La oscuridad era casi total. Olía a cemento y basura. Era un olor penetrante que hacía que te llorasen los ojos. Era fácil tropezar con los adoquines que se habían despegado del suelo y teníamos que andar con cuidado. Era un callejón siniestro y el miedo hacía que viniesen a mi mente todas aquellas películas donde aparecía un callejón oscuro como éste. En ninguna terminaban bien las cosas. Llegamos casi al final y entramos por una puerta de hierro que había a la derecha, junto a una escalera de incendios maltrecha, cuyas láminas de óxido, desprendidas por el tiempo, caían sobre nosotros como copos de nieve envenenada. Cuando se me acostumbraron los ojos a las tinieblas pude ver que nos encontrábamos en un pasillo estrecho que daba a un patio interior angosto y lleno de cucarachas ¿O eran ratas? Nacho me indicó que lo siguiera. Estaba más tranquilo que de costumbre y ya no soplaba su flequillo insistentemente, lo que aprendí a identificar como una buena señal. Luego me daría cuenta lo equivocado que estaba. Atravesamos el patio interior iluminado por una luz enfermiza y, cuando estaba justo en el centro, miré hacia arriba. Volvían los olores de las alcantarillas a colapsar mi olfato. Tuve que taparme la boca y la nariz con la mano para que ese hedor a heces y detergentes putrefactos no me hiciera vomitar. Había luces en algunas ventanas y no pude evitar pensar en quién viviría ahí. Cuáles serían sus historias, sus miedos, que sentirían al asomarse a ese agujero tan lúgubre. Una melodía llegó hasta mí. Era una canción de blues que salía de una de esas ventanas. Toda la escena era como una inmensa lágrima sucia. Dejamos atrás el patio mientras las notas se perdían en algún lugar de ese insalubre agujero.

– Hemos llegado – dijo Nacho señalando orgulloso la puerta de un montacargas. Abrió la verja y me invitó a entrar.

– ¿Estás seguro? – dije mirando lo que parecían los restos de un viejo ascensor.

Nacho asintió con la cabeza. Entramos y le dio al botón del último piso, el diecisiete. El montacargas empezó a subir lentamente. Cada vez que dejábamos atrás una planta el montacargas daba un pequeño salto, como si se trabase con algún saliente y fuese a romperse de repente. Estaba tenso, agarrándome con fuerza donde podía. Sin duda era una imprudencia lo que estábamos haciendo, pero con Nacho uno no podía saber dónde acabaría, ni de qué manera.

Cuando llegamos me apresuré a salir del montacargas, jurándome que no me volvería meter en semejante caja de la muerte. Tras atravesar un corto pasillo salimos a la azotea, que parecía la parte más antigua del edificio, llena de chimeneas humeantes y respiraderos agrietados. Había charcos por todas partes, pero no llovía desde hacía años, así que aquello no era agua, sino un líquido negruzco y espeso que se pegaba a las suelas de los zapatos. Nos acercamos a uno de los bordillos y admiramos la ciudad. Diecisiete plantas no eran muchas para aquella zona próxima al centro. Frente a nosotros se erguían rascacielos de todos los tamaños, pero bastante más grandes que nuestro edificio, de manera que parecía que contemplábamos un bosque de anchos árboles de cristal llenos de luces. Había un poco de brisa, pero olía al mismo humo de los coches de siempre, nada que recordase al aire puro y limpio que dicen que aún se sentía en los rascacielos más altos. Yo lo dudaba, francamente. Nacho estaba en silencio.

− ¿Qué estamos haciendo aquí, Nacho? –dije

− Me busca venir aquí – respondió – ojalá pudiésemos subir a unos de esos modernos rascacielos, pero es casi imposible. Este será suficiente.

No podía dejar de mirarlo. Tenía la capucha que le tapaba casi toda la cara y las manos en los bolsillos, pero la oscuridad de sus ojos no podía ocultarla.

− Estamos, a pesar de todo, muy arriba, y aun así estas nubes no nos dejas mirar el cielo. ¿Hace cuánto que se cubrió de nubes? Ya hace demasiado tiempo. Si tienes dinero y puede alquilarte un piso por encima de la planta ochenta, tendrás suerte y verás el cielo como era antes, pero la inmensa mayoría nos marchitamos bajo ese manto gris de contaminación. Es injusto. – Lo miré con resignación y enseguida saltó – Si, si, sé que es lo que hay y que hay que aprender a vivir con lo que tenemos, en el mundo que nos ha tocado. Siempre ves el vaso medio lleno, ¿no es cierto? siempre haces lo que hace la mayoría.

− Lo hacemos todos, Nacho.

− Lo sé, pero tú lo aceptas y yo no. Esa es la diferencia.

Lo notaba más triste que nunca y hasta un poco molesto, enfadado y especialmente deprimido. No debí cogerle el teléfono cuando llamó por la tarde a mí casa, odiaba salir con él porque no sabía en qué momento podía cambiar de humor y convertir un día normal en uno de esos días tan destructivos y más si era de noche. Volví a mirarlo y me di cuenta que lloraba. Eso sí que era nuevo. ¡Nacho, llorando! Lo miré sin decir nada. No soportaba que señalasen sus debilidades, se ponía hecho una furia.

− ¿Por qué no salimos de este vertedero? –dije −Vamos a tomar algo, anda.

Me sonrió con la mueca más triste que he visto nunca en un hombre.

− Echo de menos mi casa. Hace años que abandoné aquel lugar. Fue cuando murió mi padre y más tarde ella. Tuve que huir porque me estaba ahogando. Desde entonces no he podido volver. Nunca debí venir a esta ciudad. He quedado atrapado. No pensaba que aquello caería del cielo y lo cambiaría todo. En mi casa habría estado a salvo, pero ya no puedo volver, ¿No es así? – asentí con la cabeza. − Los ruidos, todo comenzó con los temblores del cielo. Nunca podré olvidarlo, aquellos sonidos eran como los aullidos de miles de cadáveres. Tú no habías nacido, lo sé, pero te lo habrán contado, puede incluso que lo hayas estudiado en la universidad. No sé cómo va ahora esa mierda. Quiero irme, necesito hacerlo, pero no dejan a nadie sin recursos salir de esta ciudad. El dinero sigue moviendo el mundo. Hay cosas que nunca cambian. También hay otras formas de marcharse, ¿no te parece?

− ¿De dónde te fuiste, viejo chiflado? – lo llamaba así siempre que quería mostrarle mi cariño. – Bueno, da igual. Ahora estás aquí conmigo. Vámonos anda, que esto apesta. Tendrías que haberme contado todo antes, pero no en la azotea de un edificio que se cae a cachos y donde un puñado de desgraciados intentan sobrevivir de cualquier manera. No me gustan estos lugares y lo sabes, joder. Para hablar llévame a un café y punto.

Me giré y caminé hacia la puerta, pero Nacho seguía con la mirada fija en los enormes rascacielos que teníamos en frente. Había dejado de llorar, pero no se movía.

− Deberías irte – dijo con la voz cansada.

Se le veía agotado. Dio unos pasos y se apoyó en el pretil. Subió los hombros y adoptó una postura de jorobado. Respiraba muy lentamente. Yo seguía mirándolo sin saber muy bien que hacer. Quería salir de ese lugar y volver a mi apartamento, situado en el séptimo piso de un edificio normal de las afueras. Nacho seguía sin moverse, sin ni siquiera volverse para mirarme. Me estaba empezando a desesperar. La puerta de la azotea oscilaba suavemente con la brisa, amenazando con cerrarse en cualquier momento y atraparnos en ese lugar tan deprimente, vete tú a saber por cuanto tiempo.

− ¿Y qué harás tú?

− Yo me marcho hoy, para siempre –dijo mirándome por fin −Quería que vinieses para despedirnos. Me pareció un buen lugar para hacerlo. En esta azotea, intentando estar cerca del cielo, pero sin despegarnos de la realidad tóxica del suelo. Vete ya, se está haciendo tarde. Que tengas mucha suerte y seas feliz. No creo que volvamos a vernos.

Decidí seguirle la corriente. No eran raros esos brotes en él. La verdad es que nunca había hablado de donde venía, de su casa, de querer marcharse, pero no le di demasiada importancia. Nunca había logrado adaptarse a la vida en esta ciudad. Ahora pude entender el sentimiento de culpa por dejar atrás la tierra que amaba. La muerte de su padre, la de “ella”, que bien podría haber sido su mujer o una amiga especial. Eso lo iba apagando poco a poco, todo tenía un poco más de sentido en torno a él. Dejé la azotea y volví a entrar en el montacargas. Mientras bajaba, entre chirridos de metales vencidos, me entró curiosidad por saber de dónde venía. En ese instante me di cuenta de que no sabía gran cosa de Nacho, solo conocía sus extravagancias diarias que tan bien me venían para mi tesis doctoral sobre los comportamientos erráticos de los inadaptados. Lo apreciaba verdaderamente, hasta casi le tenía cariño, éramos casi amigos, pero en un comienzo no puedo negar por qué me acerqué a él. Cuando salí del montacargas volví a detenerme en el patio, justo en el centro, y miré nuevamente hacia arriba. Ya no sonaba ninguna melodía de blues. Era tarde y quedaban muy pocas luces encendidas. Una de ellas estaba en el segundo piso, y desde donde estaba podía ver un hombre sentado frente a su escritorio. Aporreaba una máquina de escribir mientras fumaba aquellos cigarrillos oscuros que se habían puesto de moda en los bajos fondos. Puede que fuese un escritor de esos folletos subversivos que circulaban por los bajos fondos, llamando a una revolución que nunca llegaría. A lo mejor solo escribía una carta para su hija que vivía en el piso 98 de uno de los rascacielos, una hija que había triunfado en su vida profesional olvidando a su padre en un viejo edificio de uno de los peores suburbios. Sobre la máquina de escribir y pegado a la pared con cinta americana tenía un póster amarillento de la última obra de Bordway. Estuve unos minutos más divagando hasta que el hedor que emanaba del suelo y de cada una de esas ventanas llenas de despojos hizo que sintiera náuseas. Dejé atrás el patio y salí al callejón, que seguía envuelto en esa bruma indefinible. El aire estaba enrarecido, pero menos que dentro del edificio, era casi un alivio. No veía la hora de salir de allí y coger el metro hacia las zonas residenciales de la periferia.

Justo en ese momento lo vi. En un principio pensé que era un montón de basura, pero al pasar a su lado me di cuenta de que ese montón de basura y yo habíamos sido casi amigos. Nacho estaba irreconocible. La caída desde diecisiete plantas lo había aplastado. Por alguna razón su rostro seguía intacto. Quedé horrorizado. Me tuve que apartar. Vomité y me desplomé en el suelo aturdido. Le observaba aterrorizado. Me quedé petrificado ante esos ojos abiertos que ya no miraban a ninguna parte. Su boca mostraba una sonrisa, una burla al destino, un atisbo de la felicidad que creía que conseguiría, o puede que simplemente fuese alivio. Me odié a mí mismo por no haberlo visto venir. Viendo ahora sus tripas mezclarse con los desperdicios del suelo parecía lo más evidente. Todo cuadraba. Ahora las ratas se darían un festín con lo que quedaba de él. Sacudí con fuerza la cabeza para intentar quitar esa imagen de mi cabeza.

Sabía que no podía quedarme ahí. Si alguien me veía en el suelo junto a un cadáver tendría muchos problemas. Empecé a llorar y me eché a correr. Corrí hasta que me empezaron a arder los pulmones. Cuando ya no pude más paré y entré en la primer boca de metro encontré. Ese sería el último viaje que haría a los bajos fondos del viejo mundo. Las náuseas aún tardarían algunos días en desaparecer del todo. Nacho caería en el olvido. Nadie repararía en él. Cuando pasase el camión de la basura recogería con una pala lo que las ratas dejaron y punto. Ni una pregunta. Ni un solo pensamiento. Olvidado por todos y para siempre.

Nacho y yo fuimos casi amigos y creí que debía contar la historia de sus últimos minutos. La historia del día que encontró la forma de volver definitivamente a su casa, allá donde estuviese. Su historia era la historia de muchos millones de personas alrededor del mundo. Y nadie repararía nunca en ninguno de ellos. Su sino sería el olvido. Para todos ellos.

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