Mañana…Mañana quizás pueda imaginarme que vuelo nuevamente por este cielo (nuestro cielo) y desde cierta altura te observaré. Me acercaré para decirte al oído que me gusta tu mirada clara, en la cual me figuraré crecer y aparecer de repente.
El viento. Siempre el viento acompañándome, como si ya formara parte de mi vida. Y mi nombre, pintado en letras doradas, encima de las alas de color azul.
Ella me mira, sonríe y agita su mano para saludarme. Me quedo mirando la letanía que pareciera alcanzar sus ojos y el silencio que sella sus labios. Entonces, arrojo al aire las flores que tanto le gustan, como todos los días a la misma hora.
Subo y desciendo desde diferentes alturas, acompañando al viento en su vuelo. Giro alrededor y recorro, con el pensamiento, todo su cuerpo, acariciándolo suavemente.
Ahora me siento solo y vacío, como esas plantas grises que veo allá abajo, cansadas de soportar tanto viento seco. Mientras observo una nube con forma de mandíbula prominente, pienso. Pienso: viento gris; sol amarillo; nubes blancas; alas doradas; ojos azules. Pienso y sólo veo nubes de silencio.
Pienso en el día que nos conocimos. Marta está sentada con dos amigas. Le hago señas con la cabeza. Sonrío. Ya se levanta y se acerca hacia mí. Propongo: bailamos. Dice que sí. Tiene las manos transpiradas. Es por los nervios, se disculpa. Pego mi cara junto a la suya. Le digo algo al oído. Nos reímos. Le acaricio el pelo y quiero besarla. Me dice que no. Insisto y lo consigo. Me interrumpa y se disculpa. Otro día, dice. Pregunto cuándo. Mañana, contesta.
Busco un lugar para descender y alcanzo a rozar las ramas de los árboles…Pienso…
…Caminamos por las calles de la ciudad, bajo el túnel que forman los plátanos. Una rama provoca un fuerte chirrido, cuando raspa la pared de un caserón. Nos asustamos. La abrazo. No se opone. Siento que tiembla. Es por el frío, dice. Le coloco mi saco sobre el hombro. No dejo de abrazarla. Caminamos y hablamos de nosotros. Aquí, dice. Aquí qué, pregunto. Aquí nos despedimos, vivo al lado, en el numero 187. Pregunto cuándo volveremos a vernos. Me besa y me contesta: mañana…
A treinta metros de altura, en un vuelo rasante y silencioso, giro alrededor de los árboles. Estoy sostenido, apenas, por una de mis alas.
…Un haz de luz ilumina un banco en una plaza. Allí estamos, marta y yo, mirándonos. Creo que marta es la única persona que puedo llegar a querer. Se lo digo. Sonríe y baja la mirada. Se lo repito. Tan pronto, dice sorprendida. Le contesto que no es cuestión de tiempo, sino de sentir una extraña vibración, cuando estamos juntos. Duda y piensa. Cambia de tema. Me pregunta si no tengo miedo cada vez que subo al avión. Respondo que mi avión es seguro y le prometo que cada vez que salga a volar, voy a pasar por encima de su casa y le arrojaré un ramo de flores, que ella atrapará. Será como un acto de buena suerte, una cábala, digo. Una tos nerviosa se desgarra en la oscuridad. Se escuchan pasos a lo lejos. Pregunto cuando me contestará. Me besa, se despide levantando su mano derecha (saludándome) y me grita: mañana…
Doy varios tumbos y me inclino en forma oblicua sobre el costado derecho. Al otro lado, el sol se escabulle entre el ramaje y todo se vuelve rojizo. Si de algo estoy seguro, es del estado de calma en que me encuentro. Esa paz me permite detectar las sutiles señales de la mente, que me otorgan luz verde para sentirme bien. Los segundos transcurren y alcanzo a ver, desde lejos, la plazoleta, que está frente a dónde vive marta. Se me antoja, ahora, vivir estos momentos con plenitud, sin entrar en disquisiciones sobre si existe o no lo perfecto. Nunca le he hablado de mis alegrías ni he abundado en el relato de mis penas. Pienso.
No desayuno y pienso en marta. El mecánico sigue enfermo y debo encargarme de revisar el avión antes de partir. Hay un ruido que aparece y desaparece. No le presto atención y salgo a volar. Entra tierra en mis ojos. No me importa. Una hora más tarde estoy sobrevolando el cielo de la ciudad y busco la casa de marta, nuestro cielo. Veo la plazoleta. Allá abajo, ella me saluda con los brazos en alto, como todos los días, cuando le arrojo las flores. Mis oídos perciben un ruido. Busco el ramo de flores y no lo encuentro. Creo que lo he olvidado en tierra, seguro que en el hangar. Maldigo al mecánico. Otra pasada y la cara de marta ya no sonríe y ya no agita las manos. Se cubre el rostro.
El aparato a la deriva, ronronea como un gato. Mientras he dejado de ser águila. A veces pájaro azul y letras doradas. Tela azul. Amarillo pálido. Verde sin esperanza. Negro de humo.
Ahora ya es tarde. Todo se está haciendo más oscuro, menos interesante el día. Escucho los sonidos, y las imágenes se vuelven cada vez menos nítidas. Las calles están solitarias. El motor se ha detenido del todo. El avión, mi vida, pronto se han de estrellar, como mi sueño.
Curiosamente no tengo miedo, pero si mucha bronca. Cierro los ojos y aguardo en breve la muerte.
El último aleteo y una fuerte ráfaga de viento que precipita mi caída. Ahora, sólo se me ocurre pensar en mañana…
© Daniel Mariscal
Patagonia-Argentina
Abril 2017
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