Los silencios
El médico de las emergencias domiciliarias tomó del bolsillo superior de su ambo verde algo parecido a una lapicera. Encendió una luz diamantina en algo que parecía un bolígrafo y la acercó a los ojos de Ernesto, moviéndola de un lado a otro.
—¿Me podés seguir la lucecita, abuelo? —Le preguntó el médico.
Las pupilas del hombre viejo se contrajeron y siguieron la luz. El médico volvió a repetir el procedimiento, pero esta vez en cada ojo individualmente y luego movió la luz de arriba hacia abajo.
—A ver abuelo, sacame la lengüita… a ver… a ver… —Le dijo el emergencista mientras lo tomaba del mentón casi con violencia.
Ernesto clausuró sus mandíbulas y los dientes fueron el cerrojo. Clausuró los párpados con evidente muestra de fastidio. Siempre sin decir una palabra. La médica practicante que acompañaba al clínico emergencista le pidió que le permitiera intentarlo a ella. El médico, molesto y con indisimulado apuro, aceptó.
—Señor Ernesto, por favor —le dijo la chica en forma pausada y tranquila— necesitaría que saque la lengua y que la mueva de derecha a izquierda. Es solamente para saber si ha tenido un accidente cerebro vascular. ¿Puede hacerme ese pequeño favor para que nosotros podamos ponerlo en nuestro informe e irnos y dejarlo seguir en lo suyo?
Ernesto sacó la lengua cuanto pudo y la llevo primero a la comisura derecha haciendo fuerza y luego a la izquierda del mismo modo.
—Si no le molesta, Señor Ernesto, ¿le puedo pedir algo más? Que me sonría… —continuó la chica. Es para lo mismo que lo de la lengua.
Ernesto la miró a los ojos y lentamente se le fue formando una sonrisa que lindaba entre la beatitud y el sarcasmo. La practicante lo miró al médico como para mantenerlo a raya y en silencio. Por último, escribió “5 + 2” con grandes trazos en un papel.
—La última pregunta Señor Ernesto, y ya no lo molesto más. ¿Sabe la respuesta de esto?
Ernesto suspiró resignado y cerró los ojos con fuerza, se encogió de hombros y tuvo un gesto de desprecio. Ya no contestó. La practicante se mostró frustrada por el fracaso luego de los primeros dos pequeños éxitos.
El médico de emergencias y su joven ayudante, se alejaron de Ernesto y hablaron con Elvira, la esposa de Ernesto, que los esperaba apoyada en el vano de la puerta de la sala. El médico comenzó a darle explicaciones complejas sobre que el comportamiento de su marido se debía a un accidente cerebro vascular o a una isquemia, y que lo mejor sería llevarlo a un especialista para que le ordenara realizar las tomografías del cerebro que fueran necesarias. Toda la explicación fue recibida con abundancia de llantos, moqueadas y toses por parte de Elvira.
La practicante, en tanto, observaba disimuladamente a Ernesto, que desde su sillón tomó sus anteojos de lectura, los miró al trasluz y los limpió con total naturalidad. Se los calzó en la nariz y tomó un libro de la mesita que tenía a un lado. Prendió una segunda lámpara del velador que tenía sobre la misma mesita. Buscó insistentemente una página, tomó una lapicera que estaba junto a otros libros y se puso a leer tranquilamente, subrayando y anotando sin prestar atención a la monserga del médico ni a las lágrimas sobreactuadas de su mujer. Para mayor sorpresa, la practicante observó que el libro no parecía ser de ninguna editorial iberoamericana y que su título era The Grand Design. El mayor asombro sobrevino cuando alcanzó a leer el nombre de los autores: Leonard Mlodinow y Stephen Hawking.
La joven, extrañada, se separó de su jefe y la mujer para acercarse a Ernesto. Se puso en cuclillas y por lo bajo le preguntó qué tan buena era esa obra del sucesor de Newton y si había leído Breve historia del tiempo. Ernesto levantó la vista del libro, se bajó los anteojos y volvió a sonreír. Cerró los ojos como en una afirmación. Cerró el libro y se lo dio a la joven. Se lo puso en las manos y le dio un par de palmaditas en la mano. que signifiaban que ahora, ese libro, era de ella. La chica se dio cuenta que se lo estaba regalando y la invadió una súbita sensación de vergüenza. Le dijo que no, agitando la cabeza. Ernesto tomó el libro lo abrió en varias hojas y le mostró que tenía anotaciones hechas con lápices, marcadores y estilográficas. Hizo un gesto agitando la mano como que lo había leído muchas veces. Se lo volvió a poner en las manos a la joven y le mostró otro libro que abrió. Era La teoría del todo: el origen y el destino del universo, también de Stephen Hawkins. Se notaba que era un libro nuevo, con el lomo virgen y las falsas carátulas todavía crujientes. Se lo puso en el pecho y cerro y abrió los ojos lentamente con gesto de admiración y enarcando las cejas como en un gesto entre placer y admiración. Tomó The Grand Design. Escribió algo que parecía una breve dedicatoria en la falsa carátula, lo cerró y lo puso en las manos de la chica. Repitió el gesto con los ojos, pero con un dejo de picardía. Parecía estar todo dicho. La joven le apretó las manos en señal de agradecimiento. Ernesto entrecerró los ojos con la sonrisa más luminosa y devolvió el apretón. Ella se levantó y se acercó al emergencista, que seguía aventurando teorías patológicas. Elvira repetía sin cesar de llorar: “Hace todo, yo me doy cuenta que entiende todo… No hace pavadas, va al baño sin problemas, pero no habla… ¡No habla…!” El emergencista se atrevió a preguntar:
—¿No estará disgustado con usted y por eso no le dirige la palabra?
Elvira se quedó en silencio repasando sus hechos y comportamientos:
—¡Mire…! ¡Es verdad que lo tengo al trote, pero desde que lo jubilaron está con sus libros y sus anotaciones y cálculos! Ya no sé dónde guardarlos. Pero él me da un beso cuando nos levantamos, otro antes de dormir y me abraza en la cama como cuando éramos jóvenes. Pone la mesa, me ayuda. Cuando salimos a hacer las compras vamos de la mano como de jóvenes…
—Y cuando el Señor Ernesto trabajaba, ¿Qué hacía señora? —preguntó la practicante.
—Lo mismo, leía, anotaba, hacía cuentas, pero eso era en la universidad ¿vio? —le contestó Elvira.
El medico arriesgó que se trataba de un ACV que le había afectado el centro del habla, o que se trataba de mutismo histérico, o tal vez de ese nuevo mal al que habían comenzado a llamar logofobia.
—No puede ser —lo contradijo la practicante. No hace la mímica como si quisiera hablar y que no le salgan las palabras. Eso sería mutismo histérico.
El médico se sintió profundamente molesto por la exacta corrección de su ayudante y cambió sobre la marcha su teoría.
— Podría ser también mutismo selectivo, que es de origen psicótico y que puede provenir de factores hereditarios… ¿Algún pariente de su esposo sufría de este mal?
Elvira, apabullada por tanta ciencia incierta, dijo que no sabía de ningún antecedente familiar. Entonces la joven se despachó:
—Los pacientes con mutismo selectivo rehúyen la mirada del interlocutor, y el Señor Ernesto me miró a los ojos todo el tiempo cuando yo le hablaba. Esos pacientes no sonríen, en cambio Don Ernesto tiene una sonrisa encantadora…
—¡Ay! ¡Era tan alegre! —Interrumpió Elvira— pero mírelo ahora… Ahí… Callado…
—…Tampoco tiene fotofobia, —continuó la practicante— inclusive prendió más luces, se limpió los anteojos sin dificultad, no tiene movimientos rígidos o torpes, sino todo lo contrario, son fluidos y cuidadosos.
El médico, arrinconado sacó a relucir lo que él también sabía.
—¡Sí! Pero… —comenzó— Es evidente que tiene una inteligencia de media a alta, para leer un libro como el que te entregó. Es muy perceptivo, se dio cuenta que a vos te gustaba y por eso te lo regaló… ¿O no? Estamos hablando de él y fíjense que ni se inmuta. Está compenetrado en su lectura. Por lo que lee, no caben dudas que es tremendamente curioso y eso sería muy típico de alguna psicopatía.
—Estamos empatados Doctor —dijo la chica— Y también empantanados, porque hablar de psicopatía es como hablar de una inflamación. Hay miles y cada una tiene un origen diferente.
—Abuela, —dijo el médico refiriéndose a Elvira— yo te sugiero que lleves al viejito a ver a un especialista. Un psiquiatra, o mejor a un neurólogo.
Elvira les agradeció renovando el frenesí de su llanto y sonándose la nariz cada pocos segundos.
La chica se acercó a Ernesto, le tomó la mano y le dijo muy por lo bajo:
—¡Perdónelo Don Ernesto! No hay peor idiota que el que se empeña en demostrar que no lo es.
A Ernesto se le dibujó una sonrisa burlona y le apretó la mano a la joven practicante. Hubo una risa queda y contenida. El chiste había existido y estaba compartido, el enlace con la realidad seguía estando presente.
El médico y su ayudante salieron de la casa y subieron al coche de las emergencias. Arrancaron y siguieron el recorrido pautado. El médico siguió diagnosticando en el automóvil:
—Con la próxima no hay apuro, es un cólico vesicular, nosotros no podemos hacer nada.
—¿Y para que vamos?
—Porque paga y es cliente —hizo una pausa— Che, yo no me animé a decírselo a la vieja, pero eso es un principio demencia senil que tiene una manifestación psicótica…
Continuó por un buen rato con una retahíla interminable de términos médicos con ejemplos y anécdotas poco comprobables. De pronto detuvo su perorata y miró el libro que la joven llevaba en su regazo:
—¡A ver nena! ¿Qué te regaló el vejete? ¡Mirá el admirador que te echaste! ¡Te miraba con ojos de pillo el viejo de mierda! ¡Miralo vos! ¡Llamando la atención haciéndose el mudito! ¡Qué hijo de puta! ¡Qué le den sopa hirviendo y vas a ver como putea hasta en mongol! Además, bien que se sonrió cuando te vio las tetas. ¡Viejo puto…!
—Las personas más tristes son las que tienen la sonrisa más luminosa y los más endebles son los más sabios. ¿Sabe por qué?
—Ni idea —contestó el médico secamente.
—Porque no quieren ver en los demás el padecimiento que sufren ellos.
—El padecimiento del viejo es el inicio de un alzheimer machazo.
—Lo dudo. El Señor Ernesto —recalcó ella— me regaló el libro que estaba leyendo: The Great Design de Stephen Hawkings. Bastante difícil de conseguir y mucho más difícil de comprender.
—¿De qué se trata?
—De una tontería tal como la creación del universo.
El médico lanzo una risotada boba.
—¿Y qué entendés vos de eso? ¡Decime…! ¡Por favor!
—Ahora nada —contestó ella—, pero cuando lo lea voy a entender más que usted con el Olé Deportivo mañana, tarde y noche.
—Vos nena, no te olvides que el silencio es el patrimonio de los locos.
—¿En este mundo de locos…? Entonces, si eso es verdad, me demuestra que este hombre está más cuerdo de lo que me suponía.
Hubo un silencio de varias cuadras de largo, y la chica continuó:
—La palabra es lo que nos mantiene unidos a la sociedad, pero especialmente al entorno. Cuando no hay palabras no hay empalmes posibles. Yo creo que Don Ernesto se está desprendiendo de los lazos de un entorno cultural que dejó de contenerlo y que tampoco lo comprende.
—¿Quién es el viejo este? ¿Einstein? ¿Qué descubrió? ¿Qué inventó? ¡Teorías que no las puede probar ni él! Entonces… ¿Qué? ¡Está loco!
—¿Se da cuenta? Usted no lo entiende y le molesta el hecho de no entenderlo, pero no por él, sino porque que lo pone en evidencia que le interesa más la delantera de Villa Dálmine que la física cuántica.
—¡Obvio! Yo con la física cuántica no voy ni a la esquina, pero por Boca Jumiors… ¡mato! El viejito es un psicopatón manipulador y se las está haciendo pagar a la vieja que tiene una pinta de bruja chupa cirios que se cae.
El nuevo silencio duró cuadras y una prolongada espera en la Avenida Corrientes frente a las vías del ferrocarril San Martín.
—El pobre viejo se está preparando para morir, porque no se anima a matarse, lo que hizo es llamarse a silencio —dijo la chica con la mirada perdida al frente, esperando que se levantaran las barreras.
—No le veo la relación —contestó el médico.
—La palabra es la que nos hace humanos… ¿no?
—Es una de las cosas… —contestó el médico desganadamente.
—¡Es la principal! Cuando dejo de hablar dejo de ser humano. Si no me comunico no puedo dejar demostrado que soy humano. De allí lo que usted dijo recién: el silencio es el patrimonio de los locos. Porque se desconectan del entorno y quedan encerrados en sí mismos. No sabemos lo que ocurre dentro de ellos, si es que sigue ocurriendo algo.
—Bueno, Lacán decía que el suicida rompe su relación con la palabra. ¿Vos creés que el viejo este se va a suicidar?
—¿A su modo? ¡Sí!
—¿Cuál es su modo?
—Dejarse morir porque el entorno no lo contiene. Escuché que la mujer dijo que no tiene fe religiosa y que está seguro de saber qué es lo que le va a ocurrir después de la muerte. ¿Se fijó en los apuntes y carpetas en cajas de cartón tiradas por todas partes? Eso muestra que no tiene forma de canalizar orgánicamente todo lo que sabe, y lo que es peor, que a nadie le debe interesar. ¿Cómo es que eso no quedó en la Universidad? Esos papeles desorganizados tienen teorías y cálculos de un genio, que tendrían que ser estudiados y catalogados. Su cabeza debe ser el vivo reflejo de esos apuntes desparramados por todas partes. En esas condiciones ¿quién va a seguir su camino?
—¿A vos te interesaría?
—Yo no terminé mi residencia de medicina como para ser una investigadora al nivel de este hombre. Me faltaría mucho.
—¿Pero entonces vos qué suponés que le va a pasar si no se suicida?
—Nada —contestó lacónicamente.
—¿Entonces?
—Entonces, nada es nada, como era nada antes de que nacieras.
—Antes que yo naciera estaba Boca campeón y cuando yo me muera me voy a llevar al cielo la azul y oro y no van a alcanzar las estrellas para contar los campeonatos de Boca.
—¡No sea imbécil!
—¡Yo sé que no soy!
—¿Por?
—Porque soy de Boca —continuó en risotadas y cánticos del estadio.
El entresijo sobre el enigmático personaje tomó carácter de misterio. Ella era una médica joven, con poca experiencia, pero había quedado profundamente impactada por aquel hombre que le recordaba a su abuelo. Había visto que Ernesto escribió el mensaje. Amoscada por el tono de la charla del médico, abrió el libro para ver la dedicatoria, pero se encontró con una breve frase, casi imposible de leer con la poca luz de la noche y que tampoco parecía escrita en castellano.
***
Más o menos unos cinco años antes de aquel día, a Ernesto le avisaron del Consejo de Rectores de la Universidad, que ya no podría ser el titular de la cátedra del posgrado de Química Orgánica Molecular, por el burocrático hecho de haber cumplido los setenta años que marcaba la ley y que por esa causa no podía estar al frente de una clase. El eminente profesor se sintió abrumado, ofendido y destratado. Luego, más tranquilo, trató de hacer un análisis profundo de su nueva situación, y haciendo gala de su racionalidad pensó en el tiempo que podría dedicarles a sus investigaciones, o a leer y escuchar toda la música que no había podido oír en la Facultad, o darse el gusto de escribir algunas de las ficciones que había imaginado en sus largas y frecuentes duermevelas.
En la Facultad le pidieron que les entregase la oficina y su escritorio a sus adjuntos. De los libros y las carpetas no dijeron nada. Casi todo estaba en inglés, francés, alemán y algo en ruso, que había aprendido de grande para no perderles pisada a los europeos del Este. Para sus adjuntos aquella biblioteca era de ningún interés ya que quienes lo iban a suceder apenas se llevaban con el inglés, y por cierto bastante mal.
Lo primero que se le ocurrió fue juntar sus escritos y las carpetas con sus investigaciones. De hecho, pertenecían a la Universidad, pero solo él conocía el mapa de los senderos que había seguido para llegar a las conclusiones que allí expresaba. Si alguien seguía investigando, él se comprometió a que, generosamente, lo guiaría para que no se metiera en los numerosos “cul de sac” de cualquier proceso de indagación y que él ya los conocía de sobra.
Elvira se horrorizaba cada vez que Ernesto llegaba con más cajas de cartón llenas de papeles polvorientos, fotocopias arrugadas y papeles cuadriculados llenos de garabatos escritos a lápiz.
—¡Ay, cielo! ¿Para qué te va a servir todo esto? ¡Ya está! Vos tendrías que rezarle todas las noches la oración a María Santísima para saber envejecer —le reclamaba su mujer, sin cambiar una sola de las palabras, cada vez que entraba con una caja con apuntes o libros.
Otro día llevo a su casa varias resmas de papel, de las que le entregaban en la Facultad. Eran livianas, amarillentas y de mala calidad, pero en una cantidad proporcional al optimismo que tenía en su futuro como escritor. No faltaron los clips, bolígrafos y los cartuchos de tinta para impresora que era la misma que la de su hogar. Ernesto parecía dispuesto a escribir la Enciclopediæ Britannica teniendo en cuenta la cantidad de papel y tinta que acumuló.
Decidió comenzar con ficciones. Cuando se sintió que ya estaba preparado, se sentó a la mesa del comedor con la computadora y se quedó mirando fijamente al monitor en blanco. Pasaron segundos que se hicieron minutos y que terminaron convertidos en impaciencia y rabia mal contenida culminando con un sonoro palmazo en la mesa.
¿Dónde se habían escondido los personajes que eran los figmentos de su imaginación cuando no podía dormir? ¿Estaban todos en silencio, sin prestarle atención ni obedecerle? ¿No le querían hablar? ¿También ellos lo ignoraban? ¿Estarían asombrados por haber tenido que salir a la luz, repentinamente y sin previo aviso? ¿Padecían de un súbito pánico escénico y se negaban a hablarle y mucho menos a obedecerle? No los oía siquiera cuchichear entre ellos. Con seguridad se escondían debajo de las teclas, que los dedos de Ernesto se negaban a hundir en el ortográfico orden necesario para producir las palabras que harían el sortilegio de hacer aparecer a sus personajes.
Su lógica científica se negaba a aceptar su falta de entrenamiento en las tareas de la creatividad y la ficción, por lo que su mente infería que ese papel en blanco era un hecho significante en sí mismo. Estaba tan seguro de lo que sabía que no tenía vacilaciones. ¿Qué es la creatividad sino poner en palabras nuestras incertidumbres? Tal vez ese fuera el principal problema: el exceso de seguridad de Ernesto en todo lo que hacía, y que Ernesto no tiraba por borda para ser creativo. El silencio de la blancura del monitor vació era al mismo tiempo una acción por omisión deliberada y artera de sus personajes que se negaban entregarse a la vida efímera de la ficción. Ellos se negaban, aunque más no fuera, a hacer una pirueta verbal para darle un pequeño gusto a su autor. En medio de su enojo recordó que Umberto Eco dijo alguna vez que nada es más nocivo para la creatividad que el furor de la inspiración, y eso le estaba pasando a él.
En la naturaleza, pensó Ernesto, el silencio podía tener muchos significados como la espera, la ausencia, el vacío, la vergüenza, el odio, el amor y el asombro. Casi cualquier emoción se podía expresar con silencios, pero por lo visto, en un relato, al silencio, había que describirlo como un hecho por lo que dejaba de ser mutismo sino un mero hecho circunstancial y anecdótico. No existía por sí, sino por lo que contaban de él. Perdía entonces la trascendencia y la importancia que se le quería otorgar en un texto y obligaba a hurgar en lo que sentían los personajes. Entonces quien rompía ese silencio de la página en blanco era el autor con su vox dei remplazando a la vox populi de los personajes que se negaban tozudamente a expresarse. Si él hablaba era su propia visión hablando de los otros, aunque estuvieran mudos. Tenían que ser ellos, los personajes, los que le hablaran al autor y a los eventuales lectores para que pudieran acreditarse un alma propia como la que hoy tienen Don Quijote o Martín Fierro. Si no hablaban no es que no hubiera personajes, sino que serían incompletos ya que sería el autor que hablara de ellos, por lo que pasarían a ser el personaje del personaje por el mero hecho de no querer comunicarse.
El silencio es bueno para meditar o para dormir, sin embargo, nadie pudo aguantar más de una hora encerrado dentro de una habitación en silencio absoluto. La ausencia total de sonidos se hace más insoportable que ser aturdido. Los acúfenos pasan a hacerse presentes hasta ensordecernos con sus agudos silbos que vienen de ninguna parte que no sean los ecos de nuestro propio sistema nervioso. ¿Cómo hacen para sobrevivir los sordos absolutos? ¿Sufren de tinitis? ¿Sienten el rechinar de sus dientes o el bombeo gorgoteante del corazón? El silencio del desierto en días de calma y sin viento ¿era acaso lo que volvía sabios a los ermitaños o los monjes que hacían extravagantes voto de mutismo? Ese silencio forzado ¿los hacía parecer sabios, como escondiendo conocimientos que vedaban para los demás…? Ernesto comprendió a partir de sus dislates que el silencio también era bueno para divagar, pero el silencio blanco de una hoja de papel, por lo menos a él no le inspiraba más que una inmensa frustración. ¿Cuántos segundos aguantaría un lector hojeando un libro con páginas en blanco? Al no haber palabras no había personajes que nos ilusionaran como que están vivos, aunque fuera en su cárcel de papel y tinta.
Ernesto ansiaba que su obra, desde la primera frase, fuese inolvidable. Tenía que ser perfecta como cada una de sus investigaciones. Dejó de lado la computadora y se lanzó a escribir con un bolígrafo sobre los papeles cuadriculados, una línea cada dos cuadrados de por medio para dar lugar a las seguras correcciones que vendrían en torrentes de tintas multicolores. Escribir con la computadora personal era una forma de monólogo al igual que con la máquina de escribir, con la que también intentó, el papel y el bolígrafo eran un diálogo interior que le resultaba más amable.
Para darse coraje escribió un prólogo de algo que todavía no sabía qué iba a ser. Al menos el papel manchado de garabatos no producía ese aterrador grito sin sonido ni sentido del papel yermo de signos y caracteres. Lo más terrible para Ernesto era el sigilo del papel en blanco que lo acechaba. No era que no tuviera nada que decir, sino todo lo contrario. ¡Era tanto que no sabía cómo y con qué empezar!
Miró al papel y creyó adivinar que aquel había sido el dilema de Dios cuando todo el universo estaba en una sola partícula. Es partícula estaba en blanco y hasta que Dios no le puso el Verbo, no hubo movimiento, luz, calor, tiempo, distancia y por último vida.
Ernesto comenzó a escribir cuentos breves, con bolígrafo y papel. Sus garabatos, difíciles de interpretar, los corregía y volvía a corregir con distintos colores de tintas. Se sumaron entrelíneas, notas al margen, al pie o en papeles pegados que surgían como pseudópodos de sus escritos principales. Los cuentos se basaban en sus vivencias personales, en lo que esperaba del futuro, en la actualización de mitos y leyendas. Ernesto era un escritor ubicuo. En todo encontraba temas interesantes sobre los que, con el pretexto de un pequeño entramado dramático, plasmar su posición filosófica.
Le costó casi un año tener el convencimiento acabado de que debía ir de menor a mayor, y que no tenía los poderes aparentemente divinos, o una mística obsesión compulsiva como la de Santo Tomás de Aquino para escribir la Summa Teologiæ. Ernesto obviamente no tenía a un Aristóteles ni a Agustín de Hipona, en los que pudiera tener un punto de apoyo a partir del cual podría sacudir al mundo como él hubiera deseado. Aunque sea hacerlo vibrar lo suficientemente fuerte como para que se cayeran como hojas secas los dogmas, las ideas preconcebidas y los mitos seudocientíficos. Hubiera deseado poder abrir cabezas, pero no a garrotazos, sino con la llave maestra de las ideas nuevas y la curiosidad inagotable.
A poco de escribir sobre sus investigaciones se dio cuenta que, desde su postura de investigador retirado de una universidad argentina, difícilmente pudiera estructurar una obra apologética contra la afirmación religiosa de los principios del universo y los desconocimientos de las verdades desmitificadas del todo que nos rodea.
No tardó mucho en darse cuenta que, para el orden establecido, sus palabras, por cuestiones culturales y políticas, no debían ser comprendidas y, por lo contrario, de ser posible, tenían que ser estigmatizadas.
Para horror de Elvira, su ortodoxa y reverente mujer, en sus escritos, Ernesto dejó de ocultar su agnosticismo religioso. No negaba la existencia de dios, pero no se trataba del dios al que Elvira lo obligaba a adorar cada domingo en la misa de las diez de la mañana. Su mujer se enteró de los pensamientos más íntimos de su marido revolviendo en sus apuntes y sus cuentos inacabados. Ernesto nunca se había negado a acompañarla a cualquier ceremonia religiosa, aunque siempre parecía estar absorto, imbuido en profundas meditaciones que a Elvira se le habían antojado prácticas piadosamente místicas. Ernesto, por su parte, le daba vía libre a su imaginación para que se escapara a un cielo tan lejano como las galaxias más antiguas. Soñaba despierto, calculaba cuáles podían ser las leyes de la física de antes de la creación del universo. Otras veces solía bajar, no a las negruras del infierno, sino a los vericuetos perpetuamente oscuros de las partículas subatómicas que no sabían de la claridad porque son más pequeñas que la frecuencia de las ondas que transportan los fotones y producen la luz.
En la misa, durante la elevación, Ernesto analizaba las posibilidades químicas, físicas y hasta cuánticas de la transmutación del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Cristo, y su mente científica se negaba a aceptar una idea tan poco verosímil: no es lógico que un milagro se repita a demanda, tantas veces en tantos lugares distintos, con lo que deja de ser un milagro para convertirse en una norma o un hecho ordinario y cotidiano. No había posibilidades que un gesto de las manos fuera suficiente para operar la discordia de los elementos. Que el vino se convierta en sangre, y el pan sin levadura en carne, y que por añadidura se los consuma para producir la unión era demasiado disparatado. Decir que todo aquello era un simbolismo no le hubiera quitado ni pizca del valor espiritual y moral y le hubiera dado mucho menos de qué hablar a los detractores.
Ernesto fue pasando sus cuentos a letra de molde en la computadora personal. Los corrigió mil veces y siempre seguía encontrando errores donde nadie podía suponerlos. Su escritura se hizo certera, pulida, acabada, brillante hasta lo esplendorosa. Los pequeños entramados dramáticos del primer boceto de cada relato se fueron convirtiendo en complejas posturas filosóficas que mostraban a la vida desnuda y sin tapujos, a partir de los hechos cotidianos de los personajes que dejaba su mente en libertad de acción.
La primera lectora de sus cuentos era Elvira, que los leía sin apartarse de sus dogmas de fe y su inamovible posición cultural del “deber ser”. Amaba lo suficientemente mucho a su esposo como para no poder decirle cuanto detestaba a sus cuentos y lo poco que entendía de ellos. Le repugnaban a su formación, su fe y sus tradiciones. Cuando Ernesto le pedía una opinión, la respuesta invariable de Elvira era: “¡Está muy lindo!”.
Más de una vez, Ernesto les pidió a sus amigos que leyeran los cuentos de su autoría, no todos, sino alguno, al azar, para medir la posibilidad de presentarlos a publicación. Ninguno de sus amigos, ni sus colegas, que normalmente gastaban fortunas en las librerías, se tomó la molestia de leer aquellos manuscritos mecanografiados que en realidad guardaban tesoros de sabiduría, con gramática delicadamente ordenada. Así fue como nunca, ninguno de ellos, supo que a través de un par de cuentos de ciencia ficción Ernesto sostenía la teoría de que la creación del universo seguía ocurriendo en forma constante como si las estrellas brotaran como burbujas de un manantial subterráneo y que se iban creando otros universos nuevos, paralelos, no idénticos, separados por la poco y mal conocida fuerza oscura y erantangentes en los vacíos o puntos fríos del universo. Ninguno de sus colegas leyó otro cuento, de ficción especulativa, en el que el bioquímico sostenía que en cada lugar que se acumulaba agua se seguía creando nuevas formas de vida cada día aun hasta en el presente.
Los editores le hacían dejar copias semi encuadernadas que le devolvían sin una marca de haber sido abiertas. Así Ernesto comenzó a mezclar las páginas aleatoriamente, y cuando iba en busca de una devolución a su obra, le decían con desparpajo, que no era lo que le interesaba al público que comparaba libros durante el verano.
—¿Y Señor Editor? ¿Qué opina usted de mis cuentos? —le preguntó al responsable de una gran editorial donde había sido recomendado.
—Bueno… —intentó decir el Señor Editor— No es exactamente lo que buscamos. Hoy el público es muy exigente y necesitamos algo más profundo.
—¿Más profundo? —Repitió Ernesto con cara de incredulidad— ¿Usted lo leyó todo?
—¡Sí por supuesto! —Afirmó el Señor Editor— ¡No dudará de mi palabra!
—En absoluto. Pero… ¿lo entendió?
—Sí, precisamente me pareció un poco superficial para lo que andamos buscando.
—¿Y no notó nada extraño al leerlo? —Insistió Ernesto.
—Sí Don Ernesto, que a usted le falta un poco de pulimento como escritor.
Ernesto se abalanzó al Señor Editor y le abrió el original en la cara.
—Yo en cambio diría que lo que a usted le falta es vergüenza, lo que le traje son hojas impresas al azar de Un mundo feliz de Aldous Huxley. No hay ninguna que tenga que ver con la siguiente, ni siquiera en la numeración y usted ni eso notó. ¡Usted es un canalla mentiroso como todos!
El Señor Editor intentó darle una explicación sobre lo ocupado que estaba.
—Yo también estoy ocupado —le contestó Ernesto.
—Pero si usted está jubilado — le respondió el Editor.
—Por eso estoy mucho más ocupado que usted. Me queda menos tiempo y usted me lo roba descaradamente.
—Hágame el favor ¡váyase! —le dijo el Editor.
—¡Qué yo me vaya es el favor más grande que le pueda llegar a hacer yo a usted, sin embargo el papelón de este triste evento, usted no se lo va a olvidar jamás! Sea honesto: diga que no lo publica porque le importa tres bledos lo que contenga adentro si es que no describe con lujos de detalles vaginas, penes, lenguas y culos interactuando entre sí aleatoriamente. Así, por lo menos, va a ser un comerciante digno, porque editor… ¡No es! ¡No mienta! Nuestra sociedad está enferma de mentiras que para colmo son aceptadas como buenas. ¡Dígame por lo menos que no me publica este bodoque porque la gente ya no sabe leer! ¡Dígame que hemos remplazado una buena lectura, que activa nuestra imaginación, por una sucesión rápida de imágenes que nos hace más y más adictos a la adrenalina!¿Cien palabras? Eso es un telegrama. ¿Por qué mejor no pide novelas en 140 caracteres? Va a encontrar muchos interesados.
—No son cosas que yo pueda manejar —dijo el Señor Editor.
—¡Entonces dedíquese a otra cosa! ¡Pero no las puede ignorar! —le respondió Ernesto— Usted comercia con libros, no poniéndole herraduras a las mulas de la remonta. La mentira se ha convertido en una moneda falsa que nuestra sociedad ha aceptado y que ha terminado remplazando a la buena. El médico, que diagnostica infecciones virales porque no se ven o son casi imposibles de comprobar; el ingeniero, que hace un camino de 100 kilómetros con un ancho de cinco centímetros de menos, porque nadie va a notar que puso mil toneladas menos de asfalto; el político, que dice que se hizo rico con sus ahorros de joven o que fueron puestos a intereses inverosímiles en el banco; el frutero, que le vende naranjas secas, pero barnizadas para que parezcan frescas y buenas. La mentira es lo normal y decir la verdad es casi ridículo.
—¡Usted es un nihilista! —le espetó el Señor Editor.
—¡Exactamente! ¡Claro que lo soy! ¡A mucha honra! Si no lo fuera me iría totalmente frustrado con “su crítica” a mis cuentos.
El editor respiró profundamente y trató de mostrarse amigable:
—¡A ver Ernesto! ¡Espere! Si usted paga la edición, nosotros se lo imprimimos y distribuimos a consignación en las librerías…
—¡Ah…! ¡Por fin habla con la verdad! ¿Sabe lo que pasa? Soy un pobre profesor universitario jubilado. Me falta el dinero y me sobra pudor para hacer algo así. Se terminaron las palabras, así que… ¡Buenas tardes!
El peregrinaje por las demás editoriales no fue demasiado diferente. En todas tenía que pagar la autoedición. Le decían que los cuentos no eran un formato comercialmente aceptado. Sus ensayos debían estar avalados por la Universidad y apadrinados por un científico, cuando él mismo había sido el científico que había apadrinado y garantizado por años a centenares de sus discípulos, pero ahora estaba jubilado.
Luego de sus andadas por las editoras, Ernesto se paraba en las vidrieras de las librerías y se preguntaba cómo habrían hecho todos esos autores para llegar allí. Se preguntó si habrían empezado desde más jóvenes, si se habrían auto editado, o ganado concursos de los que él no ni siquiera se enteraba. Meditó con más cuidado por qué su mujer le decía que eran cuentos “lindos” y sus amigos ni siquiera se tomaban la molestia de ojearlos rápidamente.
Comprendía a su mujer, para quién los cuentos serían inentendibles y repugnantes a sus creencias, pero por lo demás pasó a descreer de la amistad y de la lógica.
Cuando se juntaba en el café con sus amigos se llamaba a silencio o hacía comentarios breves con un feroz cinismo que demudaban los rostros a sus ocasionales compañeros. Ernesto había dejado de inclinarse por la diplomacia y la corrección y comenzó a decir lo que realmente sentía. Ser diplomático, analizó, también era una forma elegante, pero no menos repugnante de mentir, y él no quería hacerlo. Sus actitudes incomodaban y mucho. Acompañaba a su mujer a la misa, pero permanecía sentado o parado apoyado contra una columna sin repetir ningún gesto ni arrodillarse. Varias veces el cura párroco lo miró de reojo durante la elevación. Ernesto le mantenía la mirada en forma desafiante y por dentro hubiera deseado tener una discusión cara a cara con el celebrante por el falso acto de magia que estaba llevando a cabo.
El párroco, molesto por las miradas desafiantes de Ernesto que lo perturbaban en el momento más sagrado de la transmutación, habló en el atrio de la iglesia con Elvira. Le preguntó por qué Ernesto no atendía la misa como Dios mandaba. Elvira se lo transmitió a Ernesto y Ernesto le contesto:
—Dios no lo manda. A dios le importa un cuerno si nos arrodillamos o nos revolcamos en el suelo durante la misa. Dios no es una máquina tragamonedas que hace favores de acuerdo a la cantidad de Padrenuestros que le reces. Ese no es un dios, es un comerciante que no nos ama, ni nada parecido, nos usa y es el producto del ingenio de cuatro vivos: un cristiano, un judío, un musulmán y un budista.
Elvira horrorizada se lo contó al Párroco, que sin dudarlo y basado en sus dogmas dijo que no había peor pecado que el de la falta de esperanza, que era aun peor que la falta de fe, que tratara de hablar con su marido y que lo corrigiera en sus errores.
A Elvira no se le ocurrió mejor idea que iniciar un catequismo de entrecasa en el preciso momento en que Ernesto trataba de comprender la teoría de las cuerdas y por qué una misma partícula podía estar en dos lugares distintos al mismo tiempo. Ernesto se puso de pie, tomó su libro y salió con un banquito al jardín, mientras Elvira le seguía hablando de las loas que los ángeles le cantaban al Señor en el cielo. Ernesto la miró frunciendo el ceño.
—¿En serio que en el cielo los ángeles están todo el tiempo cantándole loas a Dios?
—¡Sííí! — le confirmó Elvira entusiasmada y sonriente.
—Si yo fuera Dios, los mandaría a patadas en sus seráficos culitos a la tierra a laburar para que haya menos hambre, enfermedades, odios y guerras en lugar de estar cantando loas como pelotuditos… Aparte… ¡Qué aburrido!
Esa frase fue la última que Elvira le oyó decir a Ernesto que había caído en la cuenta que no valía la pena hablar, ni darse a entender por escrito, sino intentar, hasta su último aliento entender cómo funcionaba algo de ese maravilloso universo que había creado dios, pero el de verdad, no el de las religiones, el sabio, no el egoísta, el que nos había sacado del caos y que al caos nos devolvía sin tener por qué darnos explicaciones del sentido de nuestra existencia porque se explicaba en sí misma y éramos apenas el resultado de una cadena curiosa de fenómenos estelares, físicos y químicos.
El silencio, por el que había optado no era de enojo, sino el mutis por el que opta el asceta, el monje contemplativo o el lama. El silencio necesario para que pueda existir la música. Como la distancia vacía del arco entre dos columnas que sostienen un edificio. Su silencio era como esas pausas, de meditación en medio de tanto bullicio, opiniones y críticas sin fundamento. Su recogimiento, en cambio, era plenamente fundado: ya no tenía nada más que decir porque nadie quería oír, ni leer, lo que él tenía para contarle al mundo. Tampoco quería contradecir a su mujer en sus aquilatadas creencias. Ernesto la amaba demasiado como para hacerla sufrir por discusiones religiosas y ella a su vez, amaba demasiado al dios que le habían impuesto como cierto sus mayores. Ese entuerto se solucionaba solamente con el silencio de una de las partes, y Ernesto sabía que era su responsabilidad. El amor, los besos, las manos trenzadas y los abrazos al dormir no faltaron en ningún momento. No fuera a ser que se confundiera el silencio con la malquerencia.
Todas las palabras que Ernesto había escrito, a las que otros las habían amordazado con la indiferencia o la ignorancia, tomaban una nueva entidad al contraponer un silencio racional, meditado y voluntario. No era que Ernesto no tuviera nada que decir, sino que de nada le servía decirlo en las condiciones que la sociedad le imponía. Él se sentía más libre al guardar para sí lo que otros se habían negado a oír y a entender. Ernesto sentía que sus palabras habían comenzado a distanciarse de los hechos. Sus ficciones eran creaciones de su mente donde hacía bailar a sus personajes al compás de su propia música y no de tonadas ajenas. La puesta en escena de sus personajes la creaba él. Los entrampaba como una araña en su tela, y desde un extremo los amenazaba como el artrópodo se abalanza sobre los insectos enredados. Jugaba a ser dios. Un dios feo como una araña. Un dios que tendía trampas de destino a sus propias criaturas. ¿Había alguna diferencia con todos los dioses que los hombres adoraban en cualquier templo?
En sus ficciones alejaba a los lectores de la realidad mediante el entablado de palabras que construía como flexibles torres de bambú. Sus palabras formaban un figmento que era solo de él y nadie parecía interesado en compartir, ni siquiera de curiosear. A Ernesto le dolía por, sobre todo, que cada palabra había sido elegida con el cuidado que el cirujano opta por un escalpelo en el quirófano. Ninguna había sido descuidada. La construcción era sólida y exacta, sin que las hubiera de más ni de menos, dejándolas perfectamente alineadas y ensambladas con la concisión del científico.
En sus investigaciones, las palabras se sumaban a los cálculos, y dando por sentado que la matemática era perfecta, Ernesto demostraba que sus especulaciones teóricas eran verdaderas porque los cálculos la confirmaban. ¿Y qué eran los cálculos sino palabras codificadas que interactuaban de modo caprichoso para darle el gusto al fascinador de turno? Las conclusiones también eran palabras. Palabras especulativas que no podrían ser confirmadas empíricamente, sino por las cabriolas precisas en ecuaciones complejas de números bien amaestrados.
Ernesto sabía de sobra que su obsceno silencio ontológico causaba molestias e irritaba a Elvira, a sus cuñadas y a las tías de Elvira también. En cambio, sus hijos estaban acostumbrados a “las locuras” de Ernesto como esa ridícula física cuántica y la teoría de la creación permanente. “Si quiere estar callado, ¡mejor!” decían sus hijos. Ernesto, que se había jurado a sí mismo mantener ese silencio monástico, sabía que sus hijos en realidad deseaban que él se expresara, pero no libremente como lo había hecho siempre, sino como ellos pretendían que se pronunciara. Tal vez como un padre común y corriente, hincha de un cuadro de fútbol, o que los domingos barbotara contra el gobierno de turno por las barbaridades cometidas indefectiblemente todos los días hábiles de la semana. En definitiva, ni su mujer ni sus hijos supieron nada de él, pero era ese saber íntimo y profundo, del que conoce la identidad y la naturaleza que mueve los pensamientos.
Ernesto no esperaba que ahora comprendieran sus silencios aquellos que no habían entendido ni atendido a sus palabras. Sabía que en silencio no ofendería a nadie ni pelearía por cosas que su mente tal vez demasiado lógica, sabía que eran inútiles abalorios o fuegos de artificio gramaticales sin sentido ni base en la realidad.
El silencio que Ernesto se había impuesto a sí mismo lo abstrajo del mundo y le permitió crear cálculos cada vez más cercanos a sus teorías. Concibió que, como se podían domar a los números, se podía hacer lo mismo con átomos y moléculas. Era abstracto, sabía cómo hacerlo y lo puso en el papel sabiendo que ya nadie le prestaría atención ni los leerían, sin embargo en el último sótano de su conciencia mantenía una pequeña luz prendida.
Así de a poco Ernesto construyó una esfera indefinida llena de conocimiento y que no se conectaba casi en nada con la sociedad que lo contenía. Su mente a veces se agigantaba para flotar entre las estrellas y galaxias y otras veces se hacía tan pequeña como para imaginarse palmeando con extremo cuidado la redonda barriga de un neutrón. Cuanto más lejos iba en la distancia, en el tiempo o en la pequeñez se terminaba topando con Dios. No el de Elvira, sino el de verdad. La fuerza primigenia, la fuerza incausada o tal vez el causante de todo. Estaba en todas partes. No atendía oraciones, ni hacía milagros, ni concedía de dones, bulas ni indulgencias. Apenas se dedicaba a que todo, desde lo más grande a lo más pequeño funcionara a la perfección. ¡Ah! Y ese Dios tampoco le hablaba a él, sino que era elusivo, silencioso y lleno de misterios y para conocerlo solo estaba su obra, porque tampoco se expresaba en palabras y allí cayó en la cuenta que las palabras del dios de Elvira como el de cualquier otro dios eran inventadas por otros que les hacían decir lo que querían y no la verdad absoluta. Los dioses de las religiones tenían autores y eran el producto de la fantasía colectiva de autores confabulados en mantener una ideología o un poder. A partir de ese día Ernesto se sintió más cerca del que él consideraba el dios verdadero, pero no tenían nada que decirse y todo lo que Ernesto sabía de ese ente supremo era a fuerza de investigación, cálculo y especulación. Por su soledad faltaba la confrontación.
Una mañana de fines de noviembre, mientras se afeitaba, sin estrépitos ni molestar a nadie Ernesto sintió que ya estaba todo cumplido. La luz del último sótano se había apagado. Se convenció que nadie lo leería ni seguiría sus pasos. Era el hombre al que le habían impuesto el silencio antes de que él lo adoptara por decisión propia. Se iba con su cuerpo rumbo al caos. Volvería a ser unas cuantas moléculas sueltas vagando libremente y algún día tal vez podría ser parte de una estrella y con suerte terminar siendo parte de un agujero negro poderoso y masivo que lo transportara a los otros universos que él había calculado que sí existen.
Enterada tardíamente del fallecimiento de Ernesto, la médica, la joven practicante que lo había atendido en los inicios de su mutismo, recordó la dedicatoria de su paciente en el libro que le había regalado. Casi había olvidado aquel garabato. Le costó leerlo. De pronto comprendió cuál era el mal que lo había aquejado a Ernesto y que no era, precisamente, físico. ¿Qué sería de un escritor en silencio o frente a una página en blanco? Simplemente sería la nada misma.
La despedida de Ernesto estaba resumida en la dedicatoria del libro: “Eripeme de verba. Erueme a vita.” (*)
(*) Líbrame de mis palabras. Líbrame de la vida.
Jorge A. Ricaldoni
© 2012~2016
A mi abuelo Tebaldo y a mi Padre. Ambos, sabios incomprendidos y solitarios.
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