El húsar Parquín

Aquella mañana de febrero era mucho más fría de lo habitual, un viento racheado y una llovizna helada hacia que el ambiente fuera desapacible e inhóspito. Sin embargo, la Plaza de la Cebada estaba llena. La gente se apretujaba tiritando. Hombres embozados en capas y mantas y mujeres envueltas en toquillas gruesas y oscuras se buscaban y se unían, formando una masa ondulante y vocinglera cuyos rostros iban y venían al son de lo que ocurría en el patíbulo, que daba identidad a un redondel negro y perfecto, que los congregados, ignorantes, habían formado. El cielo gris y pesadamente bajo abovedaba los hechos que se desarrollaban, convirtiendo la escena en única y alejada de todo lo que había más allá de ese círculo.

Denis-Charles Parquin, natural de Nantes, de 28 años, veterano de las guerras napoleónicas, hijo de un curtidor reaccionario y de una comadrona realista, ambos guillotinados con los números 34 y 51 de la hornada que se despachó el 10 de Germinal de 1793 en París, estaba a punto de ser agarrotado. Sus últimas palabras fueron en un mal español. Fue interrumpido varias veces, los insultos de los hombres y las rogativas de las mujeres le hicieron callar, pero él, terco, se llenaba los pulmones del aire gélido y lacerante, y con tozudez seguía hablando.

“Iros al diablo malditos españoles, pueblo bárbaro, cobarde y desgraciado. Sometidos a reyes y curas. Que la Historia os confunda por ajusticiar a un caballero de manera tan innoble. Yo encontré el amor en vuestra tierra y por el azar de la guerra lo tuve que abandonar. Mi naturaleza me hizo cometer actos horribles, el peor de todos: acabar con mi amada. Mi desesperación me nubló, pero fue aquí en vuestro país donde vi el horror que me acabó convirtiendo en un monstruo. ”

Diré que Parquin había solicitado morir fusilado, cosa que se le negó, también solicito morir en privado y también se le negó. Quiso una muerte cómoda por rápida y noble. La muerte que siempre había buscado. Pero no la obtuvo. A cambio se le ofreció el perdón divino y lo rehusó. Murió en pecado y maldiciendo, tiritando de frío que no de miedo y con los ojos bien abiertos.

El trabajo del verdugo fue chapucero, cualquiera pensaría que no fue casual. El giro del manubrio fue lento y sin decisión, regalando más suplicio al reo y venganza a los presentes. Parquin murió ahogado y no con el cuello roto. Recibió insultos e imprecaciones que no pudo responder y quizás ni siquiera oir.

Denis-Charles Parquin, oficial de húsares de la “Grande Armée”, veterano de Austerlitz, Wagram, Talavera, Los Arapiles , Lutzen y Waterloo acabó en la Plaza de la Cebada con el cuello maltratado, la cara morada y con la lengua fuera. Con ello se cumplió su vaticinio de una muerte incómoda y poco noble.

La historia de Parquin en España la situamos en Salamanca días antes de Los Arapiles, alojado en el palacio de la marquesita viuda de Lerhoy. Allí como en Berlín y en Viena, Parquin hizo honor a la fama de los jinetes de caballería ligera como podemos leer en un pasaje de sus memorias y que me ahorrará explicaciones de sus hábitos galantes, que fueron el principio de su fin.

“La primera semana rehusó recibirme, y no obtuve otras muestras de cortesía que la recepción de mis cartas. Pero no tardé en escribirle una nota. Sobornando a la sirvienta que cada mañana me traía el chocolate, supe que la marquesita espiaba tras las cortinas de su apartamento el momento en que montaba a caballo y cuando desmontaba, de regreso a mi alojamiento. Esta circunstancia me confió hasta el punto de pedirle poder pasar una hora al día en su compañía, cosa que aceptó. Como puede suponerse no me detuve ahí y realicé nuevos progresos. Brevemente fui afortunado. Muy afortunado”

Al acabar las guerras napoleónicas Parquin volvió a España, a casarse con la marquesita. La guerra le había traído fortuna, pero también la penuria que le ocasionó el lanzazo de un ulano prusiano de casi 7 pies de altura, que se le llevó media cara. Quería paz y tranquilidad. Tardó poco en enterarse de que la marquesita se había desposado de nuevo con un indiano y que se iba de Salamanca. Parquin enfurecido se llegó de noche al palacio de la marquesita. La degolló. A su prometido, de un sablazo, le partió el cráneo en dos y a la sirvienta, la que le traía el chocolate, y por no dejar testigos, la embozó hasta ahogarla.

No tardó ni dos días en ser capturado. Su cara partida le delataba. Su captura no fue de gratis, su sable descoyuntó un brazo a un alguacil. También le delató que sus trenzas de húsar no eran dos sino tres, una muy corta. Dos eran pelirrojas y la corta negra.Dos caían a plomo y la que era más corta estaba suspendida en el aire. La tercera trenza no era de su pelo, era un postizo de vello púbico de la marquesita, que malamente se fabricó. En una cajita de concha también se le encontraron 3 orejas: una de la marquesita que todavía conservaba un pendiente de perla, otra del indiano y la última, oscura, de la sirvienta. Trofeos de los que gustaban los húsares de Lasalle.

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