Aradia era una niña de 10 años. Llevaba una cabellera negra como el carbón, liso y largo como la cola de un caballo. Era alta para su edad, muy madura, muy inteligente, con un don para la magia. Era capaz de introducirse en los cuentos y mitos de todo el mundo, de cualquier época histórica, y vivirlos en su propia carne.
Aradia se pasaba los días en su habitación, observando y aprendiendo de todas las historias en las que se adentraba, era su verdadera pasión. Una vez, se dio cuenta de que en la mayoría de cuentos del primer mundo, solía haber la figura de un príncipe y una princesa. Dos entes que protagonizaban la historia y le daban sentido. Poco tardó en descubrir que todas aquellas fantasías eran muy parecidas: ambos príncipes tenían nombres diferentes e historias diferentes, pero el príncipe siempre estaba dispuesto a salvar a la indefensa princesa de algún castillo encantado, una bestia feroz, o un conjuro que solo él podía desvincular. Aradia se pasó días y días investigando todas las narraciones habidas y por haber que trataban este tema, intentando descubrir el por qué. Pensaba y pensaba pero no lo entendía. ¿Por qué un hombre debía salvar a nadie? ¿Por qué era siempre una chica a quien alguien había castigado, aislado, o encantado? ¿Por qué ella era siempre tan débil, y él tan dispuesto? ¿Por qué no podía salvarse sola la princesa, o al menos intentarlo? ¿Es que las princesas, o las mujeres, necesitaban un hombre para poder ser liberadas? ¿No se sentían fuertes, en vez de frágiles?
Además, se percató de que si había algún hechizo o enredo mágico de por medio, este solía ser tramado por otra mujer, que sí era valiente a las veces que osada, pero por otra parte era temida, odiada y repudiada. ¿Por qué debía dar miedo una mujer fuerte, y en cambio un hombre fuerte era tan respaldado por el pueblo?
Al no poder encontrar una solución a este problema que le producía tanto interés, y algo de malestar, decidió preguntarle a su madre.
Diana, la mamá de Aradia, le habló de algo llamado misoginia, de que siempre se había tratado de dar a entender que las mujeres necesitábamos un hombre en nuestra vida pues sino no éramos nadie, que se nos intentaba ridiculizar, hacer parecer débiles y frágiles, como una rosa. “¡Pero mamá!” dijo Aradia “Las rosas no son débiles, tienen espinas”. “Sí, cariño, las tienen,” contestó su madre “Pero no es lo que primero ves de una rosa. Ves la belleza, la fragilidad, pero hasta que no la tocas, no te clavas sus espinas. Algunos incluso intentan quitárselas, sin entender que la verdadera belleza de la rosa reside en toda ella, no solo en los pétalos. Pues, hija, lo mismo pasa con nosotras. Nos ven como a una rosa. Y si intentamos luchar contra eso, mostrar nuestra fortaleza, nuestras espinas, nos las arrebatan. Incluso, de hecho, a veces hasta nos matan. Cada día morimos a manos de miles de hombres. Ha pasado siempre. Hasta hubo un tiempo en que nos quemaban por miedo.”
Aradia se quedó sin palabras. Ella no quería ser así. Quería todos sus pétalos, pero también todas sus espinas. No quería que nadie le arrebatara lo que era suyo y que cada ser vivo poseía, sólo porque alguien decidió en algún momento que únicamente los hombres podían tenerlo. Estaba muy irritada. Pero realmente, ¿Qué era una princesa? ¿Qué era un príncipe y qué los hacía tan importantes? Su madre le explicó que estos no eran más que los hijos de los ricos reyes, gente que imponía el poder sobre el pueblo sin que nadie siquiera se lo hubiese pedido. Que hoy en día, cuando la monarquía estaba casi extinguida, los príncipes y princesas seguían cobrando una numerosa suma de dinero al mes simplemente por existir, y que el título de príncipe era hereditario, nadie podía emerger de la nada e intentar ganárselo. Era impuesto.
En ese momento, Aradia enfureció de verdad. Su madre le estaba diciendo que los príncipes no eran hombres que se habían hecho importantes por ser valientes y honrados, sino que ¡ya nacían con ese nombre! Y encima, aún sin que nadie los hubiese denominado como fuertes, iban en busca de una princesa que si bien podía valerse perfectamente por ella misma, ¡creía que necesitaba a otro para poder salir de algún problema, porque eso era lo que le habían enseñado! Aradia estaba muy enfadada. Todo lo que, cuando era aún más niña, había visto tan bonito, ahora lo veía oscuro y asqueroso.
Ella no quería ser una princesa. No quería ningún príncipe. ¿Cómo se atrevían a intentar imponer algo que ni siquiera era real? ¿Por qué las mujeres osadas eran consideradas malvadas, e incluso se tornaban en objeto de burla? No podía aguantarlo más. No quería que nadie viviese en un mundo así. De toda esa rabia, algo cambió en su interior. Su poder se volvió más fuerte, y sin apenas darse cuenta, se vio recorriendo de nuevo todos esos cuentos y cambiándolos, haciendo que hubiese príncipes que amaban a otros príncipes, princesas guerreras como Quiomara, mujeres valientes que ahora eran respetadas, brujas que ya no se quemaban, sino que se admiraban, y al fin y al cabo, personas de todo tipo, sin importar el género, la raza, o el poder que tuvieran.
Desde ese día, ninguna niña volvió a soñar con su príncipe azul porque sabía que no existía. Ningún niño volvió a pedir espadas y pistolas para su cumpleaños, pues sabía que no tenía por qué cumplir con eso para ser fuerte, tal vez su fortaleza residía en ayudar a las personas. El mundo cambió, ahora todos eran iguales, no había femicidios, no había violencia doméstica, no había hombres que ocultaran el llanto. Todo era como debía haber sido… desde los albores del tiempo.
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