La pobreza se apropiaba de nuestros platos, el sentir desesperado del crujir de las tripas retumbaba en el corazón de mi cerebro. Pazos endebles se anunciaban en una terrible y oscura noche de otoño, del año más largo que jamás se registrará en el norte del mundo. El viento azotaba mi rostro peludo y con algunas canas por el paso de los años, mi cola se enrollaba a lo largo de mi cintura en un tímido intento dé calentar mi vientre.
Todo era en vano, el frio cruzaba mi maltrecho pelaje y las ruinosas ropas que me dieron en la fábrica de acero, no contenían el caudal de hielo. Días largos y noches de poco descanso en mi piso de las afueras de la capital, una cama que vio mejores épocas, sin calentador para afrontar las bajas temperaturas a las cuales el destino me estaba sometiendo. Las ventanas estaban destrozadas desde la guerra, la puerta cerraba en ocasiones y el techo poseía averías que nadie podía solucionar sin dinero. La situación era limite, pero no solo en mi vida, todos mis congéneres o compatriotas gozaban del mismo trato por parte del sector acomodado que dominaba la riqueza desde sus casas de materiales caros.
Pero el cambio se acercaba.
En el deambular de la noche para engañar al hambre, mis pasos me llevaron hasta una esquina oscura de un barrio de gente pudiente y relacionada con las cortes, no comprendía como un apellido otorgaba tantos privilegios y beneficios. Capaz que no soy tan inteligente, pero si soy empático con mis sentimientos. Atónito contemplé como un conjunto de tres cerdos ricachones golpeaban sin piedad a un compañero de la fábrica. Les grite, me miraron, se burlaron y reanudaron su actitud. Desde los ancestros me salió una reacción que me dejo perplejo, una fiera, me convertí en una fiera. Los tres zaristas corrieron camino al norte, los seguí a paso de galope, pero mi maltrecho cuerpo por tantos años de necesidad me pasaba recados.
¿Podría comenzar una revolución?
Las pequeñas acciones de la vida son las que comienzan los verdaderos cambios. O eso se dice por ahí. Lo importante es que mi ser primario estaba a flor de piel, corriendo a los cerdos recordé todos los años de tristeza y de falta de abundancia, que se me era negada. Cuando mis zapatos golpeaban el suelo nevado, comenzó a retumbar como si ya no estaba solo en esa carrera maniática. Un conjunto de otros obreros, peludos y hambrientos, corrían junto a mí. Ya no estoy solo, tengo hermanos de lucha.
Somos un movimiento.
Los zaristas se refugiaron en una mansión de techos altos y grandes paredes aisladas del frio por medio de la paja. El fuego no se desde donde partió, pero voló fuerte y decidido hasta el techo que prendió en cuestión de segundo. El humo nos impregnaba el pelo y las hojas otoñales esparcían chispas que jugaban con las estrellas del firmamento. El crujir de la paja resonaba mientras los tres cerdos se apresuraban para pasar a una residencia de mayor valor económico. Al parecer el racionar víveres, el no acaparar, el no depender de la gracia de Dios, el no esperar las migajas del Zar, no se aplica para todas las clases sociales.
Con un fuerte soplido de igualdad.
La segunda mansión estaba construida con fuertes robles y abetos de primera calidad. Los adornos eran de bronce y las ventanas tenían doble cristal. El interior resplandecía con los accesorios de oro, plata y cuadros clásicos que bien podrían pertenecer al Hermitage. Los tres zaristas se reían con sus dientes pequeños y blancos. Esos dientes que da la buena comida y la posibilidad de cuidar de la salud. Los míos estaban de color amarillo oscuro, con zarro y desprendían un olor a putrefacción. Un soplo de aire fuerte, un grupo de botellas de vodka y fuego partieron de la muchedumbre. La mezcla de alcohol barato y un fuego poderoso que reclamaba un trato justo hizo que la casa recibiera el soplo de aire y prendió como una luz que guía a los barcos. Los tres zaristas corrieron siguiendo el rio hacia las planicies más altas, la muchedumbre y yo los seguíamos. Quede congelado, una opulenta casa de ladrillos y materiales ornamentales se elevaba majestuosa junto a un gran árbol de manzanas. Comida junto a la casa, el colmo de todo sistema económico. Unos tenían comida para contemplar, mientras otros no teníamos comida para alimentarnos.
La resistencia al paso del tiempo.
La muchedumbre quedo petrificada frente al bunker, una impenetrable construcción, que se mantenía estoica frente al transcurrir. El soplo de vodka y fuego que penetro en las viviendas anteriores fue inocua en esta ocasión. Los cerdos zaristas reían y miraban como la revolución se estrellaba frente a sus murallas. Con el tiempo, la masa de oprimidos se descompuso, como lo hacía mi alma frente a lo inevitable del destino de los pobres. La muchedumbre se sobresaltó, ya que desde el cielo callo una olla de agua hirviendo, en forma de flechas que abatieron a algunos y lastimaron a otros. Corrí rápido y lejos al ver lo sucedido con mis camaradas y las fuerzas de la justicia zarista, que habían llegado a socorrer a los nobles cerditos. El estómago me seguía haciendo ruido y el frio lastimaba mi viejo pelaje de lobo.
La revolución vendrá.
Todavía no. Pero vendrá.
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