Poema de Rubén Hernández
Te abres paso ante en el follaje que te cubre.
Más allá de naranjos desteñidos
ves la casa de ayer sin agujeros,
igual de robusta como entonces,
cuando estaba repleta de nosotros.
Te fuiste de ahí, nos fuimos todos.
Lo poco que nos dejó llevar la pobreza
pudo más que algún remordimiento.
La habías soñado desplomada
con gemido, sus frágiles bambúes,
moribunda ante el peso que dejó tu desamparo.
Parpadeas de asombro con las ramas
que barren sus paredes.
En esa morada, por dentro de cenizas
sobrevivió la hiedra al incendio del olvido.
Ese arbusto de nostalgia, los recuerdos,
habitan el rincón donde más duele,
se adueñan del hogar que aún no se derrumba.
Un trueno cansado del silencio
rasga el encaje de las nubes,
por años extendido sobre el luto de las tejas.
Mientras más los nidos se sacuden
las hojas oscurecen con la sombra de los pájaros,
que imaginabas muertos.
Si eres sordo al canto de la vida ,
florecen en ti los pedregales.
Si escuchas quejas en el vuelo de los pájaros,
no te encanta el brillo de la lluvia
deslizado sobre flores dormidas,
la cascada de un lucero que rompe las piedras de la noche;
entonces, es el golpe de la soledad contra los muros
el paisaje que deleita.
Nubarrones venideros con la lluvia silenciarán la casa.
Las ráfagas de hojas, cargadas con augurios
prohíben las voces repetidas.
Hasta el humo que se filtra en el tejado
debe negar la leña de su origen
y todos los arbustos del pasado,
enmudecen con nosotros.
Estaremos callados, sin mirarnos,
a meced de las órdenes del agua.
Se borrarán los prados y los pueblos,
la sombra de lo que fue el camino.
Después que las nubes se blanqueen,
y la lluvia se la lleve el viento , hablaremos.
Ahora que le entregas los granos a la lluvia
una lágrima que consoló la casa,
olvidas que el dolor germina después
en espigas iracundas al que vuelve.
Estaciones de escasez y viento ahogan el ruido de los pasos.
Si la paz nos susurra desde lejos
y los árboles amados duermen, prueba
que el duelo despertado por tu ausencia
fue un pájaro de humo contra el viento.
La excitación de un lirio infame nos habla de decencia.
No hubo tiempo de conjurar fantasmas que asaltan los caminos.
Una gota apurada te endulzó la ida ;
ahora eres capullo anochecido de mariposa muerta.
La desolación, cansada de otros pueblos,
vuelve a nosotros sin horas, sin aviso de su espada,
posee la llave de la casa horrenda, al entrar
vuelve a mirarnos, con desdén antiguo, el rostro que negamos.
Después, con sus manos de lirio
nos da una flor sin aroma y una piedra secreta , pero intensa
que el corazón dormido , palpita feroz y nos despierta.
En el telar de los bosques hay pájaros desnudos.
El chispazo que rompió los nubarrones,
rasga el bordado a la ciudad sin lienzos,
el vestido que estrenaríamos mañana.
Cuando llueve falta serenidad y silencio para oírnos,
las voces se amortajan con la lluvia, entonces,
nos hablamos para adentro en la intimidad del crepúsculo.
Inspira temor volver a la sombra de los viejos árboles,
mirar la casa con mismos ojos
forzar la puerta con la llave rota
y verse de polvo ante nuevos fantasmas de distintas muertes
La vida nos hunde su espada en el costado
y todos aplaudimos como el si el filo fuera flor.
Asomarán crepúsculos perversos
a derrumbar lo erigido, la casa
con la sangre y otras piedras
en el patio donde velan los siglos sus reliquias
labradas con el barro de épocas infames.
Caminar por estas calles nocturnas
resulta una experiencia obscena.
En cada esquina se refugia el miedo
a la voz del metal o de la pólvora.
¿ Cómo silenciar el aullido de los lobos
si su cena es carne y de noche con su fe silvestre ?
El hecho de vivir es delito, no importa si la flor es nueva.
Lejos de los caídos por severas estaciones;
sus lápidas hundidas intentan asomarse
a la ciudad de cielos enlodados y sordos al clamor de las raíces.
Con la lucha extendida de los barrios
se mezcla el choque de golondrinas ciegas
contra el espejo aparente de las torres.
Así nos disponemos de prisa a suicidarnos
contra el filo de las piedras ignoradas.
Al fin, la aurora sacudió los pájaros
de ramas adoloridas
y yo me negué a levantar la sábana
bordada por el sueño y la semilla.
Un eco derrumbado por la espera
aletea en el vacío, piedra suicida
en el remoto matorral de lo imposible.
Dame estaciones de lluvia y aves,
tu tibieza en olas sucesivas
a los poros fríos de mi angustia.
Por colinas olvidadas asciende mi rebaño
a la ciudad sin sueño.
De lejos, el insomnio cabalga en el lomo de una oveja
que aparece y desaparece
como nube de mariposa negra.
Aún no he presenciado el ave que se desvela conmigo
cuando aletea profundo la noche. Esclavos del insomnio,
las horas nos cabalgan a galope hacia la aurora
y nos aterra que el inminente día nos halle con los ojos abiertos.
Caminos interminables enflaquecen el ánimo.
Cargo la cruz vacía como si Cristo fuera humo
sin los clavos hundidos en las manos que ya no existen.
Todo se desmorona, hasta las piedras huyen
sobre el esqueleto de la casa del pueblo que no hallo.
Se anuncian las señales de la lluvia desde lejanos mundos,
se escuchan espolazos en los truenos que azuzan el vacío
la brisa congelada en las botas del almendro.
No le hacen falta las manos ni deseos
a la ruina acumulada para empuñar flores violentas
caídas en la ciudad del miedo.
Podemos aprender de los que mueren
a contar los peldaños que le faltan a la vida
para bajar despacio los despojos
ansiados por el musgo de las piedras.
Frente a mí, se yergue la ciudad
oscura como pájaro que repudia su sombra
y es menester
que encierre su soberbia.
Es mi deseo mirar la lluvia caer sobre desiertos
el sacudir de las nubes sobre espigas de polvo.
En el atardecer de nuestras vidas, emigramos
hacia un bosque que el crepúsculo sorprende
con amargos rituales de la lluvia.
Nos atamos a un manojo de ilusiones que todavía repican
en polvorientas campanas del recuerdo.
Esos pájaros custodian el olvido
aflojan la tristeza endurecida
y vuelve la nostalgia
a treparse en las paredes,
nos ataja la sangre resignada
como si nadie muriera.
Nada de manantial, nada de arroyos,
oigo llover en algún rincón de mi memoria:
apacible charco de limosas aguas,
en donde ahora se envenena el tiempo.
Ayer , desde el exilio de las hojas
hallé el puñal desaparecido
abrigado con mi sangre.
Llueva afuera, las gotas vírgenes incitan
las ansias de mi mundo y mi tejado
luego la tristeza de la tarde
desgrana el pensamiento.
No era la sombra de la casa ni los pájaros de aquellos limoneros.
Crucé el umbral de los arcos antiguos,
la historia de un cielo decidido
a que el silencio madure las palabras.
Desde adentro el dolor y el hambre se rebelan.
Que la lluvia suavice mi paciencia
junto a la flor imaginaria de la fe.
Una nube, dibujada en el insomnio
es barrida por el alba,
con aquellos colores que viajan sin mí.
Cuando abre la seda de las flores se mezclan mariposas al follaje
en la piedra donde se mira mi ausencia , abre sus pestañas el musgo .
Veo impecable la ciudad desde las nubes
sin manchas de temor ni delito.
No hay gestos solitarios
mirados en violentos espejos de las calles.
Es la paz venida de otros mundos en gente que no habla
por respeto al ataúd que resucita del lodo,
en franca conversación que creían petrificada.
Lejos de encontrar una ciudad sin ruidos,
eran las estatuas las únicas calladas.
Con tal aturdimiento , comprendiste
que allí jamás te escucharían
y menos con el lenguaje de la sierra.
De los pocos que entendieron tus señales,
uno a uno te fueron renunciando.
Sin techo adonde ir, entre torres ajenas,
es preciso el amparo de los puentes
o los almendros de posibles parques.
No, no mueren las raíces que palpitan en la sangre
aunque floten en vorágine de polvo.
A veces, se nos pierden, cierto
se callan o deslizan al vientre de la tierra,
se esconden o deciden refugiarse
entre pájaros que pueblan tus temores.
En revelaciones, los abuelos idos
nos enseñan
los diferentes gritos que conducen al miedo,
que el andar distante de la casa, precisa sutileza
y hablemos de claridad cuando todo quede oscuro.
De los abuelos difuntos no solo es de admirar lo que nos dejan,
el sombrero que parece de pronto llevado por el viento
a la misma tejedora.
Sin ser confundidos con demonios, en los sueños
oímos sus pisadas de hierro en otras juventudes
mezcladas con la voz suplicante de la tierra.
Sin embargo ,
sabemos que todavía somos salvajes
coronados de horror ;
víctimas de la misma sangre
cuando nos ve dormidos.
Elevados al templo de lo que fue la casa,
sobre el imperio conquistado por los bosques,
los encajes tejidos por la abuela
fueron las murallas con que nos quiso proteger.
Pese a las torres que construyen las palmas
somos acechados
por cazadores de metal violento.
Me veo allí, por siglos en el parque
junto a almendros bebidos por los soles.
Sobre mí se deslizan hojas secas
volviéndome cañal para el incendio.
Aquella voz que me duerme y me despierta
se parece a la mía, la que al final no se deja
usurpar del olvido.
En el último paisaje del delito,
la destrucción se detiene.
Las ciudades derrotadas en cenizas
suplican al invierno, la entrega de los árboles
caídos por las llamas.
La noche nos aprieta las heridas.
El dolor se nos alivia con cantarle,
disfruta de las quejas que saben a poesía
y vuelan de la casa como pájaros de oro.
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