Nunca olvidarían aquella mañana cruda de invierno. La nieve caía pesada sobre sus cabezas mientras arrastraban las maletas con dificultad. Atrás dejaban las marcas de sus pasos lentos. No se oían pájaros. Ese día el barrio despertaba en silencio tras un mes en Estado de Alarma. 

La familia Quispe compartía un piso minúsculo con una pareja mayor que había contraído el coronavirus. Para ellos eso no era un problema, no salían de su cuarto, pero el dueño afectado por neumonía les había pedido que se fueran repetidas veces, le molestaban los juegos, llantos y gritos de los niños y no podía consentir el retraso del pago del alquiler ni un mes más.
No sabían cómo harían para que los pequeños siguieran sus clases en otro colegio cuando volviese la normalidad. Los primeros días los pasarían en una habitación, de un albergue de acogida, cedida por una asociación benéfica. Después, su única opción era ir a Madrid, donde podían quedarse un tiempo en casa de una prima que vivía en una buhardilla. Allí podrían dormir en un sofá y una colchoneta apretados, hasta encontrar trabajo, aunque sabían que no era el momento más propicio.

¿Qué otra cosa podían hacer ahora, cuando lo poco que les quedaba era para dar de comer a Marcos y María? Habían pasado semanas de desasosiego y ahora sólo podían mirar hacia adelante. Rosa lloraba por dentro despidiéndose de su hogar. Jorge se quedó mudo durante horas. Los niños iban agarrados al vestido de sus madre, adormilados y sin entender del todo lo que estaba pasando. Les habían explicado que debían llevar mascarillas porque había mucha contaminación. El silbido del viento helador era lo único que hablaba en aquella despedida obligada.

Al llegar al hospedaje tomaron una infusión y los niños bebieron leche caliente. Aquella habitación de escasos metros cuadrados les pareció un palacio. Antes de abandonar Vitoria y emprender el viaje a la gran ciudad Rosa siguió ofreciéndose como limpiadora, pero de momento el teléfono no sonaba. Jorge había trabajado como camarero desde que llegaron de Perú, aprovechando la época de verano, pero desde que los bares habían cerrado no cubrían los gastos. 

La trabajadora social les aconsejaba no moverse hasta que mejorara la situación y a la vez les apremiaba para que buscaran un nuevo lugar donde quedarse, otra familia necesitaba ser realojada por unos días. 

Tras innumerables llamadas, en un último intento desesperado por encontrar un nuevo alquiler con los trescientos cincuenta euros que les quedaban, contactaron con una señora que aceptaba el dinero sin aval porque decía entender su emergencia. Para comer acudirían a Cáritas.

Llegaron al piso, lo encontraron viejo y sucio. Se miraron desmoralizados, pero no tardaron ni unos minutos en sentar a los niños  a ver dibujos en el móvil y casi sin fuerzas desinfectaron a conciencia el lugar donde dormirían. A la mañana siguiente seguirían con la cocina y el baño. Cuando se empezaban a habituar al nuevo lugar sucedió algo inesperado. La policía irrumpió en la puerta de la casa a gritos, acusándoles de allanamiento de morada. Estaban terminando de desayunar en pijama e intentaron explicar que era un error, aunque tuvieron que reconocer que la señora que prometió volver para firmar el contrato nunca regresó. Marcos y María empezaron a llorar muy nerviosos cuando oyeron que les podían separar de su padres. La niña de diez años hundió la cabeza en el vientre de la madre y repetía: «¿Mamá, mamá, nos van a matar?» 

En ese momento los agentes se calmaron y dialogaron hasta intuir que habían sido víctimas de una estafa. Los vecinos habían llamado para avisar de su presencia, porque el inmueble estaba vacío y sus propietarios no habían vuelto a rentarlo tras una mala experiencia. El confinamiento dejó el asunto en el aire. 

Hasta verificar el caso fueron trasladados a comisaría. Jorge y Rosa no podían dejar de pensar en qué pasaría con ellos, si acabarían durmiendo en la calle o si pasarían unas noches en el calabozo. Trataban de calmar a sus hijos pero estaban tan asustados como ellos. Temían caer enfermos, la sola idea de ser trasladados a un hospital y no poder cuidarlos les bloqueaba por completo. El pequeño de cuatro años no paraba de suspirar, la hija no emitía una palabra desde que había ocurrido el incidente. El tiempo pasaba muy despacio y se sentían hundidos. Pensaban en la odisea que estaban viviendo y cómo afectaría a sus familiares en Perú si les contaban… y decidieron no hacerlo. 

Nadie les explicó como procederían hasta la noche, cuando apareció Laura, una joven asistente social de Cruz Roja que trató de alentarlos desde el primer instante, vista la desolación en sus caras. 

Lo primero que hizo fue coger las manos frías de Rosa y decirle que tenían un piso donde podrían quedarse hasta que pasara la COVID-19. Rosa la miró incrédula, en las últimas semanas habían desplazado su colchón bajo el brazo y algunas maletas unas cuantas veces. Estaban demasiado golpeados por su mala suerte. No olvidaban que eran gente digna pero la realidad les había maltratado una vez más.

Laura les animó a salir cuanto antes de la Jefatura y les llevó al centro de la ciudad donde alguien había dejado su piso de alquiler como gesto solidario. Cuando llegaron y vieron las buenas condiciones de la casa la pareja se abrazó temblando y sus hijos se unieron a ellos. Al día siguiente les traerían comida y una tablet para poder atender a los niños que debían seguir haciendo sus deberes.

Antes de ir a dormir tomaron unas tostadas con mantequilla derretida, y aunque les costaba sonreír habían vuelto a respirar sin tanta pesadumbre. Por esa razón, fue mágico cuando Marcos apareció en la cocina con un bigote de leche que le recorría la cara de oreja a oreja, chocolate en las mejillas, un gorro mexicano que encontró en un armario y los tacones de su madre cantando a hipidos «ay ay ay ay canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones…» 

Todos se miraron y, aún sin energía, se unieron a él cantando y aplaudiendo. Sabían que su viaje no había terminado, les esperaba un tren a Madrid, pero mientras tanto dormirían a salvo.

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