¿Pides que te perdone? Voy a explicarte una cosa muy simple de entender y al mismo tiempo muy complicada de asimilar. Cuando alguien hace daño con sus palabras o con sus actos, cree, por una transmisión conceptual a lo largo de la historia, que el simple hecho de pronunciar seis letras unidas –cosa que varía según el idioma– borra mágicamente ese perjuicio causado en quien ha sido víctima de su ataque, pero no es así. Pedir PERDÓN no deshace lo que se hizo, no desvanece el dolor que la otra persona sintió con el golpe –físico o verbal– que le has producido. Al pronunciar esa palabra simplemente alivias el cargo de tu conciencia a la espera de que la otra persona acepte esas seis letras como un código que abre la puerta que hará que tú quedes libre de culpa y puedas continuar tu vida con normalidad.
Pero no, no funciona así. Y ya que he vuelto personal la impersonalidad del hiriente, voy a hacer lo mismo con el herido. Si te digo que no pasa nada, probablemente sea porque no has tenido la fuerza suficiente para hacerme el daño que pretendías, pero si no lo hago, no es porque no quiera, simplemente es que no creo en el perdón. Creo en el tiempo, en la posibilidad de reparación que éste trae con sigo a medida que va marcando su paso. Y es que, si todo vuelve a estar como antes, no será por haber dado como válido ese concepto abstracto, sino porque la herida que me has producido ya no sangra, tal vez incluso no haya quedado ni una pequeña cicatriz. Todo depende de lo que me deje de doler a lo largo del tiempo. No sé cuánto será necesario. A veces unas horas, a veces unos días, a veces una vida…
Ahora que creo haber dejado clara mi postura, quedando tal vez ante tus defensores como un tirano, puedes continuar tu camino y olvidarte de mí hasta que yo vuelva a aparecer en tu vida. Claro, que supongo que no te costará demasiado trabajo siendo conocedor de la facilidad que solías tener para olvidarte de mí y de mis sentimientos cada vez que clavabas despectivamente ciertos adjetivos sobre mi persona de manera reiterada.
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