Todo viaje tiene algo de iniciático. Entendido al menos en un sentido amplio (que tiene más que ver con la asimilación de conocimientos nuevos): El trayecto en dirección a lo que no conocemos, un lugar, un grupo de gente o un tema que en principio no nos resulta familiar, pero donde creemos que puede haber algo que nos enriquezca. El otro, lo otro, lo que queda más allá de los límites de lo que nos es cotidiano (cualquier frontera, por delgada que sea, tiene por objetivo crear una distancia), pero que nos nutre y nos matiza cuando lo alcanzamos: lo que acaba formando parte de nosotros, enriqueciéndonos. No es solo una distancia física: puede ser asimismo intelectual (con un planteamiento más abstracto), marcada por la diferencia de sensibilidades, o por la falta de curiosidad, o por pereza, o indiferencia o miedo. Porque también vivir en un barrio rico y pasear por un barrio pobre (o al revés) es un viaje: un viaje de conocimiento si se lleva la sensibilidad despierta, si se aguza la observación y se hila con inteligencia. O visitar una mezquita un cristiano, o una sinagoga un musulmán. Como en El río, de Renoir, con las ceremonias ante el altar de Kali, una de las diosas del hinduismo.
Hay muchísimos ejemplos. Todos ellos un buen punto de partida para resolver la invitación de este concurso, porque todo viaje es traducible en un relato, puede concretarse con un relato. Dice Piglia: “Yo diría que el narrador es un viajero o es un investigador y a veces las dos figuras se superponen”. Un buscador de epifanías: “momentos fugaces, casi imperceptibles, que condensan lo que ha quedado de la experiencia en ruinas”. Porque narrar comprende en sí mismo una experiencia de conocimiento, al menos cuando hay una ambición artística detrás, cuando el creador no se ha quedado en el ámbito confortable de lo trillado, de lo repetido, de lo fácil. Como En la ciudad blanca, de Alain Tanner, con las tomas hechas por un marinero con una cámara súper 8 (predecesora de las cámaras que hoy todos llevamos en los móviles) en sus paseos por Lisboa. Las cintas con esas notas visuales mudas -las cámaras súper 8 no podía grabar sonido- se transforman en cartas cuando se las manda por correo a su enamorada. El relato que surge, desordenado, intuitivo, sin montar, en el orden que ha sido filmado, es puro viaje: descubrimiento.
Decía Taine que viajamos no para cambiar de lugar, sino de ideas. El viaje que menos nos interesa aquí es el de turismo: las motivaciones hedonistas o escapistas tienen poco que ver con el reto de ese otro viaje de búsqueda, de aprendizaje, de saber nutrirse con lo diferente. Decía Ortega que el turista es el que no se entera bien de nada, el que resbala sobre un lugar sin oprimirse contra él, forzándole a darle su contenido. O Chesterton que el viajero ve lo que ve, pero el turista ve solo lo que ha ido a ver. Una cuestión de actitud. Aunque eso no impide que el turista pueda tener también esos fogonazos, abierto a un objetivo más ambicioso para su viaje. Lo que ha escrito Javier Reverte: “La aventura de viajar consiste en ser capaz de vivir como un evento extraordinario la vida cotidiana de otras gentes en parajes lejanos a tu hogar”.
George Steinmetz
Existen diferentes vías para resolver esta nueva propuesta. Por ejemplo:
Se puede hacer un esfuerzo de memoria para rastrear esas situaciones en las que hemos viajado a lo otro, a lo diferente (aunque estuviese a nuestro lado), y hemos vuelto luego a la realidad con la sensación de habernos enriquecido. Con un ejercicio que es casi dialéctico: de desfamiliarizarte primero con esa realidad para aprehenderla de nuevo con plena conciencia.
O lanzarse a una experiencia nueva de viaje, aunque sea solo un día, si no se dispone de más tiempo para abordar una experiencia más ambiciosa. Elegir esa otra realidad desconocida a la que nunca nos hemos aproximado con la curiosidad y la sensibilidad bien despiertas, aunque no esté lejos. Andar una ciudad es desandarla, construirla y volverla a construir, mirarla hasta que ceda sus misterios, hasta percibir sus dimensiones en el tiempo, escribió Alejo Carpentier.
O afrontar una dimensión mayor del viaje con la aventura, que involucra, además de la curiosidad y la sensibilidad abiertas a lo otro, un componente de riesgo. Cada uno situando lo que es para sí mismo el riesgo y cómo tratar de traspasar su frontera. Escribe Cervantes de don Quijote: “Prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.” Después de todo, cualquier arte o literatura que merezca la pena surge de la asunción de un riesgo.
Unos pocos ejemplos
La Odisea, con el viaje de vuelta de Ulises de Troya a Ítaca, recupera un personaje de la Ilíada para trabajarlo más, con un rostro más complejo para el héroe, con lo que piensa y lo que siente de regreso a su hogar: La épica del mundo antiguo da paso a una narración más moderna en la que lo que se destaca es sobre todo la aventura personal, la humanidad del personaje antes que el poder de los dioses. Con unos rasgos que sirvieron luego a cínicos y estoicos para usarlo de ejemplo de resistencia a los reveses, de paciencia o de dignidad (tardó diez años en regresar, después de otros diez en combate). Homero encuentra en el viaje (o la aventura) el mejor marco para realzar a su protagonista. Un recurso que ha tenido un recorrido enorme en la historia de la literatura. Con otro pico excepcional: El viaje que, mucho después, Joyce, con su Ulises, retuerce, o redimensiona, o le amplia su sentido, al entenderlo también como las pocas horas que Leopold Bloom pasea por Dublín, conservando bajo la degradación de lo heroico el sentido último de lo que supone (o puede suponer) viajar.
En Los viajes de Gulliver hay una denuncia de los libros de viajes que se publican en el XVIII:
Mi respuesta [a un capitán que quiere ver escrita su historia, escribe Gulliver] fue que yo creía que ya estábamos más que saturados de libros de viaje, y que nada podía pasar en esta época que no fuera extraordinario, de donde sospechaba yo que algunos autores atendían menos a la verdad que a su propia vanidad o interés, o a divertir a lectores ignorantes. Y que mi relato no podía contener poco más que acontecimientos vulgares, sin aquellas descripciones tan adornadas de plantas, árboles, pájaros y otros extraños animales, o de las costumbres bárbaras y la idolatría de pueblos salvajes, en que abundan la mayor parte de los escritores.
Una crítica que sugiere la urgencia de apuntalar detrás del exotismo del viaje un relato fundamentado en el conocimiento. El viaje como un estímulo para mostrarse más receptivo el sujeto con lo que le es extraño (“No hay nada como alejarse un poco para curarse de la psicosis de la proximidad, de la deformación de la proximidad” decía Pla). Un viaje intelectual para el que esa comprensión del pensar como ensimismamiento es sustituida por el pensar como la estimulación de conexiones entre la sensibilidad y el pensamiento (también las emociones, los recuerdos, etc.). Al contrario que un encerrarse en sí mismo: Un abrirse al entorno en busca de estímulos, como un mecanismo de ruedas dentadas que mueven unas a otras. Con ese ejemplo excepcional en literatura que es Los anillos de Saturno, de W.G. Sebald: un viaje a la vez externo e interno por la costa este de Inglaterra, la descripción de los paisajes y el rastreo de sus personajes e historias: cada uno digerido por el narrador como una vivencia propia (de destrucción, por lo que observa) que lo sume en una melancolía también sintáctica. El viaje siempre como indagación (aunque no quede claro desde el principio). En este libro:
En agosto de 1992, cuando los días caniculares se acercaban a su fin, salí a caminar por el distrito de Suffolk, con la esperanza de disipar el vacío que se apodera de mí cada vez que concluyo un tramo largo de trabajo.
O en uno de sus relatos de Vértigo:
En octubre de 1980 viajé de Inglaterra, en donde para entonces yo había vivido durante casi 25 años, en un distrito que estaba casi siempre bajo cielos grises, rumbo a Viena, con la esperanza de que un cambio de lugar me ayudaría a superar una etapa de mi vida particularmente difícil. Sin embargo, en Viena descubrí que los días me resultaban demasiado largos, ahora que no estaban ocupados por mi acostumbrada rutina de escribir y hacer trabajos de jardinería, y literalmente no sabía a dónde dirigirme. Salía temprano cada mañana y caminaba sin rumbo ni objetivo por las calles de la ciudad antigua.
Viajar es, después de todo, un modo de practicar la libertad. También para el escritor que busca imprimirle el ritmo (e incluso el rumbo) de la marcha a su forma de pensar y de escribir, como un mismo flujo de temas y percepciones que se engarzan a cada paso. En el peor de los casos, un vagar y un divagar al tiempo.
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