Hombre libre

En el terreno de la calle 11, la escarcha cubre todo el suelo. Es lo único que resalta en la oscura noche. En el terreno hay tres hombres y un Peugeot 307. Uno de ellos es el párroco del pueblo. Está de rodillas, con las manos atadas y la cabeza oculta bajo una bolsa de consorcio. Los otros dos están de pie, vestidos con túnicas negras. Uno es de tez morena y el otro blanco, aunque sus rostros están tapados hasta la mitad del ojo por las capuchas.

-¿Confesás, frente al Padre, la Madre y su Santísimo hijo, haber pecado?- le dice el blanco al párroco. El párroco no responde. Sus llantos se ahogan en la bolsa. Grita en busca de ayuda, pero es en vano. “Nadie va a venir. Estamos lejos. Sólo vos podes salvarte” le dice el blanco e insiste: “¿Confesás, frente al Padre, la Madre y su Santísimo hijo, haber pecado?”.

-No tengo nada que confesar- responde el párroco sin dejar de llorar. Nuevamente grita pidiendo ayuda.

-¿No querés ganarte el perdón de Dios, anciano?- dice el moreno. Luego mira al blanco. “Mostráselo”, le ordena. El blanco le saca la bolsa de la cabeza.

-Por favor, no me maten- dice el párroco sin parar de llorar. El blanco tiene el brazo izquierdo quieto y en la mano derecha, un revolver. El caño está mirando al piso.

-Confesá y vas a ser libre- insiste el moreno.

-¡No tengo nada que confesar, ya te lo dije!-

-Terminá con él, Santiago- dice el moreno.

Santiago extiende su brazo derecho. El revólver queda a pocos centímetros de la ceja del párroco.

-¡No, no, no, está bien! ¡Está bien! He pecado. He pecado. Lo confieso- dice el párroco. El moreno ríe.

-Con eso no alcanza. Tenes que detallar tus pecados, uno por uno. Una vez que termines, pedís perdón al Padre, a la Madre y a su Santísimo hijo por haberlos ofendido-.

-¿Y qué pasa entonces?- pregunta el párroco.

-Te liberamos- le responde el moreno.

El párroco hace silencio. Mira a Santiago, que no cambia de posición. El revolver sigue frente a sus ojos. Levanta la vista al cielo y la baja al suelo.

-De acuerdo- dice finalmente- en nombre de Dios y María Santísima, confieso haber pecado de obra y de pensamiento- el moreno asintió con la cabeza –He insultado a mi padre antes de que muriese. He hablado mal del prójimo y he mentido. Eso es todo.

El moreno niega con la cabeza.

-Hemos visto como mira a Sofía Cramps. La cantante del coro de la Iglesia. Todos los domingos, en la entrada de la Santa Misa.

-¡Eso no es verdad! ¡Jamás haría algo así! Mis votos me lo impiden. Dediqué mi vida a servir a Dios.

-Usted sabe que mentir frente al Señor es un pecado mortal. Confiese.

El párroco vuelve a negarse.

-Pudiste elegir salvarte, anciano. Qué pena. Que el Señor se apiade de tu alma.

El moreno mira a Santiago y le hace un gesto con la cabeza.

-Confieso haberla mirado, confieso haberla mirado- dice el párroco desesperado- lo confieso, y pido perdón al Padre, a la Madre y a su Santísimo hijo por haberlos ofendido.

El moreno vuelve a mirar a Santiago. Ambos se entienden y se persignan. Santiago hace la señal de la cruz con la mano que sostiene el revólver.

-¿Qué esta pasando? ¡Prometieron que iban a liberarme una vez que confesara!

-Así es-dice el moreno- es justo lo que vamos a hacer-. Le da un golpe en la cara y lo tumba boca abajo en el suelo-Termina con él, Santiago.

-¡Confesé todo! ¡Ustedes lo prometieron!- grita el párroco con la boca llena de sangre y a punto de tragarse un diente.

-Usted confesó. Su alma ahora, está libre de pecados. Los hombres libres van al cielo- dice el moreno y mira al blanco- hacelo rápido, Santiago. No vuelvas a dudar.

Santiago se queda quieto. La mano que sostiene el revólver empieza a temblar.

-¿Qué esperas Santiago? – insiste el moreno.

Santiago se mantiene en la misma posición. El revolver está a punto de caérsele de la mano. Una gota de sudor frío le recorre la sien. Sus ojos se vuelven al moreno. Lo mira por varios segundos sin decir una palabra. “Los hombres libres van al cielo” dice. Respira hondo, vuelve la vista al párroco y aprieta el gatillo. De la cabeza desfigurada emana un río de sangre que contrasta con el blanco de la nevada.

Asesinar a un “impuro” luego de su confesión es la condición esencial para ser considerado un miembro de La Purga, y Santiago acaba de superar la prueba. Mira al moreno, buscando su aprobación. Pero éste no lo mira. Lo nota furioso.

-Por fin lo logré, hermano. Entré a La Purga.

-Estuviste a punto de fallar otra vez. Tardaste demasiado.

Las palabras del moreno lo atacaron como dagas.

-Es… es la primera vez que lo hago y… bueno, sabes que nunca pude hacerlo antes. Pero ya eso quedó atrás. Acabo de dar el paso que me faltaba.

El moreno no responde. Con pasos rápidos se acerca al cadáver, lo arrastra hacia el auto y con mucho esfuerzo lo mete en el baúl. Sabe que Santiago no puede ayudar a cargarlo.

«Vamos Santiago» le ordena.

Mientras va hacia el auto, sin soltar el revólver, Santiago piensa en lo “asqueroso” que se está comportando el moreno con él. El moreno pone en marcha el auto antes de que Santiago suba.

El moreno pisa el acelerador y se encamina al río, a 20 kilómetros de distancia. Durante gran parte del trayecto no hablan una sola palabra, hasta que Santiago decide romper el silencio.

-Desde que somos chicos, vos y papá me hablaron de que La Purga era lo único que nos iba a mantener unidos desde que murió mamá. Siempre quise ser parte y no lo lograba, pero lo seguí intentando porque me prometieron que iba a ser lo único que iba a aliviar mi alma. También recuerdo las miles de veces que me juraron que no iban a dejarme sólo, que me iban a guiar. Papá también murió, y acá estás vos, indiferente. Ni siquiera me diste la bienvenida, no me bautizaste. Tampoco me decís qué va a seguir después de esto, ni que tengo que hacer. Lo único que me enseñaste es a matar a un hombre.

El moreno frena el auto de golpe. Atrás se escucha el impacto del cadáver contra el baúl.

-¿A matar a un hombre? Lo que acabas de hacer es liberarlo. La vida es el infierno, y el cuerpo es la cárcel del alma. El pecado sólo se limpia con la muerte, porque en el mundo no está la redención. Pero no sé para qué me gasto en seguirte explicando. Papá siempre tuvo razón. Hayas cumplido o no con tu deber, fuiste y siempre vas a ser un débil y un indigno de nuestra causa.

-“Débil”. “Indigno”- repite Santiago.

Se le vienen a la mente los cuatro días y cinco noches atado en la silla, en que su papa y el moreno lo rociaban de agua bendita y lo llamaban “débil”, “indigno”, “impuro”. Esa fue la primera ocasión en que no pudo superar la prueba inicial.

-Ya no soy débil, ni indigno. Papá estaría orgulloso si me hubiese visto.

-Papá sentiría pena viéndote dudar otra vez- responde el moreno.

“Pena”. Santiago recuerda las noches de invierno que pasó desnudo en el patio de su casa, atado al palo del arco de fútbol, mientras por la ventana su padre, su hermano y los demás miembros de La Purga lo espiaban y le decían “Pena. Pena. Pena”. Esa fue la segunda vez que falló la prueba inicial.

-Toda la vida me despreciaron. Me trataron como una basura.

-Siempre quisimos lo mejor para vos. Jamás hubo forma de que te vuelvas un hombre. Tres veces fallaste la prueba. No hace falta que te recuerde que te ocurrió la última vez…

Santiago baja la vista. Su mano derecha sostiene el revólver. En la muñeca izquierda, siente comezón. El miembro fantasma se hace presente.

“La mano que tres veces traicionó la causa. La del pecado” piensa Santiago, recordando las palabras que le dijo su padre segundos antes de que el moreno corte con una cuchilla de carnicero su mano izquierda.

Estaban a unos pocos minutos del río. Durante el resto del trayecto Santiago permanece callado. Mientras más avanzan, más se potencia su odio hacia su hermano. Luego de casi una hora de viaje llegan a destino. Estacionan el auto en la orilla, a unos pocos metros del río. El moreno baja rápido. Santiago se queda con la vista fija en las olas. En la oscuridad, el movimiento del agua le parece aterrador. Las tardes de pesca con su familia cuando aún estaba completa le parecen de otra vida, cómo sí nunca hubiesen existido los momentos alegres.

Desde el accidente de auto en que su madre murió y su padre sufrió un traumatismo de cráneo, su vida cambió por completo. Su padre, ferviente católico, comenzó a asegurar que podía hablar con Dios, y que su misión a partir de entonces sería librar la tierra de los pecadores. Así comenzó La Purga, y cada vez fueron más los hombres que se sumaron a la causa de su padre; siendo el moreno, que lo seguía ciegamente, su mayor aliado.

Santiago sufrió desde el principio las humillaciones de su padre y su hermano por no poder entrar a La Purga. “Tenés el carácter de tu madre”, “sos débil”, “sos indigno de esta causa”, le repetían.

Las mismas palabras se repiten en su cabeza mientras contempla las olas. Su padre ya no está. Desde que murió de un infarto, el moreno, a quien eligió como heredero, es quien mantiene viva La Purga.

El moreno abre el baúl y hace fuerza para tirar el cuerpo del párroco al suelo. Santiago se baja del auto. Lleva la mano derecha en el bolsillo de la túnica.

-¿Qué haces Santiago?- pregunta el moreno.

-¿Qué es lo que va a pasar ahora?-pregunta Santiago.

-Nada. Lo tiro al río y volvemos.

-Con La Purga- dice Santiago.

El moreno suspira.

-Ya sos parte. Pero tenes demasiado por cambiar. Ahora más que nunca, vas a tener que ser fuerte.

Santiago sonríe.

-Decime, entonces, hermano. Ahora que soy uno más de La Purga, me gustaría tener bien claro los tres principios que papá y vos pusieron. No quiero pasar vergüenza un día frente a los otros hermanos diciendo que no los recuerdo.

-Dejate de idioteces Santiago. Desde que sos un nene te los venimos diciendo. Ahora ayudame a bajarlo.

-No creo tenerlos bien claros. Sabés que sigo siendo débil, indigno. No creo estar capacitado para entender La Purga en toda su inmensidad. Repetimelos por favor, ¿cuáles son los tres principios?

-Uh, está bien. Sí tan imbécil sos para no acordarte y tanto insistís, te los repito por milésima vez. “La vida es el infierno, y el cuerpo, la cárcel del alma”.

-Ajá

-“Sólo la muerte limpia el pecado”.

-Perfecto ¿y el último?

-“Los hombres libres van al cielo”.

-Libre seas, hermano.

En seguida saca el revólver del bolsillo y le dispara en el pecho. El moreno cae al suelo. Sus gritos rompen el silencio de la noche. Santiago se arrodilla frente a él, le pone el arma a pocos centímetros de la cabeza y aprieta los dientes. Su mano empieza a temblar. Sin volver a pensarlo aprieta el gatillo una vez. Luego otra. Hasta que le dispara cuatro veces. De la cabeza de su hermano sólo queda una parte. El resto es un gran agujero que tiñe de rojo la oscuridad.

Durante minutos se queda mirando el cadáver. Pese a que lo intenta no logra sentir culpa. Más bien alivio. Finalmente levanta la vista, y en la inmensidad de la noche, le parece ver los rostros de su padre y su hermano. “Los hombres libres van al cielo” murmura y ríe. “Ahora sí soy libre”. Sin soltar el arma va hacia el auto y la deja en el asiento de acompañante. Con la mano derecha pone en marcha el auto, luego toma el volante, pisa el acelerador y poco a poco se va perdiendo en la oscuridad.

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