Eran las doce del mediodía de un martes diferente. A esas horas y en esa estación, el metro iba casi vacío, así que Estrella ocupó uno de los asientos libres del vagón. No estaba acostumbrada a viajar en transporte público, por eso, cada vez que lo hacía, lo disfrutaba como si fuera la primera vez, aquella en la que pasó todo el trayecto, desde la Plaza de Castilla hasta Antón Martín, estampando su cara contra la ventanilla y rodeándola con sus dos manos, a modo de parapeto, intentando así atisbar ese mundo nuevo, desconocido, lúgubre e inquietante que habitaba entre una estación y otra.

Hacía más de cuarenta años ya, que, en lugar de esconderse en ese mundo oscuro que vislumbró aquella y otras muchas veces tras el cristal de la ventana que quedaba encuadrada entre su madre y ella aquel día en que se dirigían a su cita con el dentista de la familia, el respetado Dr. Lobato, prefería adentrarse en el mundo que habitaba al otro lado del cristal, iluminado por las luces artificiales que emergían del techo del vagón.

Esa mañana era diferente a otras porque esa era la primera vez que Estrella iba a encontrarse cara a cara con uno de los dos hombres con los que llevaba varias semanas manteniendo algo parecido a una relación íntima, sin intimidad, de esas que se llevan ahora, por internet. Probablemente, Estrella no sabría decir si sentía más miedo ahora, que estaba a punto de conocer al primer hombre sacado de una web de citas, o aquel día, cuando el respetado Dr. Lobato iba a arrancarle dos de sus colmillos para que los otros dos, que ya habían empezado a salir, pudieran hacerlo a sus anchas.

Intentando no pensar más en ese miedo que le comenzaba a paralizar todo el cuerpo, encontró al alcance de su vista, pegado a una de las paredes del vagón, un relato que describía a una mujer llamada doña Manolita, y se preguntó al instante si se trataría de la doña Manolita famosamente conocida por vender suerte empaquetada en décimos de lotería. Esta duda y su interés por la lectura y por todo aquello que tuviera que ver con su ciudad de origen, que era la misma para ella que para sus padres y sus abuelos, le hizo seguir leyendo. Así descubrió que la doña Manolita del relato regentaba una de las mejores pensiones de Madrid y no la administración de lotería más conocida de España. Descubrió también que el autor de aquella historia compartía con ella esa visión de un Madrid enjoyado, adornado y maquillado incluso en los momentos más aciagos.

Sus ojos siguieron rastreando el vagón en busca de algo nuevo que mitigara su inquietud y no pudo evitar fijarse en el anciano que estaba sentado frente a ella. Las personas mayores, las muy mayores, siempre le inspiraban ternura, incluso cierta lástima, de hecho, en no pocas ocasiones había tenido que contener sus lágrimas al observar detenidamente a algunas de ellas, a aquellas cuyo rostro, cuyas manos y cuya mirada narraban historias de amor y de guerra. Sin embargo, el viejo al que examinaba ahora no le inspiraba ni lástima ni ternura. Llevaba este unas gafas con cristales oscuros y moldura metálica, que le recordaban a la policía americana de las películas y a un personaje de la historia de España de cuyo nombre prefería no acordarse. Llevaba también un bigote blanco, fino y exquisitamente recortado que le evocaba de nuevo al mismo sujeto innombrable. Su rostro y sus manos narraban solamente historias de guerra, su mirada no contaba nada, oculta tras esos cristales velados. Estrella, inconscientemente, agarró con fuerza el colgante que llevaba al cuello, era de su abuela Pura, un ágata color sangre engarzada en plata envejecida, el único recuerdo material que conservaba de ella. 

En ese momento, una voz de mujer, que anunciaba el nombre de la próxima estación, “Esperanza”, interrumpió los crueles pensamientos de Estrella, pensamientos estos tan implacables y atroces que hacían que todo lo que estaba por llegar resultara tremendamente banal.

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