Llegó un día en que se cansó, un buen día en que se hartó de toda la mierda, se enfundó en sus pantalones rotos, en sus zapatillas con siglos de historia, se alborotó más todavía el pelo y pegó un portazo de la hostia al salir. Sí, así fue, y no se pudo más que aplaudir desde la ventana, viéndola marchar, tomando las calles paso a paso, hacia un mundo que le pertenecía.
Había colapsado, demasiado veneno en su cabeza, pero la sonrisa que exhibía era de un triunfo atronador. No había un solo transeúnte que no se la quedara mirando al pasar, pues con la seguridad que exudaba evidenciaba esa victoria que la propulsaba. Después de todas las noches pasadas a la intemperie, de todos los capullos a los que había tenido que aguantar, susurrándole en antros de mala muerte ebrias, incoherentes y trilladas frases mal formuladas en un intento por engatusarla, desconociendo que sería imposible que se la llevaran a la cama, no esa noche, no a ella, no en esta vida, después de todo el hastío, se había liberado. Después de que la invitaran a cerveza floja, a meado de un euro en un vaso sucio, cuando ella anhelaba fuego que la quemara de verdad, un whisky a palo seco o algo más fuerte, una mirada abrasadora y penetrante que la descolocara, cuando solo halló vistazos de soslayo que pretendían desnudarla, después de sentirse vacía física y emocionalmente, cuando ningún trago pudo calmar su sed, cuando ningún abrazo era lo suficientemente cálido y ninguna palabra mínimamente inteligente, mandó todo y a todos a tomar por culo y salió escopetada. El último imbécil que la había visto fue el de la ventana, que ni siquiera rozó su ardiente piel ya que, harta ya como estaba, le provocó un gatillazo histórico cuando le hizo saber, con solo mirarlo a los ojos, que lo iba a destrozar, emocionalmente, para siempre. Se acojonó y solo le quedó dejarla pernoctar allí, mientras pensaba que su vida no volvería a ser la misma, que nunca volvería a cruzarse con nadie como ella.
Al ritmo de Underworld recorre todo ese nuevo y maravilloso día, de arriba abajo, de un extremo al otro y, cuando se cansa de aturdir al sol con sus vaivenes, lo deja descansar y se enlaza a la noche. Nadie osa tocarla, nadie acercársele; todo el ruido y la furia que la envuelven son solo el principio. Pronto eclosionará y se convertirá en el ser superior que siempre llevó dentro, escondido, protegido, al que iba alumbrando lenta y cuidadosamente, para un día dejarlo salir. Es casi el momento, y no esperará más. Demasiado.
Demasiada mierda a sus espaldas, historias que se rompieron antes de comenzar, ilusiones rotas, lágrimas desperdiciadas en gente que no merecía ni un mensaje de despedida. Demasiados sueños que perseguir todavía, y buenas personas por las que realmente luchar hasta desfallecer. Nadie habló nunca de cerrar puertas, pues aquel portazo solo simbolizó la cristalización del filtro que dejaría a toda la mugre donde merecía estar, en el poso de un café rancio.
El único que se le acerca es aquel que no puede apartarse de su camino, que desfallece en la calle, como un Whitman acabado, cuyo único ápice de color en su vida es la rosa que ella le deja a su lado. Es ese un hombre cansado de esperar un romance, que envejeció aguardando un azul aciano que lo llamara. «No, aquí no se esperan llamadas, aquí se sale a reventar todas las cabinas telefónicas», le dice ella, al pasar a su lado. El viejo poeta, con los ojos vidriosos, mirada transparente, se acerca a la rosa y huele su aroma. Ese rojo revitalizador inundando sus fosas nasales, excitándole el cerebro, dándole una pizca de las fuerzas que la impulsan a ella. Sí, mañana será otro día, cuando salga el sol y cuando todos los idiotas hayan aprendido una lección, se colocará la rosa en la americana e irá a buscar a esa antigua amante, vieja y perdida como él, para que se cuenten todas las historias que no pudieron ser. Al fin será él mismo, en el final.
Al fin es ella misma, en el principio.
[Imagen: Fabián Pérez]
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