El trote atolondrado de Penélope atrapando la pelota de trapo aparta a Víctor del breve sueño que le mece. –Maldita gata, ¡estate quieta!- Las palabras retumban en su cráneo como una alacena que se desmorona, repartiendo por la estancia los trozos de los platos y copas que contenía. Se tapa los oídos con las manos pero no consigue amortiguar los pasos de la gata, como si un león de doscientos kilos estuviera haciendo una carrera de tacones por su pasillo. Rebusca entre la ropa hasta encontrar sus orejeras de lana gris y se las pone. Ahora sólo parece que la pantera rosa esté bailando claqué en el salón. Penélope sigue jugando con su pelota de tela.
La iracunda ninfa oceánida, con sus afiladas garras, pellizca las cuerdas de su alma arrancando la macabra sinfonía: vuelve a meterse en la cama y las sábanas rozan su piel como el arco de un violín, se cubre la cabeza con la almohada para mitigar el tintineo incesante de las llaves en el bolsillo del capullo que baja silbando en el ascensor, el agua precipitándose por las tuberías para chasquear la rosada piel desnuda de la joven que solloza en su ducha del ático, los vecinos nuevos robando unos gemidos de placer a la mañana en el piso de abajo, los televisores del edificio barritando a los cuatro vientos una ópera para vender coches o gañendo la ridícula musiquita de los anuncios de lejía, compañías telefónicas y aseguradoras (tiriri tiri tirí), la radio del portero berreando que el primer ministro ha aprobado un decreto, la cafetera graznando a borbotones como el más negro volcán en el rellano, las lavadoras rugiendo como turbinas de un 747 que despega, las bisagras chirriando los buenos días a toda Nápoles y a lo lejos la brisa zapateando las hojas de los árboles del paseo, sacudiéndoles el polvo, la arena y los pájaros que con sus putas melodías injertan su córtex.
Los sonidos entran en su cabeza como el topo que escarba en su madriguera, arañando las paredes y desprendiendo a su paso la cordura. La nereida relame su puntiagudo rosario, ociosa. Víctor se tambalea hasta la cocina a por un vaso de agua para poder tragar el cóctel de las ocho que enmudece sus tendones y nervios mientras la gata se ocupa de su juguete.
Trocea sobre la encimera la parafina de todas las velas que ha podido encontrar en su casa para derretirla en el baño maría que ha preparado. Una vez fundida aparta la olla del fuego y saca el frasco, cuando puede sujetarlo con ambas manos sin quemarse se quita las orejeras y apoya su cabeza de lado sobre el fregadero. Con pulso firme vierte buena parte del contenido del tarro en su oreja izquierda y se desploma en el suelo con un alarido de satisfacción.
Penélope ha descosido su pelota por completo y ya no tiene nada con qué jugar. Se contonea entre la despensa y su plato vacío abriendo la boca y separando los bigotes en un gesto sordo sin entender porqué su esclavo humano la mira sonriendo desde el suelo.
La sirena yace inmóvil en la orilla de un mar silencioso, al fin.
Miguel Ángel Payá Giménez, 3 de abril de 2020.
OPINIONES Y COMENTARIOS