Mi trabajo (Propofol, III)

Los hombres despiertos no tienen más que un mundo, pero los hombres dormidos tienen cada uno su mundo.

William Hazlitt

Estoy dormido en una playa deliciosa. Las olas me acarician mientras se van retirando, pues ya baja la marea. Hacía mucho tiempo que no reposaba con tanta placidez, con tanta paz. Y sueño. Sueño dentro de mi sueño que me contratan para rodar una película de ciencia ficción en pleno Mediterráneo. El argumento es de lo más coherente que pueda darse, como se verá: somos unos soldados americanos enormes, operados para convertirnos en superhombres, que reposamos en el fondo del océano en posición fetal. Si nuestros enemigos -que son rusos, faltaría más- se nos acercan sin detectarnos, saltamos sobre ellos, con nuestros chillones uniformes resplandeciendo bajo las olas, y les atrapamos en el interior de nuestras cajas torácicas, ahuecadas para poder asfixiarles allí dentro. Obviamente, si son ellos quienes no descubren antes de tiempo, la cosa acaba igual de mal para nosotros. La película va francamente bien, pero a mí me preocupan los aspectos legales, cómo no: no hemos firmado contrato alguno y las modificaciones físicas que nos han hecho son tremendas e irreversibles, y mucho me temo que la pasta no aparezca por parte alguna. Me ha contratado mi amiga M, que será un personaje recurrente en todos mis delirios, mi particular bestia negra, que me hará sufrir mucho sin que yo alcance a comprender por qué.

Acaba la película y hay que seguir rodando unos anuncios para la televisión centrados en la empresa de M. En lo más profundo de las tempestades que agitan el océano, viven unos cangrejos gigantescos que son capaces de enrollar su cuerpo para defenderse o atacar. Ser les puede ver flotando entre las tremendas y oscuras olas como masas informes de carne y caparazón mezclados sin orden ni concierto, oscura aquella y afiladísimos los pedazos de este. Los barcos propiedad de la compañía de M navegan hasta aquellos lugares inhóspitos y pescan los cangrejos para venderlos como marisco fresco de altísima calidad y elevado precio, por el riesgo terrible que supone para los marineros la captura de semejantes presas. Este negocio es propiedad de la familia de M desde hace generaciones, y les ha hecho millonarios a todos ellos, de manera que lo defienden con uñas y dientes.

En el anuncio, yo salto al agua vestido como un cruzado y me hundo a toda velocidad hasta que uno de los cangrejos me atrapa y quiere destrozarme entre los filos de su troceado caparazón. Acaba por tragarme pero, en ese momento, yo me abro paso desde su interior a golpes de espada y de escudo, destrozo el costado del animal y salgo a la superficie de un salto. No recuerdo qué parrafada presuntamente épica tengo que soltar, pero lo cierto es que es una enorme sandez preñada de publicidad, como es lógico. Hasta ahí todo bien. El primer anuncio queda perfecto y M me suelta un sobre repleto de dinero, tras recibir todos nosotros las felicitaciones de su familia. Pero al rodar el siguiente anuncio, idéntico al primero, nadie me llama por la mañana, con lo que llego tarde y no hay forma de arreglar el desaguisado: una bronca tremenda, claro. A la mañana siguiente, cuando vamos a empezar a trabajar, resulta ser que no me han pasado el guión con las frases: otro desastre irreparable y nueva bronca por todo lo alto. Y ya en la tercera ocasión, me despiden y quieren que ruede un anuncio para niños en el que tengo que cantar una melodía estúpida, muy infantil. Horrorizado, y pese a que mis enfermeros me ruegan que cante, compruebo que me es totalmente imposible, porque no tengo voz. Acabo llorando a lágrima viva, con los ojos cerrados y sin ser capaz de emitir ni un solo sonido para explicar lo que me ocurre, por qué no puedo cumplir con mi trabajo. Oigo algunas frases de conmiseración de mis cuidadores y el sueño me invade piadosamente.

Entre esos sonados fracasos y la noticia de que la empresa de mi hermano -que se dedica a la hostelería- ha entrado en competencia con la de M por el carísimo crustáceo, me convierto en el blanco perfecto de la ojeriza de mi supuesta amiga. Le reclamo mi dinero por el despido y por las operaciones sufridas y parece que no me debe nada: el resultado de las intervenciones ha desaparecido poco a poco y estoy como siempre. Tengo que agradecerle, además y siempre según ella, que no me denuncie por trabajar sin contrato. A partir de ese momento, me hará objeto de toda clase de desplantes, amenazas y desprecios; intentará manipular mis medicamentos para hacerlos más potentes y atontarme más, maniobrará con enfermeros y celadores para hacerme la vida imposible y se acostará con un imbécil al que no trago para que me haga la vida imposible. Sé de buena tinta que ha viajado al Caribe para hablar con sus mejores cllientes y que ha empleado sus artes de mujer para convencer al poderoso dominicano que compra sus productos de que me asesine lo antes posible. Me toparé con ese siniestro personaje en otro sueño, aunque parezca mentira.

Me voy a celebrar el despido por todo lo alto. Nos han dado unos boletos para canjearlos por comida y bebida, que me apresuro a compartir con mis enfermeros y enfermeras a la orilla de un río. Allí mismo organizamos una fiesta magnífica, con alcohol y droga de calidad por todas partes. El último boleto que me queda ofrece otra copa más o teletransportarte a casa. Como me encuentro bastante bebido, lo gasto en volver, y siento que caigo hacia una terraza cuyos baldosines imitan los que antiguamente se veían por los comedores de los pueblos de España. Y noto que me he hecho mucho daño al llegar al suelo, que he sufrido heridas graves. Me cuesta respirar y me duele todo el cuerpo.

Al abrir los ojos, estoy de vuelta en la playa, durmiendo de nuevo plácidamente. Este delirio, entremezclado con otros, se repetirá muchas veces durante mi coma, a veces con finales distintos pero siempre preocupantes.

Una gitana viene a visitarme a la UCI; parece ser que es una vieja conocida del hospital…

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