Así nomás, con un bollito de papel. Recreo tras recreo, de este lado los de guardapolvo blanco, y del otro… los de blanco guardapolvo. Un picado eterno fraccionado en infinitos períodos de 10 minutos, de cinco minutos, de algunos minutos, los suficientes para hacer esa rabona feroz que pone en el marcador uno arriba a los de blanco. Resultado que así quedará hasta el próximo recreo. Todos atacando para el mismo lado, todos mirando el arquito pintado en la pared, con irregular trazo de niño, repintado un millón de veces por otras manos tan niñas como la primera, con un trozo de cascote, cuando no había, con un pedacito de tiza que merecía otro fin mas loable, cuando había.

Por acá los de primero, por allá los de segundo y tercero, más acá las chicas en el elástico, mas lejos la pared de las figuritas, en el panóptico centro el mástil, con la bandera y el director, y por acullá los de los grados superiores con sus misterios infantiles.

Pero por lejos, para nosotros los del A, toda la atención se la llevaba el arquito dibujado en la pared. Nada era más gratificante, veo ahora, que combinar una sesión de palotes caligráficos, historias oficiales y geométricas figuras apretujando una o varias hojas del cuaderno, conformando un bollo; ¡y al picado! Una inyección de energía que permitía seguir practicando sumas y restas por un rato, conociendo la vida de próceres de bronce, o por qué no germinando un poroto.

Básicamente, la vida social en el colegio pasaba por el arquito. La organización del curso, las características de cada uno, las fortalezas y debilidades individuales, se plasmaban en la conformación del picado. Bajo la atenta mirada de las maestras los hombres del hoy nos organizábamos para honrar al arquito, una y otra vez, con la emoción a flor de piel. No existía nada más democrático que la mixtura del arquito de la vieja pared, y el famoso ¨pan y queso¨, ¨queso-pan¨ miles de veces.

El viejo colegio tenía, por supuesto, otras áreas de interés.

Estaba el vedado patio de los seminaristas, con la campana de bronce que tañía exactamente a la hora del desayuno y al almuerzo, la misma que tocábamos en bromas-comando para ver asomar a los internos con cara de extrañeza. Estaba el salón de actos, más viejo que el colegio mismo, con su espacio tras bastidores plagado de imágenes, trajes y decorados vetustos echados al abandono del tiempo. Llegando a la parte de secundaria estaba el patio de deportes, enorme desde la perspectiva de nuestros pocos años, con sus dos canchas de futbol reglamentarias, el frontón, y la coqueta cancha de básquet con tribunas. Encontrabas también el tenebroso sótano tras la dirección; contaba nuestra propia leyenda urbana que desde ahí nacía un pasadizo secreto que iba hasta el convento, con calaveras y momias haciendo de antorchas a intervalos medidos según las matemáticas sagradas, por lo menos así nos decían los de secundaria que intrépidamente se aventuraban mas allá de lo imaginable.

Pero entre tantas atracciones, sobresalía en nuestro patio el arquito. Parte de su encanto, creo, era el que no se sabía a ciencia cierta de quién era la anónima mano que había realizado su trazado original. Si se sabía entre nosotros que modificar el mismo acarreaba innumerables desgracias a quien se atreviera. Todos recordaban la historia de Popito Schneider, de primer grado, quien cansado de no poder anotar un gol había tomado un cascote y ante las horrorizadas miradas de sus compañeros, ¡había ampliado el arquito en ancho y alto!

Susurros infantiles contaban de año en año como al padre de Popito lo trasladaron al sur, su madre se había quedado calva y Popito se llevó educación física ese año, el mismo en el que su hermano mayor, el colimba, ex alumno, fue a una guerra absurda y nunca volvió. Todavía se advertían, en la pared, partes del herético trazado de Popito, quizás para prevenir a futuros insatisfechos.

También se rumoreaba que darse el primer beso con una chica apoyados en la pared del arquito daba suerte. Decían algunos que habían visto en un acto a la maestra de segundo besarse con el novio en esa pared, y después ganaron la lotería, en fin, quien sabe. Si vimos a varios invocar a la suerte varias veces, con piquitos apurados cuando las Seños no veían.

Como marcaba la historia, a nosotros los del A nos correspondía por derecho alfabético ese año usufructuar la pared del arquito. Hicimos tanto barullo el primer trimestre, que las maestras intentaron prohibir ese sector del patio para lo que quedaba del año. Entre las rodillas peladas, los guardapolvos rasgados, los moretones, los gritos de gol en simultáneo y las incontables discusiones de vocecillas agudas acerca de donde quedaba el punto del penal, más los lamentos de quienes quedaban excluidos del picado y se trasformaban en un coro griego, las pobres docentes decidieron que basta, que sanseacabó y listo.

Los chiquilines nos organizamos y con el padre de Seba como interlocutor adulto y garante, más nuestro compromiso infantil llegamos a un acuerdo: jugaríamos sin restricciones en los recreos en el arquito, bajo la supervisión de la señorita Silvia, siempre y mientras tanto hagamos todos los varones del curso la totalidad de los deberes del día en lo que quedaba del año. La señorita Silvia tomaría

lección de los deberes todas las mañanas al azar, y si el elegido no tenía hecha la tarea, o no sabía de qué se trataba, ese día no había arquito.

Nos pareció un trato justo, y sumando los meñiques a las docentes lo sellamos con toda solemnidad. Y lo cumplimos con tesón. Pocos días, exceptuando los días de lluvia, nos fue vedado el arquito.

Con el paso de los años, la primaria se hizo secundaria, y la secundaria se hizo vida. Para algunos, como en mi caso, la secundaria significó cambiar de institución y luego la vida nos llevo para otras ciudades, otras provincias, otras vidas.

Pero de mi colegio, de mi primaria, atesoro lo aprendido y sobre todo lo aprendido gracias al arquito. Tres trazos irregulares sobre una pared me enseñaron a mantener la palabra, a ser compañero, a cumplir mis responsabilidades, a ser parte.

Y por qué no también, a realizar de una manera más o menos digna una rabona con un bollo de papel.

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