El prisionero
Enrique Bermúdez Jaena, nicaragüense de nacimiento, yanqui por no quedarle otra opción, ni lugar en el mundo, enganchado como tropa de infantería, casi sin entrenamiento militar y no muy dotado de razón por la naturaleza, estaba sentado sobre las palmas de sus manos junto con sus compañeros del pelotón de avanzada de infantería que debía asegurar al pueblo de Kozaki en Afganistán.
Esa misma mañana habían sido recibidos alborozadamente por el pueblo y los policías de Kozaki. Todos habían sido informados que Helmand era una zona peligrosa, casi un del cuartel de talibanes, sin embargo, el capitán del pelotón imaginó que el griterío de los pobladores, cuando llegó el pelotón, era una bienvenida.
¿Cómo podían poner al frente de un pelotón de avanzada a un imbécil? ¡Creyó que los vivaban! Los condujeron a la única fuente de agua del pueblo, al lado de un pozo en medio del desierto.
Sin advertencia previa los policías de Kozaki abrieron fuego contra el pelotón, cuando casi todos los soldados de la coalición tenían las armas en el suelo, luego de tomar agua y refrescarse, con la misma confianza que si estuvieran en el patio central del Pentágono.
Salieron guerrilleros vestidos de negro de todas partes, nadie sabrá jamás si era decenas, cientos o miles. El ruido del repiqueteo de los fusiles AK-47, de largo alcance, y las balas que se llevaban vidas como si no valieran nada, no permitió contarlos.
A los recién llegados que sobrevivieron, los hicieron arrodillar sobre las manos. El pelirrojo baby’s face O´Sheas hizo un gesto de dolor. En el apuro se arrodilló con una mano sobre una piedra aguda. Aguantó todo lo que pudo. Sacó la mano de abajo de su rodilla y el brazo no llegó a superar la altura de la cintura cuando dos balas de AK-47 le destrozaron la espalda, la vida, los recuerdos, sus amores y las ilusiones. ¡Qué algo tan ínfimo como dos balas, puedan contra lo mucho que implica la vida! ¡Qué fragilidad absurda la de la existencia!
El capitán estaba arrodillado a la derecha de Enrique, en la punta de la fila de prisioneros.
Los hicieron poner de pie y los llevaron frente a un largo muro y los hicieron sentar con las manos debajo de las caderas. Cualquier movimiento sería lo suficientemente notable para que las balas se hicieran cargo rápidamente del osado.
A los pocos minutos la mitad de los captores se pusieron a orar en dirección a la Meca y no por casualidad de frente a los cautivos. La otra mitad de los guardias les seguían apuntando atentamente. Cuando los que le suplicaron a Alá ser buenas personas terminaron con sus ruegos, les tocó el turno a los que habían estado primero de guardia. La escena se repitió. Al terminar la oración, y estando Alá plenamente satisfecho, llegó un viejo talibán que bien podría haber sido un ser un pastor o un camellero. Su rostro era ideal para ilustrar la tapa de la revista de la National Geographic. Alto, terroso, desgreñado, barba canosa, y con la cara surcada de arrugas que bien se podrían haber sido cicatrices. No tenía mano derecha, lo que no le impedía que en la izquierda tuviera una pistola Glock. Un adolescente, que no tendría más de doce o trece años, acompañaba al viejo. Su tarea era quitar las chapas de identificación a los soldados, aunque por su torpeza parecía que debía estrangularlos sin más, con la cadena que les pendía del cuello. El viejo se acercó al soldado que estaba en el extremo opuesto al capitán y a Enrique.
El viejo hizo una invocación al cielo en árabe, apoyó la pistola en la cabeza del soldado y disparó. Nuevamente hizo otra invocación en la que pedía perdón, pedía por el alma del muerto o se disculpaba con Satanás. Se dirigió al que seguía en la fila. El soldado comenzó a llorar. El adolescente le quitó la chapa a los tirones y todo se repitió exactamente igual.
Enrique recordó el terror de su infancia en Nicaragua cuando su padre era coronel de los Contras. Se preguntó si su padre también habría hecho cosas como estas. Luego sus pensamientos saltaron a cuando con su padre, su madre y sus dos hermanos los metieron en un avión de carga americano cuando las tropas yanquis evacuaban su país luego del escándalo político. La llegada a Miami. Les hablaban en inglés, a los gritos como si de esa forma fueran a entender. La cuarentena en los barracones de la marina. A Enrique le sanaron los dientes y a sus padres la sífilis. El asombro del agua limpia que se podía beber del grifo. La comida que tenía siempre el mismo sabor. Estaba asegurada, se alegraba su madre. Es puntual, festejaba su padre. Luego los llevaron a vivir en las afueras de Miami en un barrio de tráileres. Unas semanas después su padre les anunció que si se enganchaba con las avanzadas apostadas en Arabia Saudita le pagarían sueldo de teniente yanqui. Debía entrenar a unos aliados de Estados Unidos: los talibanes que luchaban contra los soviéticos en Afganistán.
Enrique estuvo toda aquella noche abrazado a su padre llorando y rogándole que no los dejara. Recordó las caricias ásperas de las manos encallecidas de su padre explicándole que serían nada más que dos años y que la paga les permitiría vivir como los yanquis. A la semana siguiente, luego de la despedida, fue la última vez que supo de él. Su madre vistió de negro para siempre. Instalaron una mesita con la foto del padre sonriente en uniforme de gala estadounidense con la bandera de las trece barras a la derecha. La madre mantenía siempre una flor fresca. Nunca pudieron encontrar el cuerpo. Los chismes militares decían que había muerto por descuido, enseñando a detectar una mina antipersonal soviética. A Enrique no le importaba cómo había desaparecido de la faz de la tierra, de sus vidas, dejándolos huérfanos y viuda. Sabía por seguro que extrañaba mucho a su padre, que en definitiva había visto pocas veces y jugado a la pelota ninguna. Estaba pensando en eso cuando oyó a uno de sus compañeros gritar una consigna patriótica con la pronunciación típica de los de Alabama. En ese caso el viejo no hizo la segunda oración luego de disparar en el cráneo del soldado.
Recordó los regaños de su madre por lo poco estudioso que era. En realidad, lo único que le interesaba de la escuela era Lisa, la gordita rubia que fue la primera mujer a la que besó y que tenía aliento a chicle.
Pensó en rezar, pero descartaba de antemano la posibilidad de un milagro. En Nicaragua eran católicos, pero en Miami la iglesia quedaba muy lejos y terminaron yendo a una escuela dominical adventista que era donde más los ayudaron y a veces les permitieron llenar la olla hasta que su madre recibió primera pensión de su padre muerto. Sus pensamientos se asociaron con los cumpleaños en los que su madre ahorraba monedas desde mucho tiempo antes para hacerle un pastel con una vela y luego brindaban con alguna chibola nicaragüense bien fría. Si las conseguían, brindaban con chipionas de uva bien heladas y si no una Coca o una Pepsi eran igual de bienvenidas.
Oyó otra oración y el disparo que le seguía. En este caso de nuevo la oración que tal vez encomendaría el alma.
Meditó sobre su mujer María Inés, en cómo la conoció y la primera vez que hicieron el amor. De pronto el rostro se le agrietó, ya que a partir de María Inés había necesitado dinero para salir y lo más rápido fue enrolarse en el ejército. Tuvo dinero y hasta un coche. Fue en el coche donde la dejó embarazada. ¡Cómo lo regañó su madre! “¡Vas a repetir la historia de tu padre! ¡Para colmo con una salvadoreña!” le dijo. Él sin razón ni asidero le aseguraba que no era así. Se casaron antes de su viaje al Asia central.
El verdugo ya estaba muy cerca. Era el turno del guía afgano traidor, que los había conducido hasta la ratonera. Discutieron agriamente. Finalmente, el viejo le dio dos monedas enormes que le encendieron la cara al muchacho, que, sin embargo, reclamaba por los gestos una moneda más. De pronto el hombre viejo se llamó a silencio y le hizo un gesto para que se levantara y se fuera. Cuando se puso de pie, le entrego la tercera moneda y le gritó algo que indudablemente significaba que se fuera bien pronto. El muchacho salió corriendo lo más rápidamente posible. A no más de treinta o cuarenta metros de distancia se sintió el primer tiro de la Glock del viejo, con lo que la muerte, rompiendo algunos huesos, se le coló en el cuerpo del traidor. Las tres monedas volaron por el aire. El primer proyectil fue seguido por innumerables disparos que alcanzaron al cuerpo del guía renegado a su raza, devolviéndolo a la arena y las piedras entre sangre, entrañas, huesos astillados y girones de carnes, ropa y una poca de materia gris. La muerte le había llegado en la forma más obscena e impúdica de la que es capaz la violencia.
A María Inés le había dicho que la vería pronto, que las acciones serían rápidas que él conocía a muy bien a los talibanes porque su padre era uno de los que los habían entrenado.
El talibán recargó el arma y la acercó a la cabeza de Bubba, su amigo negro que estaba a su izquierda. Bubba lloraba como un niño. Le dio pena y a la vez fastidio. Los soldados no deberían llorar. Los niños tampoco, o al menos eso le había dicho su padre. El viejo empezó a rezar sus letanías antes del disparo. Recién entonces Enrique se dio cuenta que no conocería a su hijo y que era cierto aquello de que se repetiría la historia de su padre. ¿Lo lloraría su hijo sin haberlo conocido? Sonó el tiro muy cerca y la sangre de Bubba lo salpicó, saliendo impúdicamente de su cauce natural. Estaba tibia y eso lo asustó porque supo que lo que ocurría no era un mal sueño.
Le tocaba a él y se preguntaba por qué mala broma del destino estaba él allí. Por qué su maldita suerte lo había llevado a ese nido de ratas color piedra. Pensó en decir algo patriótico para que su hijo estuviera orgulloso de él. El adolescente le arrancó a los tirones la placa de identificación. Enrique pensó en cuando iba a jugar al lago Managua, en el Puerto Momotombo. Era un gran recuerdo para morir pensando en eso. ¡Todo era tan ridículo! Tenía apenas 25 años.
Era su turno y mientras el talibán rezaba por él, Enrique lo interrumpió gritando a voz en cuello y una furia incontenible en castellano:
“¡Yanquis asesinos de mierda! ¡Viva Nicaragua, carajos!”
El talibán, se detuvo lo miró muy fijamente a los ojos y en un castellano lento y muy quebrado le dijo en vos muy baja y grave
“¡Lo hubieras pensado antes! Siempre serás extranjero en la tierra de los infieles, y te tratarán siempre como extranjero. ¡Nosotros no te llamamos a nuestra tierra, arrepiéntete de tus pecados, conviértete y encomiéndale tu alma a Alá, que es justo!”
Apoyó la pistola en la cabeza de Enrique. Se escuchó el disparo. Sintió un golpe fuerte que primero lo aturdió e inmediatamente nada más.
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