El rey y sus dos hijas

El rey y sus dos hijas

Jesus Garcia Diaz

14/05/2017

Había una vez un rey que tenía dos hijas. La mayor se llamaba Osmana, decir que era poco agraciada es ser muy generoso o muy diplomático o muy estúpido, según se mire, su cuerpo era el antídoto a la lujuria, cuando abría su boca era imposible no quedarse estupefacto al ver unos dientes dirigidos a los cuatro puntos cardinales, como si el día los echó la naturaleza hubiera descubierto a Picasso. Tenía poco pelo. Bastaba pasar un paño húmedo por cada uno de sus pocos pelos, para adecentarlos. En cambio era inteligente, su habla era fluida y precisa y su bondad era famosa y festejada en la redolada que gobernaba su padre. La otra hija, Ufana, era bella como las mañanas de otoño, grácil y delicada, sus manos eran como tazas de porcelana y su cara de blanca que era, parecía de luna. Pero era ampliamente idiota, no podía juntar dos palabras seguidas y su permanente sonrisa era sospechosa e inquietante, pues además era cruel y malvada a partes iguales. El pueblo la odiaba.

Al rey, ya viejo y cansado, le atribulaba la dicotomía física y metafísica que presentaban sus hijas. Pensaba a quién ofrecer el reino y no resolvía ni atisbaba solución. Si abdicaba en Osmana, su aspecto dificultaría que desarrollara las embajadas para bien, los reyes de otros reinos no la considerarían y su inteligencia, por ser excepcional, le traería desprecio en las cancillerías y a ella pesar e infelicidad.

Tampoco podía elegir a Ufana, su imbecilidad y crueldad la hacían insoportable para el pueblo. Pensaba que si era incapaz de gobernar su persona y sus impulsos, cómo gobernaría la comarca. El rey vaticinaba que el pueblo hastiado de ella acabaría revolucionado y que todo el reino se iría al garete.

Un día, el rey, se reunió con sus ministros, convino que quizás fuera mejor que quién gobernara fuera un príncipe, que éste eligiera a una de las dos hijas y que ambos gobernaran el reino. La cuestión, por ser sugerencia del rey, consiguió el refrendo de todos los cardenales y gentilhombres con los que consultó su idea, todos ellos aprovecharon para elogiar el buen sentido del rey y su extraordinaria y poco común inteligencia. El rey al oír aquello se mosqueó un poco, pero pasó.

Se enviaron emisarios a las ciudades y estados fronterizos, pero como de todos era conocida la cuestión o mejor dicho la naturaleza de las dos cuestiones en liza, sólo se presentó un señorito de Trapisonda, vivaz, guapo y que tenía una manera de pedir que parecía que daba, más listo que inteligente y que atendía por el inverosímil nombre de Fuso.

El rey se reunió con Fuso y éste le habló despacio y clarito.

Elegiría con cuál de las dos hijas se desposaría, pero para ello necesitaría previamente pasar una noche con ambas. El rey accedió no sin antes establecer un duro protocolo de vigilancia.

Una vez que aquello ocurrió, Fuso se reunió de nuevo con el rey y le soltó lo siguiente.

– He disfrutado de la conversación de Osmana y de su inteligencia, con su acertado criterio gobernará el reino y yo la representaré en las diplomacias y le haré los encargos. Con ella el reino durará y así tu deseo se cumple. Sin embargo, aunque mis días serán provechosos, mis noches serán tristes y lánguidas, por ello te pongo como condición que consientas que Ufana sea mi amante, ella no dirá que no y mi esposa, inteligentemente y por el bien del reino accederá. Yo arderé por las noches para despertar renacido y poderme dedicar a la gobernanza del reino.

El rey se quedó horrorizado ante la propuesta del villano Fuso y se retiró a sus estancias. La decisión estaba tomada.

A la mañana siguiente, nada más levantarse, con su voz de rey llamó al verdugo real y entre los dos diseñaron unos trabajos medievales llenos de fantasía, ingenio y mal gusto sobre el cuerpo de Fuso, que aquí me niego a reproducir para no herir la sensibilidad de las personas de buen corazón, sólo diré que una pequeña parte de Fuso recibió gran parte de las inventivas.

Una vez liquidada la liquidación de Fuso, el rey se reunió con sus hijas y con el Consejo del Reino y les habló así.

He tenido que decidir entre que el reino dure, o que yo arda en los infiernos por consentir una felonía, y debo decir que hay veces en que entre durar y arder hay un punto medio que es joder a quién te pone ante tal dilema. Los allí congregados celebraron la decisión del rey, Osmana se encogió de hombros y Ufana, como siempre, no entendió nada.

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