Entonces nos dirían los ancestros

Le llamaban escazes los inuits y los yupikes, a su ártico poblado de diversidad y tierra virginal, nos pedirían no matar a los blancos «ursas» poderosos pero pasivos.

Nos rogarían respetar el poco maíz los mississipianos, nos pedirían no profanar la tierra de los mohicanos.

«¿Para qué se bañan con la sangre de un desconocido? si la tierra ofrece sus prados verdes y aguas cristalinas» nos dirían los mohicanos y los chikasaw por medio de sus pinturas adivinas.

Entonces nos explicarían los cheroqui acompañados de los choctae, que si les quitabamos las tierras a los atakapas y sus hermanos los chitimacha, mataríamos a los seminolas por no saber hacer más que destruir con el hacha.

Llorarían los anasazi en el hombro de los apaches sus vecinos, al ver templos idólatras donde antes había verdadera veneración a la tierra en lugar de prepotentes caminos.

Entonces nos gritarían al oído sus nombres, los yakimas, los haida, las nutkas, los arapajoes y los utes, acompañando a los yuroks y los pomos, a los maidus y los miwoks, todos hermanos, que nunca debimos despojarlos y llamarlos luiseños, diegueños y mucho menos ignacianos.

«Puede que sus acciones los deshereden y ya no sean dignos hijos de la tierra» explicarían los verdaderos y originales cuidadores de la montaña, el aire y el agua, esos shoshonis acompañados de los assiniboines, sus primos los akimas.

Llorarían los umatillas al ver las antes transparentes aguas de sus tierras que ahora son, con suerte, sucias y amarillas.

«No nos olviden entonces» nos dirían los mapuche, impulsando un grito por los huiliches.

El corazon de la tierra es benevolente, pues no nos ha castigado por olvidar el genocidio de los selk´nam y los aymara, a quien el famoso Tulius Popper matara.

Por el árbol del cielo y los brillos del mar, que sueños de libertad se le arrebataron a los quechua, de lanzar un grito que corra por 500 años hasta que lo pudiéramos escuchar.

Que diría el pueblo maya de sus descendientes avergonzados de sus ancestros, y los que orgullosos murieron aferrándose a su mama, la dulce tierra, la que abrazaba el valor de los guaraní.

Entonces nos dirían, todos los primeros hijos de la madre primera, que de las raíces de la vida no vienen esos blancos nombres y sus negros corazones.

Entonces nos rogarían, los defensores eternos del verde pasto y el cantar de las aves, desde el águila pasando por el quetzal hasta el cóndor, no creernos dueños de lo que pachamama forjó, que pachamama no es la naturaleza distante de los nombres blancos y sus ideales vacíos. Se avergonzarían los hijos originales de lo mucho que nos distanciamos de la primera madre, de su calor y paciencia.

Entonces nos dirían los pueblos perdidos y olvidados, que somos todos parte de ella y somos pachamama, y que por ello somos, aunque sus captores y por ende, nuestros mismos verdugos, por siempre amados.

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