¡Ay los funcionarios!
¡Ay los políticos! ¡Y ay, ay, ay, cuando llegan a funcionarios! ¡Tan previsibles ellos! Toman el cargo con rostro circunspecto. Juran lealtad a la Patria y a la constitución, con frases dichas a los hachazos como si fueran militares, y de paso a los santos evangelios, aunque todas sus vidas los hayan confundido con las epístolas y revólveres. ¿Y de misas…? ¡Mejor ni hablar! A poco de jurar ascienden a las alturas celestiales. Aprenden dónde está el timbre para llamar al camarero. Luego se estudian los botones del intercomunicador. Inmediatamente después que alguien les obedezca, les empiezan a dar los vahídos que producen las alfombras rojas, las puertas de roble y los pomos y picaportes de bronce lustrado. Miran por las ventanas de sus flamantes despachos y ven al resto de los mortales desde lo alto, y muy desde arriba. Las puertas se cierran para quienes los ayudaron a llegar, y fueron sus leales colaboradores. Si bien nunca leyeron a Niccolò Machiavelli, se saben sus principios de pe a pa. En su lugar abren esas mismas puertas, de par en par, para recibir a sus superiores, los adulones y los mercaderes de quimeras, que cuando más fantasiosas son, compran con mayor entusiasmo y a precio tanto más elevado.
Comienzan a emitir sus propias promesas. Suenan convincentes y demuelen a sus antecesores, que también las hicieron, pero nunca las cumplieron, como tampoco las cumplirán ellos. ¡Válgame el cielo de llegar a hacerlo! Van a lugares olvidados para destacar, a través de abundantes comunicados de prensa, que juran ser los primeros entre sus pares, en haber pisado ese villorrio desde que se aglutinó en un caserío del Siglo 18. Prometen. Dicen tener en cuenta. Toman muchas notas. Mandan a hablar con sus secretarios, asesores, abogados, técnicos, funcionarios de rango inferior, chupamedias y alcahuetes. Todos ellos entienden algo distinto a lo que prometió el superior, y terminan creando un borrón mefistofélico que, indefectiblemente, terminará en los cestos de reciclaje de papel.
Hacer parecer que se hará, entusiasma más, por lo que es más importante que mandar hacer, y cuesta menos.
Todas las llamadas a sus teléfonos celulares tienen tonos de espera interminables con reclamos de santos, señas, contraseñas y guiños, luego de lo que, sigue la espera hasta el hartazgo, o la transferencia a mensajes de voz que nunca se escucharán. Las llamadas a sus teléfonos de línea fija corren peor suerte. Las más de las veces atienden los obsoletos pitidos y ronqueras de un fax que ya casi nadie sabe cómo se usa. En la otra línea atiende una grabación que nos entretiene varios minutos apretando botones y menús sonoros. El premio para el insistente, es que lo atienda una operadora, quien invariablemente estará de mal humor, con problemas hormonales mensuales o de medio término, la interrumpimos tomando su undécima merienda en la mañana, el almuerzo tempranero o una infusión que le quemó seriamente la lengua porque nunca se les entiende nada de lo que dicen. Más allá del maltrato, sin alternativa posible, a continuación, vienen las excusas de que el funcionario está en reunión salvando al país y no sabe cuándo ha de terminar.
La lógica moderna indica que lo mejor es mandarle un mail, que nunca serán contestados, o si nuestro funcionario fue suficientemente inteligente para tener una secretaria de las que odia trabajar, pero ama los trucos para no hacerlo, agregará al programa de correo electrónico una opción de respuesta automática, que será lo único que se obtenga. No interesa la importancia del mensaje. Suponiendo que un abnegado ayudante lea el recado, conteniendo una denuncia, acusación o pedido de ayuda, tanto mayor será el atraso en el reenvío. O, inversamente proporcional, la velocidad con la que terminará en la papelera de reciclaje del ordenador. Los funcionarios, siempre son absolutamente iletrados en tecnología, porque si no, no se hubieran empeñado a llegar a ser funcionarios. Ninguno de ellos sabe que los mensajes enviados o recibidos, por diez años, quedarán en los grandes servidores, donde nada es secreto.
A menos promesas cumplidas, más riquezas mal habidas. Por decir que sí, por decir que no o, lo más común, por no decir ni hacer nada. El dinero en las manos de los políticos es como los gases livianos. A la altura del despacho queda lo necesario y lo demás se eleva flotando con precisión. El objetivo que lo recibirá, dará a cambio protección y garantía de impunidad. Lástima que siempre tiene deficiencias. Lo que viene desde abajo de ellos, a su vez también lo garantizan con la impunidad que sea posible, hasta que las cosas se pongan feas y tendrán un desconocimiento absoluto que riámonos de Simón-Pedro. Si la cosa se pone peor, siempre es bueno arrepentirse, pero por la teoría de la incoherencia, no será de corazón sino judicialmente a cambio de reducción o absolución de penas.
El mundo pasa a dividirse entre amigos, que serán siempre rubios o canosos, sonrientes, pero de traje y corbata; los enemigos son de pelo negro, crespo, pero siempre con overol o chaquetilla de trabajo, un compendio de estatutos y leyes laborales en la mano y con gesto de enojo o hartazgo.
Cuando deben dar explicaciones por las riquezas mal habidas, es dónde aparece un tío rico, solterón, sin hijos reconocidos, ni que estén haciendo el reclamo de paternidad, que supo ser hacendado o financista, dependiendo de los bienes investigados. Sus enseñanzas y consejos le fueron de extremada utilidad al funcionario, pero nunca tanto como su muy oportuna muerte, aunque haya terminado sus días en un asilo público de menesterosos. ¡Es que no saben lo desaprensivo por lo material que era!
Si no es suficiente, buena también es una tía millonaria, muerta en Suiza. Jurará que, en realidad, figura en esas cuentas porque Tía Querida estaba muy anciana y ya se siente morir. La pobre mujer desea un sepelio acorde con su vida, y esos menesteres, en la Confederación Helvética, son muy costosos, si no pregúntenle a Borges.
Tarde o temprano, en un chequeo médico cardiovascular, el doctor, con semblante preocupado, le dará aviso de que solo habrá esperanzas durante una crisis, si le instalan media docena de stent a razón de nueve mil dólares cada uno. Los médicos los compran por mil, y le aplican solamente los dos que realmente necesita. El funcionario, desesperado porque no podrá disfrutar lo que está embolsando, paga al contado, en efectivo, billetes nuevos y con numeración correlativa, sin sacar de las cápsulas de la Reserva Federal del Tesoro Estadounidense. Para que no hayan dudas de su autenticidad.
Cuando los funcionarios se acuestan en la cama de la clínica privada, un doctor, siempre calvo y de anteojos, le recomienda un chequeo general en el que le diagnosticarán hígado graso por exceso de whisky; sedentarismo por las prolongadas reuniones; reuma por el enmohecimiento de las articulaciones. Luego viene la infaltable recomendación de ir al gimnasio dos horas por día o caminar por lo menos cuarenta cuadras diarias. La realidad es que las caminatas se reducirán a las que se hagan desde el estacionamiento al casino, al cabaret o al burdel. A los quince cafés expresos diarios, los cambian por infusiones naturistas como el pálido té verde. Dicho cambio, que dura dos días, y luego volverá al café rabioso. Los más discretos, que no fuman, son tabaquistas pasivos de por lo menos dos atados diarios. Los más, fuman paquete y medio y hasta cuatro, más lo que les fuman alrededor terminan con suficiente alquitrán en los pulmones para pavimentar el camino al cielo y plagarlo de buenas y sanas intenciones. Una migraña es inaceptable, por lo que, ante su insolente aparición, recurren a una o dos cápsulas de ibuprofeno al que se harán adictos.
La secretaria, que ya fue secretaria antes, precisamente por saber guardar los secretos está preparada para defenderlo y excusarlo de lo que sea. Ella guarda, en secreto como corresponde, el anhelo de ser su pareja oficial para ayudarle a gastar sus millones. Ella sabe que, en el fondo, él está enamorado de ella. El funcionario, no tan en el fondo, desearían regodearse en su generoso escote siliconado y atacar, artera y amañadamente, su trasero respingón a fuerza de cientos de sentadillas hechas en casa durante los fines de semana. La citada secretaria se entromete en todo, incluyendo en su matrimonio, cubriendo al funcionario cuando sale con la amante, sin embargo, sufrirá y llorará en silencio.
El funcionario tiene un perro miniatura, al que solo le falta hablar, y agradece al cielo que no lo haga, porque revelaría que conoce mejor a la amante y a sus hijos que a los legítimos del señor funcionario.
Nuestro funcionario, cuando cargó la burra con dinero, se fue a vivir a los edificios de lujo que miran al río, el mar, al lago o las montañas. ¡Ah la naturaleza! ¡Nada mejor que verla de lejos, desde atrás de un vidrio en un piso alto! Pisos que son como barrios cerrados, pero en propiedad horizontal. Para los fines de semana se compró una casa en un club de campo, muy alejado de la ciudad. Tiene las luces y la refrigeración permanentemente encendidas sin sentido. Allí interna a su mujer y a sus hijos todos los fines de semana, cuando indefectiblemente lo llaman desde la oficina para reuniones urgentes, que terminan en el apartamento alquilado al solo efecto de juntarse con la amante, que obviamente es por lo menos veinte años menor que él. Ella, quiere casarse, pero él no soportaría jamás a los hijos pequeños de ella, dado que ni siquiera soporta a los propios, por lo que, su amante, también llorará en silencio.
Usa un Audi A4, que puede ser blanco o negro, y al que cambia por uno nuevo, en lugar de mandarlo a lavar. Su ambición es llegar al Audi A5 cupé blindada, o tanto mejor al A6 Tiptronic Quattro, pero le teme a la ostentación en extremo, aunque se convence a sí mismo, que al A5 en la calle, lo confunden con un Volkswagen.
Lleva el efectivo, en billetes de alta denominación, en el bolsillo derecho. En el izquierdo un ínfimo sobrecito con el documento de identidad, la licencia de conducir y una tira de electrocardiograma plagado de arritmias, que en realidad no le pertenecen, pero son extremadamente útiles para usar como pretexto en caso de sea necesario. No usa tarjetas de crédito de bancos nacionales. Sí, en cambio, una American Express Black, emitida en Liechtenstein sin límite pre acordado. De todas formas, siempre sale sin ella.
En la oficina, en un cajón del lado derecho; en el bouillon de amor, debajo de la almohada de su lado y en la casa del club de campo, en su mesa de luz, nuestro funcionario guarda sendas pistolas Glock 26, livianas y confiables de las que solo sabe activar y desactivar el seguro, pero nunca se preocupó en aprender a tirar. No las tiene por valiente, sino por cobarde, pero más, por culposo.
En los trajes siempre lleva un pin en el ojal con los colores nacionales, para que no se confundan los de lengua larga. Él es el más patriota, aunque toma champagne francés, que no le gusta y prefiere la cerveza holandesa, se muestra apasionado por las trufas negras de encina italianas, aunque si supiera lo que son realmente, es probable que se descompusiera del asco. Le ocurre lo mismo con las ostras chilenas a las que traga enteras, con repugnancia, pero con la afectación del que puede pagarlas.
Le cuentan una verdad y mil mentiras, pero él toma a todo como confabulaciones ciertas, y que sus fuentes no son unos miserables alcahuetes y lamebotas, sino fuentes de información creíbles e incuestionables. Se entera “casualmente” de todo lo que no debiera o no le conviene saber. Suele sacar de mentira verdad con leves insinuaciones con la densidad de una varilla de acero. Hace lo mismo con las conclusiones apresuradas que, para no dar marcha atrás, convierte en dogma. Cuando se equivoca no pide perdón. Cuando lo descubre en falta manifiesta esgrime los pretextos más absurdos que improvisa con habilidad y lanza con tal vehemencia que su familia se lo termina aceptando por tanto ímpetu o lo perdonan realmente porque le creen o por mero hartazgo y rutina.
Sus tres grandes problemas son su familia a la que finalmente abandonará, ignorando que en realidad los alivia, y reemplazará su ausencia con dinero. El segundo es su amante, a la que no acepta con hijos y a la que también abandonará, pero consolándola con un coche pequeño como puede ser un Mini Cooper o un Audi A1. La reemplaza por alguna jovencita henchida de sustancias de la química del silicio. El tercero es el dinero que le trae más problemas que felicidad, por lo que lo entierra en contenedores herméticos, luego de termosellarlo al vacío, o compra múltiples propiedades a nombres prestados que ni siquiera le pagan los impuestos, los muy ingratos.
Aunque muchas veces les echen el guante a estos funcionarios, a esta historia le falta desenlace. Todo sigue igual, los abogados y los contadores se hacen más ricos, las amantes jóvenes van cambiando tan rápido como se dan cuenta que no podrán echar mano a lo que está guardado, y que él, hasta los nombres confunde. Puede ocurrir, que luego de puntear los siete pecados capitales, termine cayendo en una boda costosa y tonta, que abochorne a los suyos.
En otros casos, simplemente hay un final, pero son de esos que ya son definitivos.
Jorge A. Ricaldoni © 2016Dedicado a los chorros, choros y chorizos de todos los países.
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