Pequeños relatos

Eran las 4 de la mañana y la única luz que se percibía en la casa era la que emanaba una brasa ardiente que salía de la cocina. – Ésta era grande, muy grande para su gusto, pero siempre había sido ideal–.

Doña Clara creía fielmente lo que le decía su madre, “la sazón es el alma de una familia unida” y por esta razón su esposo Nico vivió felizmente enamorado de ella, hasta el día de su muerte. Siempre tomaron la cena como su ritual familiar y nunca, en sus 70 años de matrimonio, cenaron separados. Los hijos se fueron, les regalaron nietos y estos también se fueron, no eran personas muy constantes después de todo.

Doña Clara se sienta en una pequeña butaca al lado del fogón y amasa constantemente, ya no es tan firme su amasar como años atrás. Los dedos le duelen y su mirada se pierde en el color intenso de la brasa. Hasta ese momento no entendió por qué Nico nunca quiso dejar de lado el olor a madera quemada, todos en su barrio tenían encendedores eléctricos y cocinaban en grandes estufas, pero su esposo amaba ese pequeño fogón de madera que él mismo había construido cuando se casaron, en ocasiones Clara aseguraba que lo amaba más que a ella. Él solo sonreía y se sentaba al lado de la brasa a calentarse bajo la agreste lluvia que no era muy ajena en este lugar, mientras Doña Clara le preparaba arepas. Ni en la cama se miraban de la forma que lo hacían cuando Clara empezaba su magia y Nico sus historias diarias.

El olor hace de las suyas y saca a la pequeña anciana de su ensueño, los aromas que se desprenden del horno se cuelan en su alma sin siquiera pasar por su nariz, como si los poros de cada centímetro de su piel tuvieran memoria.

Sale la primera tanda de arepas, habían esperado por salir nuevamente del pequeño horno hirviendo por más de un año, lo que no sabían era que su comensal hoy no sería el mismo.

La anciana soltó un suspiro con la esperanza de sentirlo nuevamente al cerrar el horno, pero no fue así, nunca más sería así y Clara lo sabía perfectamente. Lejos de parecerse a su recatado ritual en el que se cocinaban “las mejores arepas del mundo y sus alrededores” según el propio Nico, Doña Clara toma un pequeño frasco que desentona con los viejos y gastados utensilios de la gran cocina, lo abre y aplica dos delicadas gotas en una de sus arepas, siendo éste el toque mágico que le dará a la mordida la capacidad de transportarla a ese espacio de tiempo donde se quedó estático su amor por la vida, por el mundo, por Nico.

La cocina se va apagando poco a poco. El horno es el último en dejar de iluminar. Doña Clara solitaria pone la mesa, se sienta y come.

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