El sueño tanático
Un tercio de nuestras vidas se las entregamos a Hipnos, el loco hermano de Thánatos.
Mientras dormimos, soñamos una vida extraña, llena de vicisitudes absurdas y hechos que se ven como inconexos. La parte del tiempo en que estamos despiertos, imaginamos, y fantaseamos, dependiendo de la personalidad de cada uno. Pasamos una cantidad importante del tiempo en que estamos cabalgando sobre recuerdos, anécdotas y reproches. En lo que resta de todas las demás actividades de nuestra mente, creamos e inventamos. Estos son los únicos momentos útiles.
Los sueños siempre ocuparon un papel demasiado importante en mi existencia: el agua, los caminos cortados, los trenes a vapor nocturnos de trocha angosta, los aviones aterrizando y despegando de lugares imposibles y siempre… ¡El cine! Soñar con historias que tienen argumentos. Modificarlos. Despertarme y seguir soñando con la continuación de la historia.
En el 2006 soñé con la muerte dos veces. Estaba cerca, pero algo me despertaba, o cuando Thánatos parecía arrastrarme, me asía de algo para que no me llevara.
—Tené cuidado en no profundizar sobre la tanatología en los sueños— Me dijo Ariel, mi terapeuta— Hay una tradición muy fuerte en psiquiatría que dice que uno, cuando sueña que muere, muere en la vida real.
—¿Quién lo afirma? — le pregunté.
—Hay un hecho que es el siguiente —prosiguió Ariel— No se registran datos de nadie que haya soñado efectivamente que moría. Puede ser porque se trata de una defensa de nuestra propia psiquis, o porque la mente no puede soñar sobre algo que no conoce. Lo más seguro es que quien haya soñado que moría, haya muerto…
—¿Creés que corro peligro si soñara con la muerte?
—No lo sé, pero puede ser.
—Una vez soñé que moría y extrañamente me aferraba a un control remoto que tenía en la mano al momento de dormirme. Hizo las veces de cuerda entre la vida y lo que parecía el abismo de la muerte. Creo que era el único objeto material que tenía a la mano.
—¿Y la cama? ¿Y las almohadas?
—Eran apenas mis continentes.
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Cinco años después de que se produjera este diálogo, mientras trataba de aprender a ponerle alma a mis personajes, Aída Bortnik nos seleccionó una seguidilla literaria, donde la vida, la muerte y los sentimientos se pusieron en un primer plano siendo motivo de intensas discusiones. Yo siempre discutía con Aída. Supongo que me debe haber detestado. Estaba en una etapa de la vida en que no quería que la contradigan. Yo no iba a su hermoso departamento de Once a tener cordiales tertulias. Los temas tratados me conmocionaron profundamente.
Cada una de las consignas me impresionaron de forma diferente. En El mito de Sísifo, Albert Camus, presenta al antiguo fundador de Corinto y padre de Odiseo, el navegante, como a un ingenioso que vivía momentos de felicidad en medio de un desesperanzador castigo eterno.
Sísifo, el del mito original, no era agradable a los ojos de los dioses del Olimpo porque cometía latrocinios contra inocentes viajeros y así incrementaba sus riquezas. Ya desde antes de Homero, a Sísifo, se lo consideraba el más astuto de los mortales. Su habilidad y su picardía eran tales que pudo engañar y engrillar a Thánatos cuando lo fue a buscar en lo que debía ser su momento final. Hacer algo semejante, debe ser la secreta ambición de mucha gente. Y si no logran engrillarla, al menos distraerla de su inexorable misión.
Por un tiempo nadie murió. Al menos en Corinto, de acuerdo al mito. Tuvo que ser Ares, dios de la guerra, el amo de las Keres, con su gran conocimiento y experiencia en segar grandes cantidades de vidas humanas, quien liberara a Thánatos de la prisión que le impusiera este avisado mortal.
Sísifo no se atrevió a enfrentar a Ares, sin embargo, sintió que tan solo había perdido una batalla contra la obcecada Thánatos que volvería por él. Fue así que antes de morir hizo arreglos para que su mujer ignorara la tradición helénica del sacrificio a los muertos.
Tan aferrados y conservadores eran los dioses mayores del Olimpo, y había tan poca gente en el reino de Hades por aquellos tiempos, que se sintieron molestos por la falta de ese frustrado sacrificio. Sísifo lo convenció personalmente a Hades que lo dejara volver al mundo de los vivos y así persuadir a su viuda para que hiciera la ofrenda omitida. Hades cuidaba de los muertos, pero también de las riquezas y la codicia lo pudo.
La leyenda no cuenta si el cuerpo salió de la tumba, o si era un espectro, pero al parecer, entre los griegos, era costumbre salir y entrar del inframundo en cuerpo y alma si se contaba con los justificantes suficientes que así lo autorizaran. Sísifo, como haya sido, consiguió su salvoconducto para pasar delante de Cerbero sin ser atacado. Me pregunto qué hubiera pasado si el perro policéfalo lo hubiese acometido. ¿Puede Cerbero matar a un muerto? A los muertos que escapan del inframundo ¿Les pueden doler las heridas que eventualmente les infringiera Cerbero? ¿Qué pueden perder?
De todas formas, Sísifo, pudo transponer el pórtico del reino de Hades y volvió a su amada Corinto. Allí, recorriendo la ciudad, viendo sus cielos inmensamente azules y su horizonte aserrado de montañas, ver el mar de un lado y el otro del istmo, desde sus colinas. Recordó lo bello que es vivir y no quiso volver al inframundo de sombras negras y reflejos rojizos. Los dioses mayores del Olimpo mandaron a Hermes, el de los pies ligeros, para que restableciera el orden entre la vida recuperada de Sísifo y la nuevamente burlada Thánatos.
De vuelta en el inframundo, Sísifo, fue castigado con la ceguera y la obligación de empujar una piedra enorme cuesta arriba por una ladera empinada, pero ni bien alcanzada la cima de la colina, la piedra siempre rodaría hacia abajo nuevamente. Sísifo tendría que empezar de nuevo desde el principio.
Homero no da precisiones sobre el motivo de este castigo, pero no es difícil deducirlo: Sísifo no quería morir y nunca moriría, pero eso ocurriría a cambio de un alto precio. No tendrá descanso ya que nunca podrá pagarlo. Sísifo, el que nació mortal y desafió a los dioses, es ahora felizmente inmortal y sabe que está vivo y lo seguirá estando mientras deba cumplir su castigo. Este castigo es paradojal, porque en la misma reconvención va por añadidura la vida eterna como la de los dioses. Castigo este, no muy diferente al trabajo cotidiano de Helios que debe recorrer permanentemente el cielo en su carro de toros solares.
¿Quién es más libre? ¿Sísifo empujando la piedra por haber sido rebelde contra Thánatos y Hades, o Hermes, teniendo que cumplir las órdenes surgidas de las rabietas de Zeus? ¿Sísifo inmortal? ¿Acaso, perdurar de esa manera, es vivir?
De todas formas, me quedo con la actitud de Sísifo, el que desafió al omnipotente malhumor de los dioses, antes que con el timorato Adán que pierde simultáneamente el Edén y la eternidad por algo que él no planeó. El castigo de Yahvé es tan desmesurado y visceralmente irracional como el de los dioses del Olimpo, pero Sísifo a diferencia de Adán, se les plantó en franco desafío. En ambos casos, los dioses castigaron el deseo de saber y trascender. Adán no sabía lo que era la muerte hasta que se enteró, luego de morder el fruto prohibido… ¿acaso lo que estoy haciendo yo ahora? Sísifo imaginó que nada bueno le podía esperar en el inframundo y preparó el engaño a los dioses antes de emprender el viaje en compañía de Thánatos, la oscura.
En El Mito de Sísifo, Albert Camus, medita en letras la cuestión del suicidio y el valor de la vida, mostrando al perspicaz Sísifo como una metáfora del esfuerzo inútil e incesante del hombre moderno, que consume su vida en fábricas y oficinas sórdidas y deshumanizadas. ¡Vaya similitud con el Gregorio de Kafka, que de tanto desamor, deshumanización, desprecio y alienación siente, que hasta terminará sus días convertido en un cascarudo!
Camus de origen franco árabe y Kafka de origen bohemio, con un habla en alemán refinado, viven en países enfrentados por la guerra. Sin embargo, ninguno de los dos pierde las esperanzas de encontrarle un sentido a la vida que pierde su disfraz romántico del siglo 19, para mostrarse con la cara cruel del industrialismo de masas.
Entre el francés y el checo, absurdamente enfrentados en la más letal de las guerras europeas, comienza a tomar forma la filosofía del absurdo.
¿Hasta dónde cada una de nuestras vidas, son significantes? ¿Era tan importante la vida de Sísifo para alguien que no fuera él mismo? La vida ¿tiene algún otro valor más allá del que nosotros creemos que tiene? El valor de la vida de Gregorio ¿es el que él supone que tiene, o el que los demás piensan que es?
Camus se pregunta si es que, siendo el mundo tan insustancial, ¿qué alternativa hay al suicidio? ¿Por qué a veces la vida se hace tan pesada que caminamos prestamente en dirección a la muerte como si fuera la única solución?
A veces el agobio trascendental, que producen ciertos hechos de la vida, pide un sueño eternamente largo. Kafka en la piel y el caparazón de Gregorio, siente ese agobio producido por el torpe egoísmo de su padre, una enfermedad que lo corroe desde adentro, la lucha por ser lo que quiere ser, una forma de gobierno sin sentido y una sociedad que cambia sin advertirlo previamente. La lógica aprendida en el Siglo 19, ya no puede explicar al mundo y las situaciones que se le presentan en la nueva realidad de alienación y violencia. Gregorio sufre y se desespera ante la angustia de estar en medio de la incertidumbre, como tres siglos antes le había ocurrido al Príncipe Hamlet.
Desde que el hombre es un ser pensante, y tiene recuerdos colectivos que forman la historia, muchas vidas se crearon y se fueron apagando. El mundo siguió siendo mundo, a pesar de haber ido perdiendo a soldados, generales, emperadores, súbditos, reyes, labriegos, prisioneros, papas, prostitutas, madres parturientas, niños, profetas, mendigos, muchachas hermosas, horrorosos leprosos e infantes nonatos. Los muertos pasan al inframundo y dejan de ser. Ya no son, no están ni hacen. Son recuerdo. Así lo dice Shakespeare en las palabras de Hamlet.
Hamlet, habiendo dudado si el espectro era realmente el de su padre, podría haberlo negado y esperar así, pacífica y pacientemente, la muerte de su tío y heredar la corona para alegría de su pueblo. ¿Por qué Hamlet no vio los instantes de felicidad que le podría haber brindado a su gente que lo amaba, y los que se negó a sí mismo? Sin embargo, desesperado y obediente al pedido del espectro, desató una tragedia que también arrasó con su vida. ¿Tenía otro destino, o simplemente adelantó el que alguna vez le llegaría?
A los tres personajes, los nuevos modelos se exhiben ante ellos como una carga enorme que tendrán la capacidad de asumir solamente al final. Gregorio y Hamlet se precipitan decididamente a la muerte. Sin una conciencia clara de suicidio, pero con inexorable determinación de llegar al fin más extremo.
Gregorio, convertido en un cascarudo, no tiene un destino muy diferente al Molloy de Samuel Beckett, en su extraño y desorientado viaje de vuelta a la habitación de su madre. Gregorio, a diferencia de Molloy, al menos sabe en lo que se ha convertido.
Todos tienen en común que viven enormes decepciones y que vivir, de la forma en que lo hacen, los angustia.
No sabemos si algunos de estos tres personajes, invocaron alguna vez a los dioses. No obstante, sea uno o sean varios, las divinidades los azotan impiadosamente y sin lógica. No es muy difícil adivinar que los tres, en caso de ser personas libres, en lugar de personajes imaginados por un autor, hubieran maldecido su ventura.
No es demasiado arriesgado, calificar a Hamlet, el Sísifo de Camus y a Gregorio como héroes existencialistas. Para ellos, los sucesos que para nosotros son absurdos, tienen una forma lógica. Este trío, —o cuarteto si agregáramos a Molloy— sigue viviendo a pesar de que los hechos de sus circunstancias sean ilógicos. Guardan, en sí mismos, girones de cordura que les permite avanzar con una dignidad casi desatinada. Todos ellos toman a la ocurrencia que les toca vivir como algo natural. Ninguno deseaba las realidades que trasiegan, pero se pasean por ella con la cabeza en alto. En los casos de Hamlet y Gregorio, el colofón lógico es la muerte inevitable, mientras que, para Sísifo, esa posibilidad, le está absolutamente vedada como parte de su castigo eterno.
Los tres personajes debieron pensar recurrentemente en la muerte, pero como de la muerte no sabemos nada, no existe otra posibilidad que analizarla como la contingencia de perder ese don tan amado y único que es la vida.
Epicuro de Samos, el filósofo que habló del placer, entre los miedos que quería aventar en su tiempo, era el de la muerte. Niega, por mera lógica, la existencia de castigos y torturas después de la muerte. También propone no temerles a los dioses, ni al dolor que será imposible sentir.
Nuestros tres personajes trágicos no hubiesen estado de acuerdo, en caso de haber sabido detalles de la doctrina de Epicuro, quien concebía a los dioses como demasiado alejados de los hombres y de sus problemas cotidianos. Seguramente Sísifo no opinaría lo mismo sobre la lejanía de los dioses que se ensañaron con él. Hamlet se preguntaría por qué dios lo ponía ante pruebas tan crueles. Por último, ¿sería de extrañar que Gregorio se hubiera preguntado el por qué de su suerte?
¿De dónde surge el derecho de Dios a marcarnos rumbos de dolor, tristeza, frustración, enfermedad y desamor? ¿Para terminar en qué? ¿Acaso el dolor puede generar virtud? Solo es seguro que genera resentimiento, ira y pena. Los santos son excepción y si al Edén eterno lo pueblan solamente santos, debe ser un lugar muy vacío.
Podemos preguntarnos si un niño que muere de hambre en Eritrea, mientras un buitre, con paciencia, espera que se convierta en carroña, puede por el hecho de su desgracia convertirse en un santo virtuoso. Ese niño, ¿piensa en su hambre o en una utópica santidad? ¿Qué clase de charada absurda nos juega Dios para que esa situación la consideremos como a una virtud?
Epicuro, ante la inevitabilidad de la muerte dice: “La muerte en nada nos pertenece, pues mientras nosotros vivimos no ha llegado, y cuando llegó, ya no vivimos”. La muerte, a los supervivientes, nos es ajena porque es la ausencia de sensibilidad, y cuando ya no tengamos sensibilidad, no sabremos que estamos muertos.
Morir es como estar en medio de una anestesia general, en la que no sabemos que estamos vivos, pues pese a que nuestro corazón palpite, no tenemos sensibilidad, y es lo más parecido que hay a la muerte, donde no habrá un sustrato orgánico donde se desarrollen nuestras inferencias y pensamientos.
Cuando soñamos sabemos que estamos vivos porque tenemos sensibilidad: gozamos, sufrimos, tememos o nos angustiamos. Somos. “To be”.
“La vida es sueño”, decía Pedro Calderón de la Barca en palabras de Segismundo, apoyado en la borda del barco, y a veces vida y sueños se entremezclan y no los distinguimos. Tanto más cuanto nuestro sustrato orgánico se va degradando y somos más alimaña y menos humanos como en la metamorfosis de Gregorio. Solo sabemos que, en tanto soñemos, seguimos vivos. Cuando ya no soñemos, pensemos ni sintamos, aunque palpitemos y la respiración continúe, estaremos irremediablemente muertos.
Extrañamente, la muerte tiene un pasado de vida, y otro más lejano de no ser o de no vida. La muerte debe tener indefectiblemente un pasado de vida, pero no tiene futuro, sino que se convierte en un eterno presente. Sísifo sabe que su futuro será, tediosa e inútilmente, repetitivo por toda la eternidad, aunque empuje la piedra y en la cumbre sea feliz por un instante que es apenas una derivada de tiempo. De todas formas, será igual que estar muerto. Su muerte en lugar de ser un punto abstracto, será un péndulo perfecto de eternidad. El futuro no depende enteramente de nosotros, como lo demuestra la condena del péndulo perfecto de Sísifo.
Hamlet dudó sobre su propio futuro. No sabe cómo será su vida luego del crimen ocurrido en aquella corte danesa. Gregorio, por su parte, trata de imaginar cómo sería su infausto porvenir como el mal bicho del que lo acusa ser su padre.
El futuro, imaginado por Kafka, tampoco le es totalmente ajeno como creación propia, de modo que no debe esperarlo como si hubiera de llegar infalible e inexorablemente como lo esperó Hamlet, con un trágico sentido de fatalismo. Sin embargo, el bohemio lo imagina fatal, aunque no era necesario que se desesperara, como si el futuro no hubiera de llegar nunca, pero lo ve como una terrible metáfora de su realidad. Su padre, en su mente oscura y angulosa ¿habrá interpretado el mensaje?
En mi extraño sueño tanático, soñé que moría efectivamente, sin escapes ni salvaciones de último momento, sin despertares. Sobreviví, porque tal vez Hipnos engañó a su lúgubre hermana, contradiciendo la ominosa presunción del Dr. Zarrabeitía.
En aquel excepcional sueño me veía a mí mismo y a los otros muertos. Inexplicablemente todos, estábamos vestidos de un gris neutro e igualitario. El cielo permanecía en un eterno ocaso y no había sombras.
Podíamos ver a los que seguían vivos, pero sufría porque quería hablar con ellos, y no lograba comunicarme, no porque no me salieran las palabras, sino porque los que estaban vivos me rechazaban.
En aquel sueño, los vivientes amaban solamente la circunstancia de los que habían muerto, porque es lo único que les sobrevive y permanece aun más allá de la desaparición física, de lo que queda de los que han muerto.
En esa pesadilla, estar muerto era sufrir por no poder hablar ni comunicarse, ni ser amado, ni entendido, ni sentir. No era para nada agradable.
Nadie quiere que un muerto se entrometa en su vida ni en sus asuntos. Nadie quiere que le espíen lo que escribe por encima de su hombro.
Los vivos no amaban a los muertos sino a su recuerdo, a lo que hicieron y a lo que queda de aquellos sentimientos que habían profesados en conjunto.
Los muertos, como el espectro del Rey Hamlet, son un estorbo. Los muertos ya no pueden mentir, pero tampoco amar, sentimiento reservado únicamente a los vivos en prosecución de la continuidad de las especies. Los vivos, amarán a otros, sentimiento al que a los muertos les está vedado.
Amo a mi nieta, a la que mi madre no conoció por apenas unos pocos meses. Mi madre y mi nieta no llegaron, ni llegarán jamás a amarse.
Por mi parte amo y respeto el recuerdo de lo que hicieron mis bisabuelos, no a ellos a quienes no conocí. Sin embargo, no amé a la bisabuela que sí conocí porque nuestros sentimientos estaban enfrentados y sin ninguna simpatía posible. No amé a la persona y mucho menos a su circunstancia.
El único amor trascendente posible, según las devociones, es a dios. Amor unilateral alentado desde las religiones para que tenga lugar desde que se inicia la propia conciencia. Cualquier hecho natural, logrado por nuestro propio esfuerzo y sacrificio, es una buena excusa para que sacerdotes, rabinos, imanes y monjes nos digan que no es producto nuestro, sino del amor de dios por nosotros. La mayor parte de la humanidad lo vive así, priorizando el amar a dioses caprichosos antes que al pobre condenado que transita la vida con nosotros.
¿Pueden Hamlet, Sísifo y Gregorio amar a sus dioses, cuando desde las circunstancias los condenaron a existencia miserables? ¿Puede amar a dios, cualquiera sea, un niño de la guerra del África, cuando su único juguete es una ametralladora y su vida vale lo mismo que la de un insecto? ¿Qué recibió ese niño, aparte de padecer hambre y desamor, para tener un sentimiento positivo hacia dios? Epicuro lo explicaría como que los dioses están afanados en otros menesteres más importantes como para ocuparse de nuestras vidas tan insignificantes. ¿Por qué sería la de Gregorio más significativa que la de otros de sus iguales de su época?
Las religiones monoteístas, sin entrar en demasiados detalles, prometen que los que cumplan en este mundo con las reglas sagradas impuestas, gozarán luego de la muerte del cuerpo, de un paraíso al que los pintores del renacimiento y luego del romanticismo pintaron como un nuevo Jardín del Edén, pero eterno. En el mundo tanático con el que soñé, los pájaros no cantan porque no tratan de buscar una pareja para procrear. No hay flores porque no es necesaria la reproducción por polinización. No hay amor ni entre los que se amaron, porque no hay sustrato orgánico que lo origine. No existen los actos heroicos, ni la generosidad ni ninguna virtud de las que conocemos en vida. Nada es necesario. Nada transcurre. No somos. No hacemos. “Not to be”.
El ensayista y pensador José Ortega y Gasset escribió la famosa expresión: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». (Meditaciones del Quijote, 1914). La vida humana, para este pensador castellano, es la realidad radical, es decir, aquella en la que aparece y surge toda otra realidad, incluyendo cualquier sistema filosófico, real o posible. Para cada ser humano la vida toma una forma concreta que es la de la circunstancia que lo rodea, sea esta el amor, odio, riqueza, pobreza, salud, enfermedad, locura o sensatez.
Profundamente impactado por la tenacidad de Sísifo de volver a la vida, en mi pesadilla quería hacer lo mismo, pero los hados que guardaban aquel lugar sin sombras y de eterno ocaso, me exigían la garantía de un ser vivo que me devolviera después de un rato a mi lugar entre los muertos. Nadie quería ser el avalista de tan terrible exigencia. Por temor y por pudor me decían que era mejor que me quedara donde estaba. Saliendo de aquel lugar hubiera sido un espectro errabundo.
Si el espectro del Rey Hamlet era realmente el alma errante, ¿no hubiera sido más piadoso de sí mismo no revelar tan horroroso secreto a su hijo? ¿Tenía derecho a destrozar su vida pidiendo una venganza que siempre se cometerá a destiempo?
¿No nos asustaría pensar que padres, madres, hermanos, abuelos, como espectros invisibles, nos vean en nuestros actos más íntimos o celebrando una aberración que creeríamos privada? Preferimos que no. Que no nos vean, ni nos oigan, ni estén en nuestra misma estancia. Necesitamos suponer que no.
Las religiones nos dicen que dios nos ve, y parece ser que los santos, como muertos con extraño privilegio, también nos observan. ¿Nos podrá ver nuestro, padre, madre, hermano o hijos muertos? ¿Aprobarán o reprobarán nuestras conductas? ¿Qué pasaría si nos pidieran una vindicta? ¿La llevaríamos a cabo a pesar de poner en juego todo lo que tenemos hacia delante y hasta la vida misma?
La vida necesita que los muertos nos dejen sus recuerdos más agradables, su circunstancia según el perspectivismo de Ortega y Gasset, pero no su mirada torva, sea aprobatoria o reprobatoria. Los fantasmas habitan en nuestras pulsiones más primarias. No pululan por la casa, ni por los castillos, sino por nuestras mentes. ¿Serán ellos el ectoplasma que resta realmente de nuestras existencias?
Los familiares de Gregorio se sintieron aliviados cuando lo encuentran muerto, patas para arriba, mostrando al cielorraso su impudoroso vientre convexo, ahora invulnerable por estar muerto. A Gregorio lo barren. La misión la cumple una empleada doméstica. Ya no merece ni el tratamiento de lo humano que alguna vez fue. ¡Qué horror! Sin embargo, ¿qué hacemos nosotros con nuestros muertos? ¿Acaso no llamamos a otros para que se lo lleven, los guarden en una caja y los escondan en criptas o bajo tierra? Nos sentimos aliviados cuando los muertos ya están ocultos, enterrados o arrasados por el fuego para no sentir su ominosa presencia, sino los indelebles recuerdos y el amor que parece sobrevivir aun metafísicamente. El muerto ya no es. Su circunstancia la llevaremos mientras vivamos, pero también morirá cuando nos llegue a nosotros el fin de nuestro tiempo.
¿Habrá estado tan aburrido el Creador, que inventó todo lo que nos rodea, incluyendo el tiempo, el espacio y las demás dimensiones para no sentirse tan solo y darle un sentido a su existencia? ¿Es un gigantesco niño que crea y destruye lo que crea, para volver a construirlo con variantes sin importarle lo que fue?
¿Seremos nosotros los que salvamos al Creador y no a la inversa?
¿Seremos almas o seremos espectros? ¿Nos reconoceremos? ¿Habrá alguna sensación válida, por medio de la cual sepamos, que allí también están los que quisimos en vida? ¿Trasciende ese amor? ¿Se sublimará más allá del deseo físico y el mandato del ADN para replicarse y perpetuarse? Ya sabemos que no habrá pájaros que canten ni pimpollos abriéndose, ni insectos volando entre flores que no existen. No habrá perros que nos salten con alegría. No habrá amaneceres ni atardeceres, sino que la luz nos bañará permanentemente. No es cierto que pueda haber coros de ángeles cantando loas a dios. No habrá tiempo que pase, y sin tiempo no hay palabras, ni conversación, ni música.
© Jorge A. Ricaldoni
Septiembre de 2010.
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