La crueldad
El guardia de seguridad observó la libreta del documento de identidad detenidamente, hoja por hoja, incluyendo la que correspondía a los votos emitidos. Ella impaciente le preguntó:
—¿Encontró algo que le interese particularmente? Se me hace tarde, siendo que en realidad llegué a horario.
El guardia cerró el documento y se lo devolvió mirándola con cara de enojo:
—Es mi trabajo.
—Siempre me intrigó —continuó la mujer— qué otras mierdas de cosa pueden llegar a encontrar en el documento que no sean el número, el nombre y la foto. ¿Va a encontrar un cartelito que diga “guarda con esta que es la que pone las bombas”?
—Yo tengo órdenes. Vaya por los ascensores de la derecha —dijo el vigilante de modo autoritario, indicándole un hall menor donde estaban dos grupos de puertas de ascensores enfrentadas.
Segundos después un hombre se acercó al mismo lugar, luchando por volver a meter su propio documento en una fundita de cuero.
—A mí también me lo pidió, lo abrió y revisó todas las páginas como si fuera a encontrar vaya a saber qué —comentó la mujer— Son los dos minutos de poder que tienen estos seudo policias de mierda.
—Son nada más que resabios de pasados autoritarios o si lo prefiere, el negocio del miedo —dijo el hombre, circunstancialmente, por contestar algo.
Las puertas del ascensor se abrieron. El hombre la invitó a pasar primero.
— ¿A qué piso va? —le preguntó ella frente a la botonera del elevador.
— Al 28.
— ¡Ah! —Dijo visiblemente incómoda— ¿Usted también va a la entrevista por la entrevista de la gerencia de marketing?
—Sí. ¿Por qué? ¿Usted también? —inquirió el hombre sin siquiera mirarla.
— ¡Ajá! Voy a la entrevista final por el puesto de gerenta.
El hombre se sonrió y comentó:
—Yo voy a la entrevista final por el puesto de geren… ¡te! — dijo recalcando el potencial género del cargo. Las puertas del ascensor se cerraron.
—Lamentablemente no puedo desearle suerte —le aclaró la mujer.
—¿Por qué no? Yo sí puedo deseársela. Si el puesto es suyo, es porque es mejor que yo, o porque se lo ha de merecer más.
—¡Muy probable! —dijo ella displicente.
A los pocos segundos de ponerse en movimiento, la cabina del ascensor comenzó a chirriar. Se oyeron ruidos agudos y desconcertantes que sonaron a fierros que se raspaban entre sí.
—¿Este ascensor no va demasiado lento? —preguntó la mujer.
—Sí, puede ser…
— ¡Ay! ¡Qué llegue rápido! Me da miedo.
—Ya va a llegar… —comentó el hombre que miraba con preocupación la vacilación de la botonera que marcaba el número del piso.
—¡Quiero bajarme!
—Ahora no se puede, pero ni bien lleguemos usted salga corriendo así no tiene que compartir su valioso aire conmigo y de paso la entrevistan primero.
La mujer lo miró ofuscada comenzando desde los pies y terminando en los ojos, y comentó:
—Al decir verdad… ¡Sí! Me resulta molesto hasta respirar el mismo aire que usted. Se hace el vivo. Me parece una presión y un acoso machista y competitivo. Si ese negro de mierda no hubiese curioseado tanto el documento, yo hubiera subido sola, si necesidad de entablar este diálogo totalmente fuera de lugar e innecesario. Es más… me molesta tremendamente su sonrisita sobradora.
El hombre resopló. Elevó los tacos y volvió a caer sobre los mismos. Gruñó con otro comentario:
—Si gana usted, desde ya, empiezo a compadecer a los que vayan a estar a sus órdenes.
—¡Ah! —Contestó ella— ¿Encima se hace el sobrador?
—No sé si seré sobrador, o un mal educado bárbaro, pero su nivel de paranoia es asombroso. ¿Tan insegura se siente?
Inmediatamente que terminó de decir esto, el ascensor se detuvo. A los pocos segundos se sintió un sacudón hacia abajo y dos fuertes ruidos metálicos.
—¿Qué es eso? —se asustó ella.
—Supongo que deben se los paracaídas que se dispararon —respondió el hombre con un gesto de preocupación.
—¡Por favor se lo pido! —gritó ella, histérica— ¡Encima de estar en una situación así, lo único que me falta es que me tome el pelo!
—¿Cómo se llama? —le preguntó el hombre sin prestarle demasiada atención.
—¡Qué le importa!
—Sí me importa, porque si no se lo tengo que decir así: Mire Imbécil… Los paracaídas de un ascensor son como dos frenos que evitan que la cabina se precipite al fondo, a toda velocidad, si es que se cortan o se sueltan los cables…
—¿Quiere decir que se cortó el cable?
—No necesariamente, Imbécil…
—No es necesario que me diga imbécil, ya comprendí… Me llamo Mercedes.
—Bueno, entonces: mire Mercedes, si el aparato está frenado con las zapatas de los paracaídas, hay un problema serio allí afuera y por lo tanto lo tenemos usted y yo que estamos aquí adentro.
El hombre extendió la mano derecha en un gesto amistoso. Ella bajo la cabeza y le dio la mano.
—Yo me llamo Esteban. Le propongo que empecemos de nuevo… Mercedes… Creo que es mejor llevarnos bien porque me parece que estamos en un problema muy grave.
—Sí, me parece mejor, pero ¿por qué no grita para que nos vengan a buscar?
—¿No le parece que sería mejor si en lugar de que yo tenga que gritar, se corre de adelante de la botonera y me deja lugar para apretar el botón de la alarma?
—¡Ah! Si… si… claro…
Mercedes se corrió a un costado y Esteban apretó el botón de alarma. Afuera del ascensor se escuchó una especie de alarma y una bocina en el exterior que con una voz gangosa, posiblemente en japonés, parecía alertar sobre algo que no se entendía. Mientras tanto en la cabina, dentro del botón de emergencia, titilaba una luz roja. El hombre quiso quitar un espejo que había en un rincón. No pudo. Se quitó un zapato y con el taco rompió el espejo cuyos pedazos cayeron al suelo. La ausencia del espejo dejó a la vista una cámara de vigilancia.
—¿No le da miedo? — le preguntó Mercedes.
—¿Qué cosa…? ¿El ascensor? No… Estos son muy seguros.
—Me refiero a romper el espejo.
—¿Por la mala suerte?
—Sí, son siete años…
—Buenos, si es cierto lo de la superstición, la gerente de marketing vas a ser usted —contestó él sonriendo.
Se dio vuelta, se volvió a calzar el zapato y agregó:
—¿Sabe de dónde viene esa superstición? Los espejos de cristal se empezaron a fabricar en el Siglo XV, únicamente en Venecia. Si se le llegaba a romper el que tuviers, entre que lo pedía, se lo fabricaban y se lo enviaban, pasaban siete años, más o menos.
—¿Eso era todo?
—En realidad no. El mayor problema lo tenían los catroptomantes, que eran los que adivinaban el futuro a través de la imagen de sus clientes que se reflejaban en los espejos que eran casi mágicos por aquel entonces. Ellos fueron los que inventaron esta superstición porque su profesión era muy lucrativa.
—¿Y usted como se ve en este espejo? —preguntó ella.
—Por lo que está a la vista… me veo todo roto —dijo El hombre riendo.
—¿Cómo sabía que allí había una cámara?
—Las mujeres intuyen, los hombres preferimos inferir.
El hombre pasó la mano frente a la cámara y gesticuló. En ese momento sintió que la cabina cedía y que bajaban un poco, pero con violencia y con ruidos estridentes. El sacudón los tiró al suelo. Otro sacudón más y a partir de allí sintieron el vértigo de la caída libre de la cabina, en algunos tramos, apenas frenada por el sistema de emergencia que echaba chispas y humo en los rieles exteriores. El humo entró en la cabina y se escuchó el ruido de los frenos. Sonaban con una resonancia muy aguda. El propio sonido de por sí aterraba más allá de la situación. La cabina pareció detenerse nuevamente, pero trepidando y con temblores convulsivos.
Esteban se sentó en el suelo, en un rincón y de un tirón la sentó a Mercedes encima de sus piernas agarrándola firmemente. La mujer se resistió a quedar en esa pose e intentó liberarse.
—¿Qué hace? —Le preguntó ella— ¡Suélteme! ¿Se cree que porque estemos en una emergencia se va a aprovechar de mí?
El hombre la agarró con más fuerza y la atrajo contra su cuerpo. Hubo vértigo y sacudones. Finalmente, la cabina se estrelló contra algo, rebotó hacia arriba y volvió a caer golpeando fuertemente por segunda vez. Los cuerpos de ambos saltaron como si fueran muñecos articulados. El hombre no dejó en ningún momento de asir el cuerpo de Mercedes con sus brazos amarrados.
En el impacto, la cabina había dado contra los resortes en el fondo del foso, Esteban dio con su cabeza contra el suelo de granito de la cabina, que se rajó en varias partes por el golpe. Mercedes terminó desparramada sobre el cuerpo de su ocasional compañero de desventura. La luz parpadeó y todo quedó finalmente a oscuras.
Mercedes tanteó en la oscuridad y sintió que la puerta de la cabina se deslizaba para un costado entreabriendo una de las hojas. Se soltó de las manos del hombre. Se incorporó y trató de forzar la apertura de las puertas guillotina del ascensor. Algún mecanismo de emergencia hizo que las hojas se abrieran sin más dificultad que la producida por la deformación que tenía la cabina luego del terrible golpe. Mercedes usando la fuerza que da el miedo la abrió un poco más. Entró una luz tenue de un nivel del estacionamiento que estaba desierto. Delante de ella había una parte de la loza que le llegaba hasta la mitad del pecho.
—Escalón un poco elevado… —Comentó en voz alta. Se dio vuelta para ver al hombre. Esteban no se movía. Miró con más cuidado y lo vio con los ojos abiertos, repantigado en el suelo sobre un charco de sangre que, indudablemente, le brotaba de la cabeza. Se le acercó y lo oyó susurrar:
—Vaya a buscar ayuda. Me siento como si hubiera estallado.
La sangre del hombre llegó a los zapatos de Mercedes que se apartó rápidamente.
—¡Sí! Voy a buscar ayuda. Enseguida vengo.
—Tenga cuidado cuando salte, se puede caer al foso…
—Quédese tranquilo, que más abajo ya no podemos estar.
Mercedes lanzó el bolso y los tacos fuera del ascensor, al piso del estacionamiento. Intentó elevarse con los brazos únicamente. Se retiró y miró su blusa blanca que se había ensuciado con la tierra acumulada de la loza. Se agachó y le dijo a Esteban.
— Lo voy a tener que acomodar un poco para poder saltar.
Esteban afirmó entrecerrando los ojos. Tiró del cuerpo por los tobillos, pero el cuerpo enganchado en las rajaduras del granito del piso no se corrió. Puso la mano en la entrepierna para poder desengancharlo y jalarlo hacia delante.
— ¡Ay dios santo! ¡Mire qué sorpresa me vengo a llevar! —Dijo mientras tomaba la entrepierna del pantalón —¡Qué desperdicio!
Finalmente logró que el hombre estuviera sentado contra la loza que se veía por la puerta semi abierta.
—¡Lástima no haberlo sabido antes, hubiera sido más amable contigo!
Le acomodó los hombros para que estuvieran firmes contra la pared. Se trepo a los hombros de esteban, elevándose lo suficiente para salir de la cabina.
Se dio vuelta para mirarlo. Su competidor le había salvado la vida actuando como si hubiese sido un airbag viviente.
—¡Ya voy por ayuda!
Los ojos de Esteban miraban fijamente el techo sin ningún movimiento.
Oyó una sirena y gente que gritaba. Vio el haz de una linterna sobre la cabina del ascensor estrellado que venía de varios niveles más arriba. Se acercó a la puerta abierta del elevador y se dirigió a Esteban:
—No sé si podrás oírme todavía, pero la verdad es que me hubiera gustado conocerte en otras circunstancias… Con otra clase de enfrentamiento… No te muevas, quedate quietito en ese lugar. —Dijo mirándolo por sobre el hombro.
Se oían ruidos de más sirenas de policías o bomberos y un tremendo griterío. Mercedes corrió hacia la escalera y subió al siguiente nivel de las cocheras.
— No siempre sobrevive el más fuerte, al parecer — musitó — ¿O sí?
Observó que en el nivel de cocheras al que había subido había un cartel que indicaba la cercanía de los sanitarios. Cruzó el estacionamiento y se metió en el sanitario de mujeres. Esperó hasta que oyó pasos. Entreabrió la puerta y vio que el guardia de seguridad y dos policías estaban bajando al último nivel del garaje por las escaleras. Cerró la puerta para que no la vieran.
Frente al espejo, con una toalla de papel, se limpió un par de gotas de sangre que le habían quedado en la pequeña solapa de la blusa blanca. Afuera la confusión aumentaba. Se oían los chillidos de los intercomunicadores de la policía. Ella se apuró a borronear los rastros de sangre. Se soltó el pelo y dejó que cubriera la marca rosada de la humedad donde antes había estado la sangre de su salvador. Se sacudió con energía el polvo de la blusa. Se acomodó el pelo y se retocó los labios. Con otra toalla de papel húmeda quitó los restos de sangre de sus zapatos. Tomó todas las toallas de papel que había usado y las tiró en el retrete, accionando la descarga.
—¡Nadie vio nada! ¡Nadie sabe nada! ¡No hay nada que declarar! — Dijo mientras se agregaba rímel —¡Pensar que nunca nadie se va a enterar que el pobre tipo fue un héroe!
Salió del baño como si nada le hubiera ocurrido y se acercó a la escalera para verificar que no bajara nadie. Desde el nivel inferior se oían las radios de la policía y gente que hablaba a los gritos a través del hueco del ascensor. Subió al nivel de la entrada por la escalera. Era la parte de atrás del hall central. Se acercó a la misma batería de ascensores y apretó el botón de llamada. Uno de los tipos de seguridad se asomó:
—¿Usted que hace ahí? —le dijo el guardia.
—Todavía estoy acá esperando el ascensor —se quejó Mercedes.
—¡Señora…! ¿No se da cuenta que hubo un accidente en un ascensor? Están desconectados no se pueden usar.
—¿Y yo cómo hago? —insistió Mercedes.
—Suba por la escalera o vuelva otro día.
Mercedes, ofuscada, tomó su celular y digitó un número. Mientras esperaba que la atendieran, vio pasar a un grupo de bomberos a pocos metros. Del otro lado del celular alguien respondió la llamada.
—Hola… —le dijo a su interlocutor— ¡Habla María de las Mercedes Prieto Arriola! Estoy en la planta baja. Yo estaba citada a las 19:15 horas por la entrevista final, pero debe haber habido un accidente o algo con uno de los ascensores… Están desconectados, sí… Sí… patrulleros y unas ambulancias, recién entraron los bomberos… Si usted quiere y me da un ratito, yo subo al piso 28 por la escalera… ¡Ay sí! ¡Mejor lo espero que baje usted! ¿No? — contestó sonriente.
Ante otro comentario de su interlocutor, continuó:
—¿Otra persona…? No… ¡Aquí conmigo no había nadie!… No… yo no vi a ningún hombre… Aparte de la policía y de los de seguridad, estoy sola… Y… no sé…. Bueno… perfecto… Entonces ¿cómo hacemos…? Si… no hay problemas, lo espero abajo… en todo caso vamos a tomar un café por acá y ya vamos charlando…
Mientras Mercedes esperaba a su entrevistador, los bomberos cruzaron el hall con una camilla en la que llevaban una bolsa de nylon negro cerrada con una cremallera. El guardia de seguridad se persignó disimuladamente. Ella miró para el lado contrario y hacia arriba. La crueldad puede ser ejercida por las personas menos pensadas, solo tienen que tener la suficiente cobardía y la oportunidad para ponerla en práctica.
Por Jorge Alejandro Ricaldoni, © 2010~2016.
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