Pasea por las calles como si no lo hubiese perdido. Vuelve a su casa esperando verlo sentado en el sofá, con un libro entre sus manos y un café en el posavasos que le regaló cuando fueron a Berlín. Duerme como si su voz la fuese a despertar al día siguiente y sus caricias fueran a acomodarle los mechones de cabello que le caían suavemente en la cara, cubriéndole la mirada, de unos ojos negros que solo brillaban por él. Cocina para dos. Para servir los dos platos que sigue posando en la mesa y canta como si él fuese a seguir la letra de los silencios intencionales que hace. Lo añora sin saber exactamente porqué, pero sabiendo exactamente cuánto. Hasta la estrella que él siempre señalaba, con la que a ella nombraba, sentados en la escalera, disfrutando nacer la noche. Pasea por el jardín con la mirada perdida y los recuerdos frescos. Algunos inventados para completar los espacios. En el corazón arraigados. Bien prendidos los desgraciados. Baila… y espera. Baila… y espera. Baila… y espera… pero no. Nadie entra, nadie se acerca corriendo, abrazándola y elevándola en el aire.

Estuvo practicando durante días y aún no lo consigue. Leer como él lo hacía. Los libros ya no cuentan las historias que él supiera leerle. Ninguno tiene las líneas que él supiera agregar. Talento que desarrolló por el placer de hacerle reír. Y así sueña ella, con él, que tal vez perdió en una escena antes de esta escena o que tal vez aún no conoció. 

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