El ser.
Ser es todo aquello que sea accidente de sí mismo. Esto significa que cualquier cosa es llamada ser, si posee un accidente mediante el cual se defina como cosa, y que, a su vez ese accidente sea inherente a la dicha cosa, por cuanto la define. Cuando se dice, por ejemplo, que el hombre
es humano, entonces lo humano es accidente del hombre, y por ende, el hombre es, pues tiene una característica que lo define, que a la vez es propia del hombre, es decir, es accidente de sí mismo.
Así también el ser (como sustantivo) es todo aquello que es o existe, si ser
(como verbo) es el accidente del ser
(como sustantivo). Luego todo aquello que exista, esto es que sea, tiene por consiguiente las cualidades del ser. Entonces se puede decir que no hay diferencia entre el ser
(verbo) y el existir, ni tampoco entre el ser
(sustantivo) y lo existente.
La dicotomía.
Pero lingüísticamente hay cosas que son lo que otras no son, es decir son la negación u oposición de otras. Pensemos en la palabra nada. La nada es la total ausencia de ser, y sin embargo es. Esto se justifica en que el todo es la suma de todas las cosas que existen, y la nada es el opuesto o la negación del todo. De igual forma, si se define que un cuerpo o sustancia está dotado de vida, y se le llama ser vivo, debe haber otro cuerpo que no esté dotado de vida, al que se le llama por principio ser muerto, siendo el accidente vivo opuesto al accidente muerto.
Siguiendo esta lógica, se puede proponer que todos los seres, a los que se refiere el lenguaje, tienen una oposición. Luego todas las definiciones se pueden dar en razón del accidente contrario. Así la izquierda es el opuesto de la derecha, lo superior es lo opuesto a lo inferior, lo femenino es lo opuesto a lo masculino, lo ilegítimo es lo opuesto a lo legítimo, lo malo es lo opuesto a lo bueno, o lo atractivo es lo opuesto a lo repulsivo.
Y naturalmente, una cosa afirmativa y su negación, pueden ser conciliados, si se les ve como un único ser cuyos accidentes, aunque contradictorios, son complementarios, formando así un conjunto armónico. En términos dialécticos, quizás atribuibles al sajón Johann Gottlieb Fichte[1], una concepción cuya naturaleza es exponerse afirmativamente es llamada tesis, a la cual surge de inmediato su antítesis que es la exposición de las consecuencias contrarias y negativas de la tesis; Entonces en un tercer momento, es conformada la síntesis, que engloba la tesis y su opuesto, en una resolución nueva.
Dicha síntesis al accidentarse de dos partes, pone en evidencia la dualidad del lenguaje humano, cuya facultad, según Carlos Arroyo Cantón en su «La comunicación» (2012), no es el resultado directo de un aprendizaje, sino que es congénita, es decir, nace con el ser humano. Lo que deja por sentado que la, digamos «estructura» dual del lenguaje de afirmar y negar, de exponer y oponer, es neto reflejo de la también dual mente humana, la que por cierto, raciona a través de pensamientos que podemos suponer, están compuestos de fórmulas lingüísticas. Algunas de estas fórmulas, son en realidad definiciones propiamente dichas, esto es axiomáticas, que se tienen por obviedad, a partir de las cuales nacen las demás, de la misma manera en que tesis y antítesis se conjugan en un todo.
De hecho, esta conjunción dialéctica, de considerar al lenguaje como un subconjunto de la información, tendría una función, más allá de comunicar, de ordenar. En este respecto Léon Brillouin publicó en 1959 en su Science et théorie de l’information
donde son examinadas las relaciones entre la informática y la lingüística, adopta un punto de vista físico y hace el lazo entre la entropía[2]
informacional de Shannon y la entropía estadística de Boltzmann afirmando, al parecer, que la información, expresada o manifestada mediante el mismísimo lenguaje, es un factor neguentrópico es decir por el cual se puede anular la entropía, por ende, tendría una función ordenadora en el mundo mental humano.
La dualidad de lo interno y lo externo, y noción de lo divino.
Supongamos al todo como un concepto que acapara todos aquellos aspectos de la realidad, así todo
sería una síntesis cuyos accidentes son los mismos que define, haciendo que naturalmente sea accidente de sí mismo. Ahora yéndonos por la definición de una cosa por su opuesto, tendríamos que una cosa incognoscible es aquélla que no es cognoscible, así, lo primero es antítesis de lo segundo. Entonces dentro del todo (síntesis) tenemos la cosa cognoscible que asociaremos a la ecúmene (tesis), que no es otra cosa que el conjunto de puntos del todo o si se quiere del universo, de los que se tiene conocimiento. Y tendríamos por antítesis a la ecúmene todo aquello que se desconoce del universo, y por ende lo que no tiene explicación.
Teniendo en cuenta estos elementos, es fácil imaginar una dualidad en el interior del pensamiento propio del humano, consistente entre lo interno, como cognición del yo a través de la experiencia individual que se tiene de la personalidad colectiva, enmarcada en la ecúmene que agrupa todo lo impersonal y lo ajeno al yo, y, lo externo, como la ignorancia que se tiene del universo extra-ecuménico. Y precisamente es en esta dualidad, surgida netamente de la característica binaria del lenguaje, que el hombre hace surgir los dioses:
Observando exclusivamente la ecúmene[3] se puede hallar multitud de paridades complementarias e intrínsecas. De la misma manera en la que el hombre tiene en su cuerpo la derecha y la izquierda, el mundo tiene el orto y el ocaso. De la misma manera en la que hay lo superior y lo inferior, la geósfera tiene un cielo y una tierra. Y dentro del margen del cielo, tenemos al día y a la noche, que parecen estar respaldados por el sol y por la luna, respectivamente. Y dentro del margen de la tierra, tenemos los suelos y las aguas. Y de manera sucesiva, dentro de una síntesis, tendremos una tesis y una antítesis, dentro de cada una de las cuales, si se les mira como síntesis, tendremos otro par de tesis y antítesis, generando conceptos binarios dentro de un tercero, que a su vez va generando ternas conceptuales.
Pero, todas estas paridades no tendrían mayor importancia sino hubieran sido objeto de deidificación. Es claro que una especie de naturalismo prerreligioso enteramente racional es el origen de los dioses, tal y como los conocemos. Basta suponer un hombre natural, despojado de herramientas y de civilización alguna, pero dotado de un lenguaje[4] de conceptos duales y de una moralidad primate[5], observando día a día el medio en el que se mueve, y conjeturando el funcionamiento de esta ecúmene suya, considerando cada fenómeno como indispensable, vital o de entera necesidad para la propia existencia de él como hombre, y de su tribu o familia, y por ende considerándolos originadores de su vida, luego divinos. Con el tiempo esta racionalización del fenómeno ecuménico se consolidaría en un posterior noúmeno, que, emergido de la experiencia individual, penetraría en el inconsciente colectivo de la tribu y se vería enriquecido de hipótesis variadas surgidas de la racionalización propia de la ya establecida creencia tribal.
Así, el vientre de la hembra es algo divino o bien una deidad misma, e incluso la hembra también pudiera ser una diosa, pues de ella se origina el hombre. Así también, la Tierra es una diosa, porque de ella se origina la vegetación que está viva y que es fuente de vida. Y las aguas en forma de ríos, mares y nubes pluviosas son también dioses. El Sol es un dios, pues su calor hace erguir las plantas y parece dar ímpetu a las carnes de los animales movientes. Y así como para un individuo el Sol fuera un dios, así también lo fuera para su familia. Y así como a uno se le ocurría creer que el dios, al ser generador de vida, era también un ser vivo, la familia también lo creía. Y entonces no pareció ridículo idolatrar a los dioses.
Pero, cabe aclarar aquí que estos dioses
son instrumentos de la mente humana para entender el mundo como fenómeno o bien darle sentido. Éstos fueron dotados de personalidad propia, como también pasara con los fetiches y demonios, en una asociación directa entre vivificans y vivit[6]
o entre βιωγεννήτρια[7]
y βιός[8]. Y estos dioses, de manera pragmática, no están en la naturaleza, ni son la naturaleza, ni son hacedores de la naturaleza, sino son una manifestación del inconsciente colectivo[9]
humano sobre la naturaleza misma.
Ahora, observando la antítesis de la ecúmene, donde inicialmente encontrábamos la ignorancia de lo incognoscible, notamos que el hombre, con un espíritu totalizador, se empeñó en conocer el inconmensurable todo, satisfaciendo los vacíos en su tesis, y lo hizo a través de nombramientos. Si se nombra lo desconocido, entonces con ese nombre, quizás se pueda conocer. Así da nombre al cielo visible, y al cielo que no puede ver, a la enfermedad visible y a la que no se ve. En un arranque moral, en la antítesis inferior, el hombre encuentra lo mundano, lo material, lo perecedero y lo mortal y en general lo divino terrenal: El Inframundo. Mientras que, en la antítesis superior, encuentra la pureza y todo lo ideal, y en general lo divino celestial: El Etéreo… Son en general paridades complementarias e intrínsecas que tal vez explicaron lo que la razón en algunos casos no hubiera podido explicar sobre la naturaleza del mundo. Siendo más explícitos citamos como ejemplo que en tiempos remotos no cabía duda de la divinidad del áurico Sol, pero no se podría saber con esta única premisa la causa de sus traslaciones por el anchuroso cielo; Entonces suponemos seres extra-ecuménicos tales como la barca de Ra o más adelante en la historia como los crines que halan el carro de Helio, y entorno suyo se levanta una serie de historias que involucran dioses igualmente extra-ecuménicos: espíritus y otros dioses no estrictamente físicos.
Es así, generalmente, como pienso surgió el concepto de dios en las sociedades humanas primitivas, adhiriéndose inmediatamente a su subconsciente colectivo. Y esta adherencia, que configura una creencia, colatera tras de sí, una estructura religiosa, en la que se organizan los cimientos religiosos de dichas sociedades: Si en la antítesis de la ecúmene hallábamos espíritus ocultos detrás de la naturaleza tangible del mundo, la religión de los primeros hombres bien pudo ser animista, creyendo que todo en la ecúmene y más allá de ella, estaba poblado por ánimas o espíritus con diferentes funciones o dotes. Y si un espíritu personificara un animal o cosa, y de él se manifestara una ordenación social tal como una tribu, fundamentando su jerarquía y clasismo en el espíritu que la ha formado, entonces ese espíritu es un tótem, y esa tribu sería una sociedad religiosamente totemista. Pero también pudo haber sucedido otra cosa. Que el espíritu de la madre o de la tierra que parece ser origen de todo lo que hay sobre ella, incluido el cielo y sus astros, fuera la orquestadora del orden social de uno de sus hijos, el hombre. Poniendo a uno de ellos como máximo jerarca, o una de ellas, pues bien la sociedad descrita por una diosa madre, lógicamente tendería a ser más matriarcal que patriarcal. Entonces la tribu sería social y religiosamente monoteísta espiritual, adorando a fin de cuentas, una única deidad intangible, hacedora de todas las cosas. Pero que para ser relatoramente extensa, debió crear otras deidades menores con las cuales interactuar, haciendo del monoteísmo inicialmente plantado un henoteísmo espiritual, donde si bien hay varios seres dignos de culto, solo uno es el máximo exponente: en este caso, el espíritu de la madre. También podríamos imaginar otra hipótesis y luego otra. Es así como cualesquiera que sean las inducciones que podamos suponer, el problema de la naturaleza absoluta de la religión de los primeros hombres es, pues, insoluble. Jamás podremos decir que la más antigua manifestación humana que podamos alcanzar o reconstruir por la etnología sea la que equivale a la humanidad primitiva, y esta noción escondida siempre permanecerá en las tinieblas de la ignorancia. Entonces si bien la dualidad del lenguaje y del pensamiento humanos y la observación objetiva y racional del mundo cognoscible son suficiente justificación para iniciar una idolatría de dioses, no son, ni la categoría sustantiva ni la naturaleza ecuménica (o no de dichos dioses) un argumento válido para afirmar la cualidad anímica o mágica o la que fuera que tuviera la religión dedicada a estos dioses.
La naturalidad del politeísmo.
Así, dejando por establecido la veracidad de lo dicotómico y dentro de esto, la validez de la existencia de lo divino y dentro de este concepto, la de la personalidad de lo divino, correspondiente con su sustantivo dios, y también de la dependencia entre dicho sustantivo y el inconsciente colectivo, a través de inferencias aparentemente consecuentes, es correcto proceder a ejemplificar y simplificar lo que aquí llamamos la Religión Natural.
Como vimos anteriormente, dentro de una síntesis tendremos una tesis y una antítesis, dentro de las cuales, tendremos también otro par de tesis y de antítesis, teniendo en su total una serie de ternas dialécticas incrustadas la una en la otra. Si cada una de estas tesis, antítesis y síntesis, corresponde con un elemento de la naturaleza, netamente divinizable, entonces cada una de las ternas que vienen a conformar, bien puedan apologizarse en tríadas divinas, en cuyo conjunto encontramos ya una forma de politeísmo. Esto quiere decir que la concepción religiosa o filosófica o la creencia en multitud de deidades es más natural o más consecuente con la estructura[10] dual del lenguaje y por ende de la mente humana, que cualquier otra concepción religiosa, como lo sea el monoteísmo o el ateísmo.
La tipificación de lo divino en la Religión Natural.
En este punto parece loable detenerse un momento para tratar sobre la tipificación de sustantivos y por ende de dioses que se pueden encontrar en cualquier religión politeísta, luego, natural, pues de igual manera que teníamos una dualidad de lo interno y lo externo, tenemos ahora una entre los sustantivos concretos y los abstractos, y en esa dualidad clasificarnos lo divino.
Un sustantivo concreto es el que designa un objeto perceptible por los sentidos, luego son seres materiales, en oposición a los sustantivos abstractos, que designan objetos sólo perceptibles por el pensamiento. Así mismo lo divino, al ser una manifestación del inconsciente sobre los objetos de la naturaleza, también se divide en tipos: Lo divino abstracto y lo divino concreto.
Relativo a lo primero sean los dioses clásicos Amor[11], Concordia[12], Discordia[13], Justicia[14], Juventud[15], Muerte[16], Marte[17], entre otros. Y relativo a lo segundo sean los dioses Océano[18], Tierra[19], Luna[20], entre otros. Lo que aquí quiero decir es que objetos tan comunes de la naturaleza como el océano, la tierra y la luna son en sí mismos deidades. Es decir, la materia se apologiza. Y así mismo, conceptos inmateriales que de una u otra manera afectan la psique del hombre, son también calificados de deidad. Es decir, además de la materia, también el alma o las cualidades de la mente se apologizan.
Curiosamente, también habría seres divinos pertenecientes tanto a lo divino abstracto como a lo divino material. Por ejemplo, las Oréades[21], ninfas ó espíritus moradores de los montes y protectores de los mismos. Aquí el monte no es divino como tal, sino el ánima que lo habita. Y tal como las ninfas oréades son al monte, podemos decir las híades son a la lluvia, las néfeles a las nubes, auloníades a los pastos, epimélides a los manzanos, las limnátides a los lagos, las potámides a los ríos, las oceánidas a los mares, las dríades a los árboles, bosques, plantas y flores en general. Y es de notar que, en este punto la Religión Natural se torna animista, cuando en el párrafo anterior parecía pandeísta.
Misma doble naturaleza sustantiva presenta por ejemplo Júpiter[22] [23]
Óptimo Máximo[24], el rey de todos los dioses, dentro de los panteones romanos y helénicos. Ya que su etimología que se remonta al indoeuropeo lo hace significar Padre de los Cielos, o bien Padre celestial; es decir, no se trata del cielo[25]
mismo, sino de un espíritu, deidad o ánima que mora el cielo y que lo protege, cielo que por otro lado, es también una deidad concreta.
Con todo esto podemos decir que, en suma, los dioses que fueron objeto de adoración por parte de los primeros hombres, no son otra cosa que las fracciones de la naturaleza misma, y las relaciones conceptuales que se entrelazan entre éstas.
El problema del mal.
Ahora dejando de lado las anteriores cuestiones donde parece evidente que la expresión religiosa más natural en el hombre es la del politeísmo. Abordaremos ahora la cuestión del mal.
El mal existe. Existe como oposición al bien. El mal es, entonces, la antítesis del bien, y ambos conviven en un dualismo sintético que podríamos llamar universo ético. En esta síntesis, se puede envolver a todos los seres, y se acomodan en sus partes, según la mirada de quien acomoda. Así la maldad y la bondad serán cualidades innatas del hombre, y por ende de los dioses, y de las demás cosas animadas o inanimadas que existan.
Para una religión natural, es decir, politeísta, es fácil adoptar también una postura dualista frente al problema del mal. Sencillamente unos conjuntos de dioses encarnarán el concepto del bien y otros conjuntos, el problema del mal. Y cada uno cumplirá una función en el mundo, radialmente opuesta a la del otro, cosa que, en algún momento de su desarrollo narrativo o dialéctico, los llevará a enfrentarse en una beligerancia cósmica. Bien pueda ser que lo divino abstracto, simbolizando al bien, se enfrente a lo divino material, relacionado entonces al mal: Tal y como sucede en el zoroastrismo o en el idealismo platónico. Bien pueda ser que lo divino celeste sea al bien como lo divino terrestre sea al mal: Tal y como Júpiter gobierna el cielo y Plutón el inframundo. O incluso bien y mal se asocien al principio y al fin de los seres, tal y como Lucina da la vida, y la Muerte la arrebata. Sea cual sea el desenlace escogido, la narrativa general es la misma: Hay dioses buenos y dioses malos, e incluso, a veces los dioses generalmente buenos actúan mal, y los malos, ocasionalmente obran bien. De igual forma a la humanidad le suceden cosas buenas o malas indistintamente de si hicieron bien o mal, pues están sujetos a las vicisitudes de las lides entre dioses buenos y malos o actuantes del bien y del mal. Quiere decir esto, que el problema del mal en un sistema religioso politeísta no existe. Sencillamente se admite como algo obvio la existencia de dos poderes opuestos que recen o se infieren en dioses y en hombres.
La Naturaleza del discurso cristiano.
De esta suerte tenemos que la concepción religiosa politeísta, lo que llamamos Religión Natural, es la más consecuente con la estructura dual lingüística, mental y ética del pensamiento humano. Lamentablemente no es ésta la que se ha impuesto sobre el mundo occidental desde el siglo tercero de nuestra era. Sino que es el cristianismo, sustrato universalista del ególatra judaísmo, la religión mayoritaria. E incluso sobre el oriente se yergue también la Media Luna, reuniendo entre todas las religiones abrahámicas unos 3.800 millones de fieles[26].
Y es que el cristianismo en particular, del que se tiene en nuestras provincias mayor conocimiento, es en la consecuencia de su raciocinio, falso, ambiguo, y para nada transparente.
Basado en la vida, enseñanzas y milagros del Nazareno, profesa una fe hacia un único dios, omnipotente, omnipresente, antecesor del mundo pero externo a él, que ha escogido de entre todas las naciones de la tierra, una específica para que sea el adalid de la humanidad, a la cual se adjuntarán los fieles que se arrepientan[27]
de sus pecados o desaciertos, y acepten a este Dios y al Nazareno, su profeta, como su Salvador. Nada más ilógico y contradictorio.
Dirigir la fe hacia una única deidad, se llama comúnmente monoteísmo. Y el monoteísmo sufre el problema del mal.
La dinámica cristiana, en principio busca el bien, como todas las religiones. Pero la hace negando el mal: Al tener como requisito el arrepentimiento del pecado, el cristianismo, reconoce en el pecado mismo, un símbolo del mal. Luego, para el cristianismo el mal existe. Pero no existe un dios del mal. Lo que hay es un único dios, eterno en todo concepto. Su extensión es inconmensurable, pues se dice que es omnipresente. Su poder es infinito, pues se dice que es omnipotente. Y por ende su origen y su fin son indeterminados, pues debe ser así para su presencia abarque el todo y su poder esté sobre todo. Por ende, es el único capaz de crear. Así Dios, creó el universo, y lo dotó de orden. Y todo esto fue bueno, pues Dios es bueno, es la personificación del bien. En Dios no hay maldad. Esto es de por sí, paradójico. Se reconoce la existencia del mal a través del pecado, pero Dios no ha creado cosa mala, ni es malo. Entonces, ¿De dónde ha surgido el mal, que induce al pecado? Para esto la mitología cristiana inventa a Satanás, y lo confunde con la Serpiente y con Lucifer, en una única entidad malévola. Entidad que tuvo que ser creada por el propio Dios, único capaz de crear. Así, se infiere que Dios es el creador no solo del bien, sino también del mal, sin haber en él una pisca de maldad. Totalmente ilógico.
Ahora bien, Satanás influye en el hombre, y lo incita a pecar. Esto parece indicar que Satanás también es un ser creador, en este caso de pecado. Entonces Dios, ya no es omnipotente, pues Satanás también tiene el poder de crear. Y naturalmente tampoco es omnipresente, pues si Dios es bienestar total, donde el mal esté, está también Satanás, en lugar de Dios. Nuevamente algo ilógico.
Ahora si volvemos a suponer a Dios, todopoderoso y eterno, misericordioso y bondadoso, ¿por qué razón permitiría el surgimiento y posterior avance del mal? La respuesta del cristianismo es sencilla: porque él quiere o bien porque facilita el libre albedrio o porque él tiene un plan para el mundo y para la humanidad. En realidad, es porque no puede detener el mal. Si Dios, como personificación del bien, detuviera y aboliera el mal, entonces suprimiría también la antítesis de su propia tesis, dejándose inválido dialécticamente. Así pues, desde el problema del mal, es imposible que exista un único dios personificación de una síntesis (bien-mal) sin que se degenere en una tesis y una antítesis separadas, es decir sin que se descomponga en un par de dioses, uno bueno y uno malo, y por tanto, en un par de latrías, una hacia el dios bueno y otra hacia el dios malo.
Esta disparidad en la nada consecuente lógica del pensamiento cristiano, es la causa del malestar religioso que la acongoja. Es curiosa la paradoja histórica que se forma si se contrasta la hipótesis cristiana con la realidad de las propias sociedades cristianas, pues denota una ambigüedad sin remedio, que apesadumbra a un homo que se contradice a sí mismo. La doctrina profesa el amor[28]
al prójimo[29]
y el libre albedrio[30], pero insta a una conversión[31]
forzosa[32] y aplaude los actos violentos[33] [34]
de las naciones cristianizadoras hacia las naciones no cristianas[35].
Toda doctrina que profese la fe hacia un único dios, en el que se cohesionen todas las partes de la ecúmene y del universo en general, parece racional, pues en una única personalidad se totaliza la totalidad, y parece una síntesis compacta y simple a la vez. Sin embargo, como vimos, ésa no es la naturaleza del pensamiento y del lenguaje humanos. La estructura binaria y plural de la dialéctica hegeliana es la que mejor implica y define todas las cosas, y es sobre las cosas, en las que radica la más añeja y extensa tradición religiosa humana. El hecho de que se imponga por la fuerza una religión netamente monoteísta y exclusiva sobre una masa extensa y pluricultural, es lo que podríamos suponer, trae malestar, diferencias, discordias y confusiones al corazón de las masas. Mas aún, a lo largo de la historia del que podríamos llamar ciclo moderno[36], estas diferencias y discordias espirituales se han entretejido en el fondo cultural de las civilizaciones más prominentes de la actualidad, enfrentándolas ideológicamente. Hoy en día el monoteísmo occidental (Europa y América) se enfrenta continuamente al monoteísmo budista representado por el gigante asiático China, y al monoteísmo islámico (Siria, Egipto, Palestina, Iraq, Irán, Afganistán, Paquistán, Libia, etc.). Si bien, estos enfrentamientos son por motivos mayormente económicos y de expansión comercial, se justifican también en la naturaleza contraria del propio monoteísmo, cosa que genera distanciamiento espiritual entre los pueblos, cuando antes de los tiempos modernos, los pueblos armonizaban sus creencias religiosas, y asumían como equivalentes a los propios, los dioses de los extranjeros, puesto que ya escribía Plutarco «No creemos que los dioses sean diferentes en las distintas naciones[37]». Razones breves por las cuales, en general, el cristianismo y toda forma de monoteísmo se abochorna en contradicciones morales y conceptuales que impiden la plenitud espiritual del hombre natural.
Extracto.
En corolario a todo lo anterior, se puede llegar a teorizar que es más loable, de asentir una religión, dedicar los esfuerzos del espíritu a una creencia sin ambigüedades ni exclusividades, tal como la materializaría un politeísmo natural deducido del patrimonio cultural occidental, del que preside típicamente el conjunto de los panteones, ritos y mitologías grecorromanos, que abogar por la universalización de una religión nacional particular, inconsistente en sus argumentos, como el actual cristianismo o cualquier otra religión abrahámica o monoteísta.
…
Con este texto no espero convencer a nadie más que yo mismo…
[1] Johann Gottlieb Fichte, «Rezension des Aenesidemus«, Allgemeine Literatur-Zeitung, (12 de febrero de 1794). Traducido al inglés por Daniel Breazeale en Fichte: Early Philosophical Writings. Cornell University Press, 1993, p. 63.
[2] Shannon, Claude Elwood (1948). «A mathematical theory of communication». Bell System Technical Journal. 27.
[3] Entiéndase la geometría de la ecúmene como esférica, bien sea por que es la figura más perfecta de todas o porque está presente en todos los cuerpos celestes y terrenos. Teniendo esta esfera un centro en el yo, y un radio tan largo como el alcance de su visión o de su entendimiento individual.
[4] Lieberman, Philip (1991). Uniquely Human (Inequívocamente Humano, en). ISBN 0674921836.
[5] Frans de Waal.
[6] En latín quiere decir vivo, como adjetivo.
[7] Antiguo vocablo helénico que traduciría vivificante, dador de vida, generador de vida, incluso en un sentido más rebuscado padre o madre de vida.
[8] Idem., vida equivalente al moderno término Ζωή, vida, que es similar a Ζώο, animal.
[9] Según JUNG, Carl Gustav, Obra completa de Carl Gustav Jung. Volumen 9/1: Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. Cap. 2, El concepto de inconsciente colectivo (1936). Traducción Carmen Gauger. Madrid: Editorial Trotta. p. 41. ISBN 978-84-8164-524-8/ ISBN 978-84-8164-525-5. «Nota de los editores: «Originalmente, conferencia pronunciada el 19 de octubre de 1936 en la Abernethian Society del St. Bartholomew’s Hospital, Londres, con el título The concept of the Collective Unconscious. Publicada en el Journal de ese hospital, XLIV (Londres 1936-1937), pp. 46-49 y 64-66″.» que dice textualmente: Mi tesis, pues, es la siguiente: a diferencia de la naturaleza personal de la psique consciente, existe un segundo sistema psíquico de carácter colectivo, no personal, además de nuestra consciencia inmediata, que es de naturaleza perfectamente personal y que nosotros -aunque le pongamos como aditamento lo inconsciente personal- consideramos como la única psique empírica. Este inconsciente colectivo no se desarrolla individualmente, sino que es hereditario. Consta de formas preexistentes, los arquetipos, que pueden llegar a ser conscientes sólo de modo secundario y que dan formas definidas a ciertos contenidos psíquicos.
[10] Cosa que se estableció en el presente documento: HERNANDEZ, Juan. (2018). La Teodicea, 6to párrafo.
[11] Amor, Cupidus, Ἔρως. Traducen en el primer y último caso amor. En el segundo, traduce deseo vehemente, ansía, posiblemente sexual.
[12] Concordia, Άρμονία. En ambos casos traduce armonía o incluso amistad.
[13] Discordia, Ἒρις. Traducen en ambos casos, discordia, odio, o incluso animosidad.
[14] Justitia, Θεμις. Traducen en ambos casos, justicia, equidad, igualdad.
[15] Juventas, Ἥβη. Traducen en ambos casos, juventud.
[16] Mors, Θάνατος. Traducen en ambos casos, muerte.
[17] Mars, Ἄρης. Traducen literalmente mavorte, belicosidad, guerra.
[18] Oceanus, Ωγενος. Traducen literalmente océano.
[19] Tellus, Terra, Γαῖα, Γῆ. Traducen literalmente tierra. A veces llamada Magna Mater o Cibeles o Tellus Mater, en todos los casos madre tierra.
[20] Luna, Σελήνη. Traducen literalmente, luna.
[21] Oreadi, Ὀρεάδες. Ambos términos derivan del griego Ὀρος, que traduce montaña, llevando su traducción más aproximada a montañosas, montañeras.
[22] Juppiter, Jove. Palabra latina derivada del indoeuropeo Dyēus ph2ter ó dyu-piter, forma alterada de dyu-pater, padre de la luz. Al mismo tiempo dyu, luz, es una forma antecesora del sánscrito dyáu, que traduce día o cielo diurno, o más generalmente cielo. Así Júpiter también puede corresponderse con el indio Dyáuṣ Pitá o Dyaúṣ Pitrí, de la religión védica, es decir, el Padre de los Cielos.
[23] Δίας, Διός, Δεύς, Ζεύς. Palabra griega hispanizada como Zeus. Tiene origen en la raíz protoindoeuropea dyew-
que significa cielo, de la también derivaría el protoindoeruopeo *deiu̯ós, de donde se originaría el termino latino deus, dei, que traduce dios.
[24] Epíteto latino, que traduce el mejor y más grande.
[25] Caelus, Caelum, Οὐρανός. En ambos casos traduce literalmente, cielo.
[26] En Internet, https://www.adherents.com/Religions_By_Adherents.html. Consultado en 2018.
[27] Lucas 5:32
[28] 1 Pedro 4:8
[29] Marcos 12:31
[30] 1 Corintios 9:17
[31] Hechos 13:47
[32] Quantum praedecessores, de Eugenio III. (1145), también Post Miserabile de Urbano III. (1185), también Audita tremendi, de Gregorio VIII. (1187), también Licet ad capiendos, de Gregorio IX (1233), también Ad extirpanda, de Inocencio IV. (1252), también Piis Fidelium, de Alejandro VI. (1493), y, también Index librorum prohibitorum, de Pío IV. (1564).
[33] Deuteronomio 7:5
[34] Bullarium romanum. Zelo domus Dei, de Inocencio X (1648)
[35] Op. Cit. Ref: 40.
[36] Con este término me refiero al tiempo comprendido entre la caída de Roma y la actualidad, en el ámbito de la civilización occidental.
[37] PIRENNE, Jacques. Las Grandes corrientes de la Historia Universal. Tomo I, Capitulo XII, Título “Evolución del paganismo”. Ed. 1963.
OPINIONES Y COMENTARIOS