados: aceras vacías, negocios cerrados, paredes húmedas donde se leían viejos afiches resistiendo la lluvia:
“We want our country back!”
“Stop the invasion!”

Desconcertada, vio acercarse un taxi negro que acababa de dejar pasaje en la estación. Lo detuvo. Con su mejor inglés —españolizado— le pidió al conductor que la llevara a alguna zona “habitable”, donde pudiera encontrar gente y un hotel. Para ir a lo seguro, pidió que la dejara en el centro.

Durante el trayecto, Griselda no pudo evitar comparar lo que veía con lo que había soñado. Los colectivos rojos estaban ahí, sí, pero conducidos por hombres hindúes; carteles de comida paquistaní empezaban a desplegarse sobre las aceras; y el conductor hablaba de “dis and dat” en lugar del tradicional sonido “th”.
¿Dónde estaban los ingleses?

Minutos más tarde, el taxi se detuvo junto a una gran muralla de piedra. El chofer cobró el viaje, Griselda bajó con su equipaje y quedó parada frente a lo que parecía una fortaleza. Sobre los muros, alcanzaba a ver el Parlamento, la catedral de San Pablo y el Gherkin, todos cuidadosamente colocados a orillas de un río que simulaba ser el Támesis. Grúas gigantes trasladaban edificios enteros para reubicarlos dentro del perímetro. Incluso el Hyde Park llegaba montado sobre ruedas, con sus ardillas y estanques.

Griselda dio unos pasos hasta la entrada. Un cartel brillante decía:
“Welcome to Britain.”

Con algo de temor, se acercó a un hombre de negro que parecía oficial de inmigración. Le explicó que había llegado como turista, solo por unos días. El oficial, educadamente, le hizo algunas preguntas rutinarias. Luego, con una solemnidad impecable, abrió el pasador del portón de hierro y la dejó entrar.

La campana del Big Ben marcó una nueva hora.
Afuera quedó el taxista, retomando su camino entre aromas de curry, túnicas blancas y carteles rotos.
Griselda, por fin, estaba en el lugar que siempre había soñado. O en algo muy parecido.

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