Moebius
El campo es así. O se la pasan mirando al cielo para ver si es posible ordeñarle unas gotas de agua a las nubes, o llueve tanto que los chacareros se mueren de indigestión de agua. 2012 fue uno de los años en los que se podía tomar agua de parado, en el medio de la pampa, sin vaso ni cantimplora.
Los pocos campos que se salvaron de la inundación no tardaron mucho en llenarse de toda clase de bichos muertos de hambre. Las liebres se comían las semillas de soja, aunque estuvieran verdes; los zorros se comían a las liebres y los hurones a los zorros. Por otro lado, las isocas militares atacaban al maíz que prometía un buen rendimiento por el abundante riego divino, que ahogó más de lo que regó. Todos los años lluviosos ocurría lo mismo. Se repetían los ciclos monótonamente, de sequías y lluvias, inviernos y veranos, fríos glaciales y calores bochornosos, siembras y cosechas; macolladas y floraciones; abundancia y desesperanza. Lo dicho: el campo es imprevisible en su cadencia monótona. Mientras tanto, en las capitales, los políticos discutían como sacarle algo más a los desesperados, porque entre tener casi nada y nada, maldita la diferencia.
Siempre que llegaban las lluvias furiosas de “El Niño” ocurría lo mismo, los eucaliptus que evaporaban miles de litros de agua por día en las épocas de sequía, morían ahogados, aunque permanecieran en pie durante las inundaciones. En tanto las isocas marciales, encontraban en los bordes de las lagunas el barro blando y calor suficiente donde reproducirse, con imperioso empeño de ser más y con un hambre insaciable para poder pasar de orugas a mariposas. Los mosquitos hacían su parte en forma inexplicable. Dios parecía haberse equivocado poniendo a demasiadas hembras hematófagas para tan pocos animales de sangre caliente en aquel desierto de agua poco profunda para alimentarlos a todos que, impotentes, se dejaban picar. A las isocas nada las interesaba, excepto el maíz.
Julio Barbagallo sabía que tendría que fumigar o encontrar la forma de ganar dinero criando las malditas isocas militares, lo que era bastante poco probable. Llamó y averiguó con los fumigadores. Todos estaban ocupados, y los que no lo estaban era porque sus máquinas habían quedado aisladas en algún establecimiento o un pueblo rodeadas de agua y la indiferencia de los gubernamentales de las capitales, que luego a pesar de todo, reclamarían su parte, como las despiadadas isocas. De las dos plagas, no se podía terminar con ninguna.
“Vas a tener que rociarlas con el avión” le dijo Daniel, el agrónomo. Julio recordaba que la última vez que habían fumigado el campo desde un avión, él era muy chico. Desde entonces su abuelo Pepe había dado la orden tajante de no hacerlo nunca más. No recordaba muy bien el por qué, ya que solo tenía ocho años de edad en aquel momento. Recordaba claramente al avión, que tuvo que hacer maniobras y piruetas muy arriesgadas para esquivar los árboles. Su impresión había sido que se trataba de un avión muy extraño, parecido a los de la primera guerra mundial con ala doble. El recuerdo había sido lo suficientemente fuerte como para que, de grande, cuando tuvo la oportunidad se comprara un biplano Stearman Boeing PT-17B. Siempre supuso que aquel avión fumigador que le había gustado tanto era similar, sino idéntico, al que él había logrado adquirir y restaurar. Era un avión de madera y tela.
Julio, también recordaba al piloto de aquel avión porque le había regalado la campera de cuero que llevaba puesta durante la fumigación. Lo conoció cuando el biplano aterrizó brevemente a recargar los tanques. Julio recordaba la fascinación que le produjo aquel aparato rojo, enorme, rugiente, que podía volar esquivando los árboles. Sus abuelos lo sostenían de los hombros para que no saliera corriendo y se abalanzara sobre el avión que podía guardar una enorme cantidad de peligros desconocidos, como escapes calientes o goteos del insecticida.
Cuando el piloto terminó de llenar el tanque del avión con el plaguicida para fumigar, lo llamó por su nombre. Julio recordó su sorpresa y cómo corrió a donde estaba aquel piloto que lo hizo subir al cockpit y le mostró los controles de la aeronave. Luego de asegurarse que el avión estuviera frenado con tacos de madera en las ruedas, le indicó al niño que tirara de un manillar de bronce. Julito lo jaló y el motor corcoveó y tosió para ponerse en marcha. El chico se asustó y lo soltó. El piloto se rio y le dijo: “Dale, ayúdame, ponelo en marcha. Algún día tenés que tener uno como este… Es mejor que ser un pájaro…” Julito, emocionado volvió a jalar una vez más del manillar e intentó otro arranque sin resultados. El piloto le insistió “Dale hasta que arranque, es como el caballo: si no siente que vos lo dominás, no te va a obedecer.” Julito miró fijamente al manillar y tiró con fuerza. Se oyeron varias explosiones y finalmente un rugido. La hélice comenzó a girar en una órbita perfecta. El niño se asombró que fuera tan fácil desatar a la bestia. El piloto, lo bajó del cockpit y lo llevó con su abuelo. Se sacó la campera de cuero y, dirigiéndose al niño, le dijo: “Te la dejo, porque hoy hace mucho calor para andar con esta campera. Guardala hasta que nos volvamos a ver. La vas a poder usar cuando sepas que estás realmente listo para volar”. El abuelo le preguntó al piloto cuánto era lo del servicio de fumigado, y el piloto le dijo que no sabía, que eso lo debía arreglar con el aeroclub, ya que no era su trabajo habitual sino un favor y el placer de volar.
Quitaron los tacos de madera a las ruedas. El piloto aceleró y el avión se movió un poco. Probó el timón y los flaps. Aceleró y todos sintieron el vendaval del avión que salía al campo para remontar vuelo en menos de cien metros.
Caminando de vuelta a la casona familiar, la abuela le comentó al abuelo que le parecía raro que el piloto no se hubiera quitado nunca las antiparras y el casco de cuero y que, además le dejara nada menos que esa campera a Julito que la llevaba puesta aunque le quedaba enorme. También le preguntó por lo que habían conversado con el piloto. Pepe masticó la boquilla del cigarrillo y comento entre dientes con voz disfónica: “¡Sabes cómo son estos pilotos…! ¡Son todos unos locos! Yo me voy a encargar de llevarle la campera al aeroclub”. Julito con la campera que aunque estirara los brazos no salían por las mangas, miraba las idas y vueltas de ese avión que parecía venido directamente de una historieta de guerra de la revista El Tony. Se juró a sí mismo que algún día tendría un avión igual a ese.
Julio recordó la campera que había sido un trofeo tan especial en su infancia y la fue a buscar. Estaba guardada en el ropero que había sido para la ropa sus abuelos, luego sus padres y ahora guardaba la propia. Estaba cuidadosamente guardada en una bolsa de nylon con cierre. Alba, la mujer del capataz, se encargaba todos los años de renovar la ración de naftalina.
Cuando julio la sacó de la bolsa, el olor a naftalina le produjo un cierto rechazo. La sacó al sol y la sacudió para que se aireara. A la luz del sol, observó detalladamente las alas dobles repujadas en el cuero de la espalda que todavía conservaban algunos de los colores con los que debió haber sido teñida originalmente. Buscó etiquetas que identificaran al fabricante o el país de origen de la manufactura. Absolutamente nada la indicaba, aunque buscó hasta en el forro de los puños. Cansado de escudriñar, se la colocó. Le quedaba como hecha a medida para él. Sonrió imaginando lo que diría aquel piloto de su niñez si lo viera con aquella vieja campera.
Cuando llegó al aeroclub quiso averiguar por el piloto que tenía un biplano, allá por los años 60. Los miembros más viejos se miraron entre sí. El presidente del aeroclub le dijo “El único loco que se puede comprar un Boeing Stearman PT-17B sos vos Julio. Nunca hubo un biplano por acá”. Julio insistió: “Yo recuerdo a un fumigador que cuando yo tenía ocho años volaba un doble ala y que hasta aterrizó en el campo para recargar insecticida. Me dejó arrancar el motor y me dijo que cuando fuera grande tuviera uno como ese”. El presidente del club le preguntó: “Y de que color era”, “Rojo como este” contestó Julio. “¡Y porque un fumigador te dejó arrancar el motor de su avión vos te compraste un biplano de 1945 con motor Lincoln, que debe consumir mil litros por hora! ¡Para colmo lo arruinaste pintándolo de rojo cuando el original de la marina yanqui era amarillo y celeste! Te ofrezco un negocio… Tengo un Boeing 727 triturbina de 1960, que con unos arreglitos queda hecho una joya y ¡consume menos que el PT-17! ¡Te lo cambio por la chacra!” Todos rieron a carcajadas, menos Julio, ocupado en cargar el combustible y el plaguicida. Terminó las tareas en medio de las burlas en las que siguieron ofreciéndole, como una ganga, el muy mal mantenido Boeing 757 presidencial identificado como Tango 01.
Julio se puso la campera que despertó admiración en todos los demás. “¿Y esto de dónde lo sacaste? ¡Es una belleza!”. “Me la regaló el piloto del fumigador que nunca existió según ustedes”. El presidente del club, ante tal evidencia terminó diciéndole: “¡No te ofendas Julio! A lo mejor era de Pehuajó o de 9 de Julio. De acá seguro que no era”.
Julio se calzó las antiparras y un casquete de cuero de la misma época que el avión y contestó: “¡Era de acá! ¡Con mi abuelo vinimos a pagar acá la fumigada!”. Sin más palabras se subió al cockpit y al tercer intento arrancó el viejísimo motor Lincoln del Stearman que rugió y lanzó fuego por los escapes, para renovar las risas y las burlas de los otros pilotos.
El jefe del aeroclub le informó por la radio que había vientos con ráfagas muy fuertes a partir de los quinientos metros así que debería navegar con precaución y que si los vientos superaban los 40 nudos por hora, debía volver de inmediato. Julio dio el comprendido y dijo para sí mismo: “¡El día más soñado para volar como nunca!”.
Julio inició el despegue con un fuerte viento de frente, por lo que el Stearman se levantó de la pista en pocos metros y ascendió casi vertiginosamente. Los rostros, risas y burlas de los socios del aeroclub se convirtieron en silbidos y exclamaciones de admiración al ver al biplano en un ascenso casi vertical.
Cuando Julio llegó a los 1200 pies de altura, sintió una ráfaga fuerte de costado. En lugar de bajar o tratar de evitarla se dejó llevar, como hacen los cóndores y los albatros. Los 83 nudos de la velocidad crucero, siguiendo la corriente de aire, se convirtieron rápidamente en 110 nudos por hora, cercanos a la velocidad máxima que soportaba el avión. Siguiendo una corriente era ascendente, Julio dejó que se llevara al avión, que prácticamente planeaba con la nariz para abajo, pero sin embargo era remontado por la térmica. Normalmente tendría que haber llegado a los 10.000 pies de altura en unos 20 minutos, pero solo le tomó 15, y el Stearman seguía ascendiendo. Julio se puso la mascarilla y abrió apenas el botellón de oxígeno. “¡Menos mal que me traje la campera, hace un frio terrible aquí arriba!”. Abrió una de las salidas de aire caliente del motor que ayudaba a que no se le congelara la parte inferior del cuerpo. El Stearman seguía ascendiendo. Cuando llegó a los 4000 metros, Julio redujo la potencia del motor y comenzó a planear en forma descendente mientras la corriente térmica más caliente seguía empujándolo hacia arriba. ¡Aquello era volar! Se sintió el hijo de Ícaro. De pronto comprendió lo que le había dicho aquel piloto cuando era niño. También comprendió lo que debía sentir un surfista intentando cabalgar una Pororoca, la ola gigante del estuario del Amazonas.
La velocidad y la altura seguían aumentando y Julio sabía en la teoría lo que eso significaba: podía estar llegando a un techo donde la corriente térmica perdiera su mágico poder. Bajó las revoluciones del motor. Una fuerte ráfaga de viento lo tomó de flanco y sintió que perdía el control del avión. Respiró una fuerte bocanada de oxígeno para asegurarse la lucidez, pero tuvo el efecto contrario. Se sintió mareado y perdió tanto el conocimiento como el control.
Durante varios segundos todo fue negro y sin ruidos. Era como un sueño en el que él sabía lo que estaba pasando, pero no podía hacer nada, hasta que abrió los ojos y tomó conciencia de que el peligro era inminente.
El Stearman caía en picada como una piedra. Sabía que, a pesar de todo, con ese avión podía recuperar altura, aceleró el motor y tiró con fuerza del timón para enderezarlo.
Julio, como los pilotos de guerra, no sintió que se caía, sino que la tierra se le venía encima. El medidor de la velocidad había llegado al máximo, el avión seguía acelerando y el ruido era ensordecedor. Se sintió aplastado contra el respaldo del asiento y volvió a perder el conocimiento por breves segundos. Cuando estaba a unos 300 metros de altura logró finalmente enderezar el avión con un rugido y lenguas de fuego saliendo por los escapes. Se sintió tan aliviado que volvió a marearse. Las dosis de adrenalina habían sido demasiado altas. De pronto recordó que el hijo de Ícaro era Dédalo y que se había estrellado por querer llegar al sol, que le había derretido la cera con la que se había pegado plumas de aves para emularlas. “Estuve demasiado cerca”, se retó a sí mismo.
Pasó un rato hasta que se recobró del susto, repasó cada uno de los instantes, hasta los más malos y los disfrutó con inmenso placer, pero dado lo que consumían los siete cilindros radiales del motor, decidió que debía hacer la fumigación en la chacra, o tendría que volver al aeroclub a repostar combustible.
Miró hacia abajo para ver donde estaba y no reconoció los lugares que había visto cientos de veces en las horas de su entrenamiento. Sacó el GPS de la campera y lo encendió. El aparato pasó varios minutos buscando los satélites, pero no los encontró. Se elevó para orientarse por la figura cuadriculada de la ciudad de Carlos Casares. Vio la torre del agua corriente y siguió con la vista el bulevar de eucaliptos que continuaba hasta el cementerio. La ciudad le pareció más chica que de costumbre. Extrañamente no se veían las antenas de comunicaciones ni la de televisión. ¿Qué le estaba pasando?
Bajó la altura, siguió la avenida con eucaliptus, luego el cuadrado del cementerio y un poco más en el campo y luego de una curva, el cementerio judío con sus monumentos de mármol y cemento. No había dudas. Siguió con la vista por el camino real en dirección al Norte esperando encontrar el Canal Mercante. No lo vio porque no estaba, pero tampoco había torres de alta tensión, ni ningún otro poste que llevara electricidad. Aunque el canal no existía pudo reconocer un molino de viento pintado con los colores de Boca Juniors que estaba en lo que había sido el campo de los Rouco. Lo reconoció porque lo recordaba de haberlo visto muchísimas veces, pero sabía que a ese molino lo había arrastrado la inundación de 1997. Cruzó en línea recta hasta su chacra. Pudo reconocer la entrada y la casa. Sin embargo, los eucaliptus no superaban los 15 o 20 metros de altura. El parque desde lo alto se veía distinto. Había un auto gris parado frente a la casa, pero no era el suyo, sino el Chevrolet ’38 de su abuelo. A la casa se la veía flamante, el pino bajo el cual dormía y jugaba cuando era niño estaba allí de nuevo, aunque en la realidad se había secado hacía años. Julio se sintió mareado y confundido, pensó que estaba alucinando por el efecto de la bajada en picada. Subió a los tres mil pies y ya no tuvo dudas que aquella era su chacra sembrada de maíz. Hizo varias pasadas haciendo sonar la bocina como la de un Ford A para que los que estuvieran abajo se pusieran a resguardo del insecticida. Alguien desde abajo le hizo señas con un pañuelo blanco girando en redondo, que significaba que podía empezar a fumigar. Bajó e inició la pulverización contra las isocas. No había duda alguna, los árboles no eran tan altos, o así le parecían, lo que le permitió volar más bajo, pero no se privó de hacer ninguna de las piruetas en el aire que tanto le gustaban. El viento del sudoeste era fuerte por lo que en los lotes que daban al sur debió pasar más veces de las calculadas hasta que el insecticida se acabó. Faltaban los cuadros que daban al oeste, así que decidió aterrizar para recargar el pulverizador del avión. Lo hizo en un potrero chico, sin sembrar, frente a la casa. Hizo varias pasadas para espantar a los terneros. Estos eran Aberdeen Angus negros, pero ¿dónde estaban sus terneros Shorthorn colorados y blancos? ¿Qué estaba pasando? ¿Se había vuelto loco? Finalmente aterrizó. Sin parar el motor dio vuelta y acercó el avión a la tranquera. Había un montón de gente esperándolo, que al principio no reconoció. Todos levantaban los brazos saludándolo. Cuando se acercó no pudo creer lo que vio. Allí estaban sus abuelos y sus padres. Se destacaba su madre cuando era joven y hermosa como la había visto en las fotos, pero no la recordaba así. Su padre era más parecido a sus recuerdos. Su hermana, una niña de apenas tres años, en brazos de su madre. Sin embargo, lo más impactante fue reconocerse a sí mismo con ocho años de la mano de su adorado abuelo Pepe.
Julio no detuvo el motor del avión. Tuvo el dejá vu fuera de su cuerpo de ahora. Eso lo había vivido, pero del otro lado. Creyó haberse vuelto loco. Se puso a llorar desconsoladamente. Las antiparras se le empañaban por las lágrimas. Aquello no podía ser, era imposible. Tal vez, en realidad hubiera muerto, y estaba en el cielo o recordando partes de su vida. Tal vez su alma se hubiera desprendido del cuerpo y hubiera encarnado en el piloto que él conoció de chico. Allí cayó en la cuenta que esa escena ya la había vivido desde los ojos de Julito niño. ¡Dios santo, “el piloto” ahora era él!
No podía sacarse las antiparras para que no lo vieran llorar desconsoladamente. Hubiera deseado saltar del cockpit y lanzarse en los brazos de sus padres y de sus abuelos, pero ¿cómo iba a explicárselos? ¿Qué pensarían si decía “soy ese mismo que está allí con ustedes, pero con sesenta años”? Se dio cuenta que él era, en su presente, tan viejo como su abuelo en esa época. ¿Cuál era su presente?
Paró el motor. Sin hablar se bajó del avión y puso los tacos de maderas en las ruedas. Su abuelo lo sostenía a Julito de los hombros para que no fuera corriendo y se abalanzara sobre el avión que guardaba una enorme cantidad de peligros, como los escapes calientes por las llamas que escupían o los goteos del insecticida desde el viejísimo fumigador, las aspas de la hélice que todavía giraba lentamente.
El abuelo Pepe, luego de saludarlo, le ofreció el insecticida de un tanque metálico en el que se leía la fatídica sigla “DDT”. Julio sin sacarse las antiparras le dijo al abuelo “Don Pepe, no use esa porquería porque los va a matar a ustedes en lugar de a los bichos. Créame, sé lo que le dijo. El DDT va a estar prohibido muy pronto”. “¿Y usted que usa?” Preguntó el abuelo curioso. Julio no le contestó y llenó los tanques del avión con el insecticida que él llevaba en envases de plástico, pero que nunca se los mostró. ¿Cómo podría explicar el envase de plástico?
Cuando terminó se vio a sí mismo, pero con 8 años recién cumplidos. “Julito, vení acá” lo llamó al niño por su nombre. En realidad, se llamó a sí mismo como recordaba que lo había hecho “el piloto”. Sorprendido, el niño corrió a donde estaba Julio. Lo tomó en brazos. Julio se dio cuenta lo flaco que era y lo poco que pesaba. Con poco esfuerzo lo subió al cockpit y le mostró los controles. Se aseguró de que el avión siguiera frenado con los tacos de madera en las ruedas. Entonces le dijo a ese niño, que él había sido, que tirara del manillar de arranque. Julito la jaló con debilidad y temor. El motor corcoveó y tosió como para ponerse en marcha. El niño se asustó y la soltó. Julio se rio y le dijo: “¡Dale Julito, vos podés, ayúdame, ponerlo en marcha!” Hizo una pausa y le dijo: “Oíme bien y atendé muy bien lo que te digo. Cuando seas grande tenés que tener un avión como este… Es mejor que ser un pájaro… ¡Te lo juro! ¡Tiene que ser como este! Acordate para cuando seas grande. Un Stearman 17B”.
Julito, emocionado y confundido volvió a tirar del manillar e intentó otro arranque sin resultados. Julio le insistió “Dale hasta que arranque. Es como el caballo del abuelo, si no siente que vos lo dominás, no te va a obedecer.” Julito miró fijamente al manillar y tiró con fuerza. Se oyeron varias explosiones y finalmente el rugido de los siete cilindros del Continental R-670-5. La hélice comenzó a girar. El niño estaba asombrado de lo que había logrado. Julio lo bajó del cockpit y lo llevó con su abuelo nuevamente. No podía evitar mirar a sus padres, a su hermana y a sus abuelos. De pronto Tarzán, el perro ovejero alemán al que él de chico consideraba como propio, generalmente celoso y de mal carácter, se le acercó moviendo la cola. Se levantó en dos patas y se apoyó en su pecho mientras le tiraba lengüetazos a la cara, gemía agudamente y movía la cola con fuerza. Aquellos detalles no los recordaba. No habrían sido importantes para él en aquellos momentos. Dos pasos más atrás llego el Buqui, un perro mestizo blanco que sonreía mostrando los dientes únicamente cuando se lo pedía dos personas en el mundo: su padre y él. El Buquí se deshacía moviendo la cola y le mostro los dientes en su forma bizarra de sonrisa un par de veces. Su padre y su abuela miraban la escena con asombro.
No se olvidó de sacarse la campera de cuero y dirigiéndose al Julito le dijo: “Te la dejo, porque hoy hace mucho calor para andar con esta campera, tampoco creo que vuelva a volar tan alto. Guardala hasta que nos volvamos a ver. Eso sí, usala cuando sepas que estás realmente listo para volar en serio”. Don Pepe le preguntó al piloto cuánto costaba el servicio de fumigado, Julio no recordaba cuáles eran los valores de 1960, por lo que le dijo que no sabía, que eso lo arreglara con el aeroclub, que esa fumigada lo había hecho por placer de volar y no como parte del trabajo habitual.
Su padre sacó los tacos de madera a las ruedas y se los alcanzó. Su madre lo miraba fijamente sin decir una palabra. Los dos perros lo seguían moviendo las colas y gimiendo agudamente. Su abuela también lo miraba fijo como queriendo escrutarle los ojos detrás de las antiparras que nunca se había quitado. Julio pensó en detener el avión, bajar y decirles a todos quién era y de donde venía. Volvió a ver que el GPS seguía buscando los satélites que todavía no habían sido puestos en órbita. Aceleró el motor y el avión se movió un poco hacia el campo, mientras seguía viendo a su madre y su abuela que lo miraban fijamente, como intuyendo algo demasiado extraño. Probó el timón y los flaps. Aceleró y todos sintieron el vendaval del avión que salía al campo para remontar vuelo en menos de cien metros. A lo lejos pudo ver a Julito poniéndose la campera que le quedaba gigante y el grupo que se volvía a poner bajo techo para evitar ser rociados con el insecticida. Terminó la fumigada y dio vueltas hasta encontrar la térmica para que lo volviera a subir. La encontró y ascendió. Se sintió un pájaro, el más afortunado y libre de todos los pájaros subiendo a toda velocidad en una térmica, ya vería cómo podría bajar, ahora lo único que deseaba era volver a dejarse llevar. Hizo un ocho con una vuelta completa, como si se deslizara en una cinta de Moebius.
Esa noche del martes 22 de noviembre de 1960, Julito no se podía dormir pensando en el avión Stearman PT-17B que se compraría cuando fuera grande. La noche del miércoles 23 de noviembre no se durmió pensando en lo poco que faltaba para armar el pino de Navidad.
La edición del 24 de noviembre de 2012 del diario El Oeste de Carlos Casares tituló en su primera plana “Sigue sin aparecer el avión de Julio Barbagallo que se perdió el jueves con su piloto”.
© Jorge Ricaldoni, 2012~2016
Corrección: Dra. Rocío Lucena
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