El perro

La separación para Roberto fue tan dolorosa como para cualquier varón que pasa por ese trance, aunque lo niegue cuidando el machismo. Tuvo como agregado su carácter débil y falsamente conciliador que lo llevó a entregarle la casa familiar a su mujer y a sus hijos, sin reclamar su parte, pero sintiendo que no lo hacía por bondad, sino para no tener que saber de ellos, o lo menos posible en su borroso futuro. La casa familiar la había adquirido con su único trabajo como ingeniero electricista empleado de la empresa distribuidora de electricidad. Su ex esposa había aportado las tareas domésticas y el cuidado de los hijos con desgano y una tan inexplicable como eterna flojera, sin entrar a particularizar su indeleble malhumor.

Ni su mujer ni sus tres hijos siquiera simularon un gesto de preocupación, o, aunque más no fuera una pregunta, para saber cuál podría llegar a ser el nuevo domicilio de aquel hombre, que, de todas formas, seguía siendo el sostén de la familia pese al quiebre y al alejamiento. Roberto no había sido un buen padre, tampoco un buen marido, ni siquiera una buena persona. No porque hubiese sido infiel, pero tampoco había sido un amante dedicado, o un esposo y padre cariñoso. Simplemente era indiferente con los suyos. No tenía amigos que se fueran a preocupar por él, de allí en adelante. Roberto, simplemente, nunca había sido un tipo que cultivara amistades más profundas que un comentario de fútbol, el trasero de la empleada nueva o los consabidos rezongos por los descuentos en el sueldo a fin de mes.

Hubiera sido ilógico que sus hijos hubieran aprendido cosas buenas de él, tanto como que su mujer lo amara o que algún amigo le echara una mano en circunstancias tan adversas. Su familia actuaba como sabía y podía. Nadie les había enseñado a ser generosos o a preocuparse por los demás, lo que no podía aparecer ahora en sus almas por el dudoso milagro de la generación espontánea.

Su ida de la casa familiar fue sin ayuda, despedidas, llantos ni promesas. Todo lo hizo a solas, cuando su mujer y los chicos estaban fuera del hogar. Adivinó que sus hijos lo espiaban desde la oscuridad cuando él embalaba lo poquísimo que se llevaría. También presintió el gesto de satisfacción y alivio de su mujer cuando se fue. Ni bien las valijas estuvieron en la vereda, la puerta de entrada de su casa se cerró desde adentro con sonido a cerradura que se asegura con doble vuelta. Aquel destrato no fue por causa del viento ni por la casualidad sino por ese odio único que surge entre los que alguna vez se amaron, que es el más dispuesto para separar a una pareja. La puerta golpeando su marco y el ampuloso cierre del cerrojo fueron los últimos sonidos que se llevó de la casa familiar. Roberto no esperaba llantos ni escenificaciones de simulada pena. Recibió un magro vuelto de lo que había dado y era consciente de ello. Para empeorar la situación no tenía ningún arrepentimiento por no haber sido un buen padre de familia o un marido cuidadoso. Simplemente eran virtudes a las que él no les daba el mismo valor que el resto de la sociedad.

Cuando alguien de la clase media se desbarranca por cualquier circunstancia, pasa a ser redondamente pobre. Es difícil acostumbrarse al nuevo estado que, para la absoluta mayoría de la gente, es tan cotidiano que ni siquiera lo notan, en cambio para Roberto fue muy doloroso. Con los últimos ascensos con que lo habían premiado en la distribuidora de electricidad estatal SEGBA por su buen desempeño, Roberto se convenció que había logrado por fin asir a Dios de la barba. Supuso que, mediante cualquier mínimo tirón, Dios haría lo que él deseaba que hiciese, ni más ni menos. Sin embargo, Dios tiene una enorme experiencia en sacarse las molestias de entre sus barbas, de su vista y de la existencia misma. Sin penas, miramientos ni excepciones, por beatas que hayan sido sus vidas, sabe cómo hacerles morder el polvo y terminar confundidas con Él en el caos de los tiempos.

Roberto alquiló un departamento en el centro de La Plata, cerca de su trabajo. Para darle aspecto de hogar, pasó por una de las compraventas cercanas a la estación del ferrocarril y por unos pesos se llevó unos cuadros alargados que mostraban a unos ciervos al borde de lacónicos lagos planchados, pintados con óleo sobre terciopelos rojos o negros. Cuando colgaba los cuadros, incrustó un clavo en la pared. Se alejó de la pared y dijo dirigiéndose al clavo: “¡Pensar que vos dejaste de ser mi clavo!”.

A las pocas semanas no aguantaba los olores de los guisados de otros, los humos intrusos de churrascos cocinados a las apuradas, los gritos de otras costumbres y rabietas que le eran ajenas. Tampoco soportaba la combinación de televisores, radios y fonolas, con niños subiendo y bajando como fantasmas por palieres siempre a oscuras o iluminados lúgubremente con un foquito de 25 vatios que por lo general parpadeaban de puro débiles. Los gritos de Pipo Mancera atronando desde el televisor del vecino los sábados a la tarde, lo torturaban hasta lo indecible, recordándole que su mujer lo hacía callar la boca para escuchar con atención lo que decía el pequeño conductor.

Un sábado por la mañana salió de consultas por las agencias inmobiliarias para comprarse una casa. Los martilleros le sonreían hasta que él les decía cuál era su presupuesto. Así lo fueron corriendo de a poco. El Norte, fuera de dónde fuese, quedaba descartado. Descubrió de esa forma que, hasta los barrios carenciados tenían lugares privilegiados que coincidían indefectiblemente con el Norte, con la parada de colectivos, o la cercanía al pavimento. Existían también los otros, los menos ambicionados que estaban desguarecidos o miraban francamente al Sur. Tal vez una atracción como la de las brújulas, o algún estigma de lejanas migraciones desde el hemisferio de arriba hacia el de abajo, impulsaba a las personas que siempre quisieran ir hacia el Norte o hacia el Este, como si así pudieran estar más cerca y más identificados con el lugar desde donde hubieran llegado, o de la ya lejana Europa de sus mayores. Esos dos puntos cardinales, relativos a cada ciudad o barriada escapaban, por mucho, a más del doble de sus modestos ahorros.

El Sur y el Oeste, en cambio, parecían reservados para los originarios de estas tierras. Siempre, indefectiblemente, eran menos desarrollados, con calles olvidadas de barro arcilloso y poca iluminación. Los pavimentos, el gas y el agua corriente siempre eran promesas de los políticos una semana antes de las elecciones. El Sur, fuere de donde fuese, era más accesible, con lugares más amplios y soleados, vecinos de piel más oscura y pelo duro y crespo. Los hombres apenas llegarían a la altura del hombro de los del Norte, y a las mujeres se les abultaban las caderas apenas parido el primer hijo. El Sur estaba habitado por gente a la que le faltaban dientes y muelas, pero que tenían sonrisas más amplias y francas. Las manos tendidas en señal de bienvenida, aunque con una amabilidad recelosa hasta entrar en confianza.

Roberto, luego de mucho andar, compró una casita vieja, en los confines de Villa Elvira y enfrente del Barrio El Carmen. Alguna vez tuvo buenos revoques, pero que hoy dejaba ver su esqueleto de ladrillos y mortero de cal y conchilla. Era una de las pocas en esa cuadra. Tenía el terreno delimitado por alambre artístico revirado de puro viejo. Al frente había un jardín abandonado con malvones largos y flacos de hojas y los geranios entreverados con ardorosas plantas de ruda. En el fondo, en cambio, la albahaca y la hierba buena habían decidido volver a la libertad, así que, saltando canteros, volvieron a ser yuyos intercambiando aromas cuando soplaba el viento del Norte. La casa estaba al centro de un lote largo y angosto, surgido de la idea de urbanizadores mezquinos y especuladores de la necesidad inmobiliaria ajena. La casa ocultaba su fealdad y la vejez, escondida detrás de una santarrita y un jazmín de leche. Por lo menos la hojarasca le ahorraría el disgusto de tener que pintar el frente.

Roberto viviría en un harapo alejado del Barrio Sur, obviamente al Sur de La Plata, marcándoles el Norte a los campos poco fértiles del Sur, con sus suelos de greda y conchilla. A los lados había pocos vecinos y frente a su casa solo había campo y un horizonte crispado de penachos de montes de eucaliptos bastante lejanos interrumpidos por las siluetas inconfundibles de algunos molinos de viento. No había otra orilla más bordona que aquella donde él había ido a parar con su suerte.

Vivir en el Sur tenía una ventaja: Roberto, apenas salía al umbral de la casa, ya podía ver las tormentas que llegaban ominosamente con los frentes fríos de mayo.

En la barriada había huellas de lo que alguna vez habrían sido calles y que los pastos reclamaron para la pampa deprimida, justo antes que los humedales se conviertan en la Selva Marginal sobre el río cercano. El abandono municipal y la obvia falta de tránsito habían hecho que las cuadrículas fundacionales de cien por cien se fueran borrando y volviendo a la caótica planicie de los bañados y las conchillares del Este. El paso del tiempo había hecho girones al mapa optimista de aquella urbanización.

En las esquinas, simulando progreso, había postes de palmeras con las por aquel entonces novedosas luces de mercurio. Los faroles estaban protegidos con entramados de alambres. Probablemente el martillero, devenido en urbanista improvisado, habrá adivinado que por allí habitarían vándalos que, con seguridad, harían puntería en tan maravilloso avance de la civilización. De todas formas, las lámparas de mercurio de las esquinas, apenas brillaban con una luz gris verdosa por las infinitas noches que iluminaron en vano, sirviendo únicamente para el entretenimiento y carrusel de las polillas, mosquitos, chinches verdes y cascarudos en los largos veranos del arrabal.

Roberto se mudó casi con lo puesto que tampoco era mucho. Compró una heladera Siam, la de la manija con bolita, a la que multitud de manos habían abierto y cerrado. Era chiquita y mal mantenida, pero enfriaba. El mobiliario consistió en una cama otomana con un colchón de la lana un poco aplastado. Se prometió a si mismo que se encargaría personalmente de cardarlo. La inversión más batallada fue en una buena almohada de espuma látex artificial. La modestia en la que pasó a vivir Roberto fue el menos dañina de sus orgullos egoístas, ya que se lastimaba solo a sí mismo en su frugalidad sobreactuada, aunque él estaba convencido que aquella actitud era una puerta de oro a la sabiduría.

Una tarde, Roberto sacó de la que fuera su casa familiar, un par de juegos de sábanas de una plaza con motivos de héroes de dibujos animados. Estaban desteñidas y zurcidas y por el olor, se notaba que hacía años que no se usaban. De todas formas, aquel gesto le valió una discusión a los gritos con su mujer y sus hijos, que defendían lo que consideraban suyo como si Roberto se estuviera llevando un gobelino de seda lionesa del siglo 18. Sus hijos reclamaban que las quería conservar con ellos pese a que ya no las usaran, pretextando que les traían recuerdo de la infancia. Sus sueños, indudablemente, debían haber sido más felices que el poco tiempo de vela que pasaban esperando a su padre. Roberto no se quedó atrás y les dijo que aquellas sábanas era una paga ínfima por lo años de sacrificios que él había hecho por ellos. La lógica y la razón se aburrieron de tanto griterío cruzado, así que abandonaron a su suerte a ambas partes en pugna.

Días después, en la tienda de la Ruta 11, en la intersección con la Calle 90 compró un par de frazadas a pagar en seis veces. Toda la garantía fue la de dar la dirección de su nuevo domicilio y un apretón de manos. Los créditos en su nuevo barrio, se concedían así y se respetaban más por la conveniencia que por el honor. Roberto, poco acostumbrado a esta clase de tratos, lo respetó celosamente por el pudor que le producía que le fueran a golpear la puerta de su casa para cobrarle, porque en realidad la obligación moral de cumplir con lo pactado nunca hizo nido en su cabeza, en cambio el pudor, sí.

La cama, pero en especial la almohada, eran importantes para Roberto. Dormía todo lo que le diera el cuerpo porque las pesadillas no se diferenciaban en mucho de su vida cuando estaba despierto.

La calefacción en aquella casa del Sur era el simple hecho de encender el horno y abrir la tapa de la cocina Orbis celeste y negra con patas. No mucho tiempo, porque los tubos de gas no duraban nada y eran un gasto que se sentía muy duramente.

Un empleado de Roberto le ofreció una mesa y dos sillas que ya no le servían, con asientos de paja desvencijados y pinchudos, con el cargo incierto de que alguna vez debería devolvérselas. El almohadón para el asiento de una de las dos sillas fue la sección de los avisos clasificados de un domingo cualquiera y un papel blanco para que la tinta no se trasladara a los fundillos. A la otra silla no la volvió a usar nadie. Ni siquiera el empleado de Gas del Estado que le traía los tubos y era la persona con la que Roberto más conversaba, aunque más no sea una vez al mes y mates de por medio.

Aquellos muebles serían su comedor y su escritorio. Allí convivirían sus comidas frugales con sus amados libros por los que los hijos, lógicamente, no le discutieron la pertenencia. Su mujer, en cambio, le dijo a gritos, como era su costumbre, que le sacara toda esa basura cuanto antes o que, en su defecto, simplemente los tiraría a la calle. Así fue como Borges, Galeano, José Hernández, Benedetti, Osvaldo Bayer, Julio Cortázar, Bioy Casares, la Ocampo, Jauretche, Marechal, Lugones, Oesterheld, Tomás Eloy Martínez, Isidoro Blaisten, Miguel Unamuno, Alejandro Dumas, Ralph Emerson, Gabriel García Márquez, Chesterton, y un joven llamado Fontanarrosa compartieron el apelativo de basura. De todas formas, allá se mudaron con Roberto, todos ellos, apiñados dentro de tres bolsas de arpillera en la caja de un Rastrojero ’57, azul y ocre, de la empresa SEGBA, que había logrado distraer de sus tareas oficiales por algo menos de un par de horas.

Roberto les habló a las bolsas con libros como si les pidiera perdón: “Muchos de ustedes ya han sufrido alguna la infamante categorización de “basura” sobre sus obras, pero apuesto que por un ama de casa en pleno divorcio… ¡Jamás!”

Al tratar de acomodar uno de los libros encuadernado en rústica, para bajarlos de la camioneta, uno de ellos se terminó cayendo al suelo y quedó abierto de par en par. Sus hojas eran como una isoca: un par de alas amarillentas abiertas de par en par sobre el barro. Roberto lo levantó y leyó una frase que alguien, tal vez él mismo, había subrayado: “El hombre en soledad es una bestia, o un dios”. Cerró el libro con cuidado y miró quién era el autor. Era una recopilación de escritos de Aristóteles. Su boca y su mentón se deformaron en un interrogante. ¿Cuál de esos dos destinos posible sería el suyo?

***

Un pragmático vidrio remplazaba al mantel en la mesa. Abajo estaban las fotos de sus hijos y su mujer. Muchas veces Roberto se sorprendía a sí mismo pasando la yema de los dedos por el vidrio, añorando la piel cálida de aquellos seres que pese a ellos mismos él, a su manera, todavía amaba y aun así lo habían olvidado en aquel arrabal austral. Algunas lágrimas rodaron cara abajo cuando se culpó a sí mismo por no haber acariciado más la piel de los verdaderos, en lugar de acariciar a aquellos fósiles a través de un vidrio y una foto.

***

Un día, a principios de otoño, cuando se bajó de un colectivo Bedford de la línea 20, a unas diez cuadras de su casa, pasó por la vereda un bazar cuyo frente daba a la Ruta 11. En su bolsillo derecho llevaba menos de la mitad de su sueldo. La mayor parte había quedad en el bolso de su mujer, que le había puesto en dudas que aquello fuera el sesenta por ciento de su salario que habían acordado de palabra. En la vidriera del tendejón, abarrotada de floreros de cerámica, jarras pingüino y veladores con imágenes de locomotoras humeantes móviles, vio una radio portátil Hitachi. Era de un modelo bastante antiguo, tenía un estuche de cuero negro y una fundita para el auricular. Preguntó el precio. Pidió rebaja y se la dieron. Decidió premiarse de esa forma por su cansancio, el hastío y la soledad. Ese aparato sería su “matapenas”. La tendera le advirtió que las baterías no estaban incluidas. Juntó algunas monedas más y compró cuatro pilas nuevas, de las comunes de carbón, porque no le alcanzaba para más, o al día siguiente tendría que ir a trabajar a pie. La dueña del bazar le dijo, mientras le guiñaba un ojo, que no se preocupara ya que esa radio japonesa era maravillosa, y que consumía muy pocas pilas y que con seguridad le irían a durar muchísimo tiempo.

Al mes siguiente, entrando el invierno y yéndose la luz del día, en el colmo del esfuerzo, Roberto compró una lámpara de escritorio con brazo articulado. Era usada y no tenía el enchufe. El ingeniero no soportaba la luz de las lamparitas peladas colgada del cielo raso.

Al día siguiente, como era el último en irse de la oficina, hurtó de su lugar de trabajo una lámpara azul, luz día, casi sin uso. Ya en su casa reemplazó el enchufe por el extremo de los cables prolijamente trenzados. No se podía dar el lujo de comprar un tomacorriente, y total, eso iba a quedar allí para siempre sin moverse.

La radio pasó a estar prendida casi siempre. Era compañía, información, entretenimiento e invitación al sueño. Cuando salía para el trabajo la dejaba a todo volumen para que pensaran que había alguien en la casa. Roberto se ilusionaba con que algún caco, bastante tonto y poco advertido, pudiera robarle algo de la nada en que vivía. Era un tic que le había quedado de cuando era parte activa de la clase media. Nunca había entendido que los ladrones tienen sentido práctico y que robaban donde había algo que robar.

Por las noches, en medio del silencio, cuando solamente escuchaba los persistentes acufenos en sus oídos, trataba de sintonizar el relato de cualquier partido de fútbol. No importaba si era argentino o uruguayo. Le daba lo mismo cualquiera, mientras fuesen en castellano. Los relatores le daban clima de fiesta a la transmisión. Parecían eventos importantes a los que Roberto se sentía invitado. Hablaban para él. Imaginaba las luces de los estadios con las tribunas llenas de algarabía. A él se le daba siempre por hinchar por el que estaba más abajo en la tabla de posiciones, por lo que no eran pocas las frustraciones al final de cada partido perdido por quien fuese. Alguna vez había dicho de sí mismo que era hincha de Huracán. En el boliche cercano a la ruta donde solía cenar los viernes y los sábados, había un televisor blanco y negro. Sin embargo, no le gustaba ver los partidos televisados por canal 7, ya que allí se notaba claramente la terrible verdad: tribunas vacías, estadios mal iluminados, partidos aburridos y sin motivación. En cambio, los relatores radiales le daban eterna emoción de presagio de gol casi inminente, aunque en realidad los jugadores estuvieran jugando a los toques y pelotazos aéreos en el círculo central.

Cuando terminaba el partido escuchaba los comentarios y las explicaciones de lo obvio y evidente, que al día siguiente repetiría metódicamente para tener algún tema del que hablar con los compañeros de “la usina” de Avenida 44 y 4.

***

Los días pasaban, o en realidad las noches, porque eran pocas las veces que Roberto podía ver su casa a la luz del sol. Algún domingo, cortando los yuyos con una cuchilla con cualquier carrera automovilística o un partido relatado como sonido de fondo. Su gran lujo, remanente de épocas mejores era comprar dos diarios los domingos.

Se fue acostumbrando a los ruidos suburbanos, a no visitar a nadie ni a ser visitado más que por el distribuidor del gas o el cartero que perpetuamente le traía las malas noticias de las cuentas a pagar. Para su infortunio, la compañía de electricidad para la que trabajaba, le descontaba la mitad de la factura solo en una casa. Debía optar por la de su familia o donde él vivía. Hizo los cálculos como buen ingeniero: le convenía que el descuento fuera en la casa de su familia porque allí nadie apagaba las luces. A él con su luz azul le alcanzaba. La ropa la lavaba a mano cada noche antes de cenar una sopa y la radio era a pilas. “¡Cuánto duran las pilas!” se alegró.

Antes de una elección municipal le anunciaron, con un papelito debajo de la puerta, que el recolector de residuos pasaría por aquella calle frente a la nada, los días miércoles en el incierto horario de 18 a 22 horas. Roberto lo pegó con cinta adhesiva a la heladera porque no debía olvidarse de ese fausto semanal.

***

Ni bien se insinuaba el verano o hacía un poco de calor, los zorzales insistían en despertarlo demasiado temprano. Los domingos, apenas caía el sol, las peleas de los gorriones se repetían monótonamente. Otras veces, luego de alguna lluvia se oía el gorgoteo del agua corriendo por la zanja que cruzaba frente a su casa como una vena partida al medio. Los sapos pulsaban su cuerda más aguda. Nadie más hacía ruido. A veces cuando soplaba el pampero, se oían los mugidos apagados de las vacas de un tambo bastante alejado y la ronca y rabiosa respuesta del toro que las reclamaba para sí. Aquel contrapunto le causaba risas a Roberto recordando los griteríos con su mujer.

Roberto aprendió a soportar los inviernos que venían de frente por el Sur. Plegaba cuidadosamente burletes de papel de diario para que no se le colara el viento pampa por su ventana cuyas maderas se encogían ante la arremetida del frío. Las páginas de El Día eran mejores que las de Clarín porque el tamaño sábana se adaptaba mejor, pero el papel se degradaba y amarilleaba más rápido.

En los pocos y raros momentos en que se sentía bien, o no había fútbol disponible, sintonizaba programas de tango y se ponía a escribir: poemas para sus hijos, de los que ellos se burlarían con risotadas y muecas en su ausencia; cartas a su mujer, contando el dolor del alejamiento, la nostalgia de tiempos mejores, que nunca se animaba a completar y mucho menos a enviar; cuentos que no sabía cómo desenlazar. Roberto, en aquellas noches sin fútbol miraba al reloj muchas veces, sin razón ni demasiadas esperanzas, con la sensación de vacío que sienten las personas cuyo tiempo no vale. Los miércoles esperaba a los recolectores de basura que pasaban en un camioncito Desoto viejo y desvencijado. Les convidaba con mate a los dos recolectores y al camionero que lo agradecían de corazón. Le pedían permiso para ir al baño o para cargar agua de pozo que estaba más fresca y tenía mejor sabor. Las charlas eran sobre el estado de las calles y la eterna falta de presupuesto para mantener los camiones municipales, amén, de lo mentirosos que eran el intendente y todos sus concejales.

A veces, para concentrarse, bajaba el volumen de la radio. Era entonces cuando empezó a prestar atención al ladrido de un perro. Sonaba a perro grande. También sonaba a perro atado, ya que los ladridos graves se escuchaban sin interrupción. Era sonido a barrio, orilla y letra de tango.

Aunque Villa Elvira queda en el Sur de La Plata, la ciudad que para los porteños está más lejos que la propia Ushuaia, no por ello dejaba de ser un Sur orillero de campos que Buenos Aires, por aquel entonces ya no tenía. Sin paredones, pero con alambrados, sin Riachuelo, pero con arroyos que terminaban en el río, con manzanas baldías y solas, con mojones perdidos entre los pastizales marcando terrenos que nadie quería, y faroles que se empeñaban en iluminar inútilmente la nada misma que era el arrabal.

En una mañana, de un domingo de primavera, Roberto salió a caminar por el barrio. No eran muchas las casas por donde podía pasar. Quería saber dónde estaba el perro atado que chumbaba por las noches. Caminó, recorrió y espió detrás de las tullas, los alambrados y algunos paredones bajos de bloques de conchilla. Encontró algunos perros en su paseo. Todos eran cuzcos de poco porte y con gola demasiado fina para aquellos graves ladridos nocturnos. Cuando pasó por el taller le preguntó por ese perro misterioso al mecánico de la vuelta de su casa. Vaya a saber por qué, a todos los mecánicos les gustan los perros y saben de ellos. El mecánico le dijo que él también hacía un tiempo que él también había empezado a oírlo, pero no sabía ni de quién era, ni dónde podría estar.

Al anochecer, cuando los pájaros se guardaban a recolección, se oía el rezongo lejano e ininterrumpido del perro. Noche tras noche, los ladridos que venían de alguna parte y de ninguna, se repetían hasta que Roberto dejaba de oírlos vencido por el sueño y el cansancio. Los gruñidos en la noche aumentaban la sensación de soledad frente al abismo de aquel confín que bordeaba la llanura deprimida cercana al río. Los ladridos acompañaban bien a los tangos de la radio y a su vez se perdían ante los gritos falsamente emotivos de José María Muñoz y los relatores deportivos.

Roberto pensó varias veces en que él debería tener su propio perro que cuidara de la casa y de él, pero desistió de la idea porque si, apenas podía con su alma que envejecía más rápido que lo normal por sus culpas, nostalgias y tristezas, cómo haría para cargar con la responsabilidad de otra vida inocente a la que arruinaría como derruyó la de sus hijos. Pensó en uno de esos perros callejeros, mestizos, inteligentes de puro pícaros y por la fuerza que les da la supervivencia cotidiana. No tenía necesidad de tenerlo atado ni encerrado como al pobre ladrador nocturno, pero entonces no sería su perro, sino que sería un perro que conviviría con él. Los perros son animales hábiles para tener amos a los que esclavizan, lógicamente sin remordimientos. Él tendría la obligación de darle alimentos, como cuando les pasaba la mensualidad a sus hijos, que en realidad dilapidaba su ex mujer tratando inútilmente de parecer joven y bella. Decidió que estaba suficientemente protegido con aquel desconocido guardián nocturno que sonaba severamente disuasivo. Empezó a sentir que aquel mastín era cada vez más cercano a su existencia.

Una tarde de verano, cuando el sol se derribaba en la cuna del horizonte, agotado por su propio calor, la intriga por conocer al perro lucharniego lo llevó a hablar con una vecina gorda y con dentadura de tiburón, a la que apenas conocía y saludaba con un inentendible “chau” porque no le quedaba otra salida. La mujer tenía los labios con las comisuras hacia abajo que la hacían parecer perpetuamente enojada con la vida.

Roberto le preguntó con timidez y cuidado si ella sabía del perro misterioso. La vecina señaló al Oeste y le dijo, con voz extrañamente aguda y gangosa para un garguero tan grueso, que era de ahí nomás, de la otra cuadra, agregando de su coleto que era un perro bravo y mañero. Roberto caminó hacia el poniente que relumbraba de rojo en el horizonte pasando al azul oscuro sobre su cabeza, dejando frente a sus ojos una franja de melancólico violeta. No encontró lo que buscaba. En los contrastes cárdenos del anochecer solo había unos chicos jugando con una pelota de trapos. Les preguntó si sabían algo del perro que ladraba por la noche.

Pararon el juego. Tenían las rodillas blancas del polvo de conchilla del suelo del potrero que hacía de cancha. Se le acercaron para atrever posibilidades. Lo atribuyeron a cinco o seis nombres que Roberto desconocía. Aquellos que no habían aportado el nombre citado, lo refutaban con mil argumentos, burlas entre ellos y gritos para taparse entre sí o lanzarse cascotes de conchilla en medio de risas divertidas. En definitiva, todos lo habían oído alguna vez, pero ninguno sabía nada del animal. El sol cayó definitivamente por ese día y la oscuridad se hizo dueña del suburbio al Sur, tragándose primero a los niños y luego a Roberto que volvía descorazonado a su casa.

Aquella noche el perro comenzó a ladrar ininterrumpidamente. Parecía la banda de sonido de una película, donde los perros no le dan respiro a sus ladridos y los pájaros pían y trinan sin un instante de silencio. Al llegar a las últimas casas de la urbanización, el sonido parecía venir del Norte. Giró a la derecha en una esquina que era el vértice con el campo y siguió caminando. El ladrido parecía estar siempre a la misma distancia. En cada calle que doblaba, sentía que lo estaba dejando atrás, pero no se perdía nunca.

Caminando casi a tientas se encontró con una pequeña despensa que extrañamente no conocía. La iluminaban un tubo de luz fluorescente al que las moscas se habían empeñado en volver asquerosamente pecoso.

Temiendo que lo tomaran por loco, Roberto preguntó por ese perro tan particular. El almacenero guardó silencio cayendo en la cuenta que él también lo oía sin prestarle atención y le dijo que casi con seguridad, era el perro de una casita que estaba en el medio del loteo, ya en pleno campo, en dirección al Suroeste, allá por las calles 3 y la 85.

Roberto volvió sobre sus pasos y cruzó la orilla. Las calles se hicieron pastizales y en las esquinas había faroles enlozados, verdes por afuera y blancos por dentro, con lámparas incandescentes comunes. En el cielo se veían muchas más estrellas que en la ciudad y la luna era una tímida línea amarilla que asomaba en el horizonte.

A pesar de haber caminado varias cuadras que nunca fueron otra cosa que campo amojonado, no se veía casa alguna y al perro se lo oía ladrar siempre a la misma distancia, pudiendo estar en cualquier dirección. Cada tanto se veía pasar un colectivo, muy a lo lejos por Ruta 11 trayendo y llevando jadeos de gasoil que enfatizaban el silencio de la noche. No había siquiera brisa, sin embargo, los faroles de cada esquina, inexplicablemente, se movían con lentitud chirriando metales. Decidió volver a su casa cortando camino. Luego de tropezar un par de veces, descubrió que en la oscuridad el campo no es tan liso como suponía. De pronto un sonido de ramas rotas y una sombra a un costado lo espantaron. Se quedó paralizado. Allí, a metros de él había alguien encubierto en las sombras. El farol de una de las esquinas osciló, vaya a saber por qué, y una luz tenue le mostró apenas la silueta de un caballo viejo que pastaba pacíficamente. Repuesto del susto justificado volvió a prestar atención a los ladridos lejanos a los que seguía sin poder determinar de dónde venían. Ya de vuelta en su casa, resignado, sudoroso e intrigado levantó el volumen de la radio para oír algún programa de tangos y olvidarse del misterioso perro, que la curiosidad lo empujaba a conocerlo porque no sabía nada de ese misterioso animal.

Escuchaba las letras con cuidado, se identificaba con lo que decían o tal vez reconocía que su circunstancia no difería en absoluto de lo que los versos se quejaban con música. Cambió la sintonía para escuchar la voz de Eladia Blázquez que terminaba con la última estrofa de Corazón al Sur: “La geografía de mi barrio llevo en mí, / será por eso que del todo no me fui: / la esquina, el almacén, el piberío… / lo reconozco… son algo mío… / Ahora sé que la distancia no es real / y me descubro en ese punto cardinal, / volviendo a la niñez desde la luz / teniendo siempre el corazón mirando al Sur

A pesar del tiempo que seguía pasando con su andar indiferente, el perro seguía ladrando a esa distancia indeterminable, dando el necesario fondo de soledad y margen caído del mapa al momento. A Roberto le pareció que realmente ambos sonidos se complementaban muy bien con su exasperante soledad. Se negaba a ser bestia, pero le era muy difícil aspirar siquiera a ser dios, cuando no podía determinar de dónde venía la existencia de algo que se le negaba a la vista.

Mes a mes y año a año, Roberto terminó convencido que vivía en una metáfora, o cuanto menos que su realidad era el estereotipo de un tango quejumbroso. Añoraba amores y tiempos idos. Miraba a la purretada con tanto cariño como con envidia y nostalgia de lo que él no había sido capaz de querer.

En el barrio, lo único que creció hacia el Sur fue un potrero con dos arcos de palos.

Roberto se encargó de darle las medidas reglamentarias a la canchita, el área chica y los arcos hechos de palos y alambres. La purretada lo respetaba porque sabían que era ingeniero y sabía mucho de electricidad, así que confiaban en las medidas y distancias determinadas por Roberto sin entender muy bien la relación de una cosa con la otra.

Los pibes hacían goles de verdad con una pelota de cuero gastada, inflada con exactamente el mismo aire con el que festejaban los goles. Un número cinco de Fulvence, de la que se distinguí solo la “F”, llena de moretones de mil penales y cicatrices de pases y pisadas sobre la tierra y la conchilla. Los partidos del dial dieron paso al fútbol del potrero. Más allá se formó una laguna alimentada por el arroyo desbordado que explicaba a las claras por qué el loteo había sido un fracaso. Después de la laguna, el horizonte y después del horizonte el Sur… ¡Siempre mucho más Sur!

Pasaron los años, los yuyos siguieron creciendo, el pelo negro y tieso de Roberto se hizo blanco y ralo. Roberto, el ingeniero, pasó a ser Don Roberto, el vecino jubilado de quien pocos sabían alguna nimiedad de su vida anterior. La radio había perdido parte de su fuerza y se la oía un poco gangosa. Roberto se prometía que ni bien tuviera unos mangos compraría pilas nuevas ya que increíblemente todavía funcionaban las originales Eveready de carbón. A sus hijos les había llegado la edad de la vergüenza y le pedían solo la mitad de la jubilación para mantener a su madre que estaba lozana y fuerte, bien mantenida en los más diversos odios que, como el vinagre, la alejaban de la putrefacción del tiempo.

Los años pesados de la dictadura pasaron de largo por la barriada. Cuando la jubilación no alcanzaba, Roberto fantaseaba con esconder a algún perseguido, cobrándole lógicamente. Fantaseaba tener alguien con quien hablar de sus libros leídos una y mil veces. Se prometía en vano que, si alguien le pedía refugio, se lo daría. Más valía una eventual muerte aventurera que una vida teñida de grises que le entraban a pesar.

A la noche el perro seguía ladrando en la oscuridad. En el barrio, donde Roberto había contagiado la intriga, se comenzó a hablar del fantasma de un perro que llamaba a su dueño muerto. Otros especulaban sobre el espíritu de un perro malo. Las viejas, mate y bizcochitos Don Satur de por medio, tejieron, bordaron y zurcieron mitos, hilvanaron leyendas y chismes sobre ese perro que todos oían y nadie había visto jamás. Seguía siendo un misterio vacío como un ojal.

El micro 20, pasó a ser el 520 y luego Línea Este aunque sus andadas fueran en el Sur y sin embargo nadie había caído en la cuenta de que un perro no podía tener una vida tan larga como la de aquel mastín espectral que llevaba casi treinta años ladrando ininterrumpidamente cada noche. La gorda con cara de tiburón, ahora desdentada, creyó encontrar el vértice de oro del misterio: aseguraba que el ladrido era una grabación que propalaba algún vecino melindroso para asustar a potenciales malhechores que pudieran venir del Barrio El Carmen, famoso por tener a los mejores rateros de la zona. La teoría, perfectamente factible, se rompió en añicos cuando arreciaron los cortes de energía en una de las tantas crisis de la resurgida democracia y la voz del perro seguía tronando aún más fuerte durante los cortes de corriente. Más de una vieja se santiguó y otra salió a buscar a tientas una cabeza de ajo a la lumbre de una vela.

Al cura de la parroquia cercana le llegó el chisme y lo solucionó al modo típico de la iglesia católica: proclamó en misa del domingo que quién creyera en esas brujerías estaría en pecado mortal y se iría derecho al infierno sin redención posible. “Tendré que ir haciendo acopio de amianto” dijo Roberto para sí mismo.

***

Un invierno, particularmente frío, le ganó a los burletes de papel de diario de Roberto. La jubilación le había abierto las puertas de par en par a una intensa pobreza, indigna como todas las pobrezas, pero empeorada por la vejez. La pobreza trajo consigo a las enfermedades que no se podían curar, porque de viejo perdurar se vuelve muy caro. Por su parte, la enfermedad nunca viene sin la peor compañía que son los abandonos. Gentes, costumbres, higiene, cuidado, aspecto y salud, el viejo ingeniero los fue abandonando a pesar de que lo habían acompañado desde la niñez.

Los tangos en la radio ajada y mugrienta seguían sonando una y mil veces, pero eran cada vez más difíciles de encontrar. Roberto atendía con deleite a los que hablaban del Sur y del arrabal y luego escuchaba a “su perro” ladrar en la oscuridad. Eso lo asía al mundo, era una de las pocas anclas que le quedaban con la realidad, además de mirar al reloj no menos de seis o siete veces cada hora. La ilusión de una visita de los hijos se fue diluyendo al mismo tiempo que la razón se fue oscureciendo lenta e inexorablemente. Comía en los intervalos lúcidos o cuando no se explicaba por qué se sentía mal del estómago que en realidad rezongaba por un vacío que se había hecho habitual.

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Una noche de viento helado y extremo, Roberto advirtió que el perro chumbaba con furia y gruñía con desesperación. De pronto los ladridos cesaron. Todo fue un silencio pesado y aciago. Hasta los sapos de la laguna callaron guardando bien hondo sus matracas de aire, con respeto a lo que sabían que debería suceder.

Roberto, recién entonces, se dio cuenta de lo que significaba aquel silencio. Esperó a lo que iba a ocurrir y se dejó llevar sin rencores y sin pedir perdón ni tener sinceros arrepentimientos por los amores que no había sabido dar ni recibir. Un sueño lo invadió pesadamente.

Estrellas, ranas, sapos, faroles, las espinas de la santarrita pelada vieron pasar su alma, arrastrando años y penas, dejando andrajos, de una vida que no supo o no quiso vivir, en las espinas del rosal. El perro de los ladridos eternos se había cansado de mantenerlo alerta y tal vez se hubiera dormido.

***

El hijo menor de Roberto llegó a la casita, avisado por los vecinos. Tenía un evidente gesto de molestia por los contratiempos que debería afrontar, más que por la muerte de su padre.

Entró a la casa. La puerta estaba sin llave. Roberto estaba tendido boca arriba en la cama, sobre lo que quedaba de las sabanas de los superhéroes de su infancia, sobre el colchón de lana que nunca había sido cardado. El hijo hizo un gesto de asombro al reconocer que detrás de ese viejo muerto estaba alguien, que alguna vez, había sido su padre.

La radio seguía sonando. Cuando la quiso apagar, tomó el aparato y la mano se llenó de una chorrera del líquido naranja y el acre olor del sulfato. Eran las pilas viejas, aquellas Eveready comunes, las de carbón, con cubierta gris de cartón y un gato saltando por el hoyo de un nueve, con cola de rayo, completamente cubiertas de espuma del sulfato. Debía hacer más de veinte años que no se fabricaban más. Con el movimiento, la radio se desbarató en un final de silencio, polvo y fibras del cuero del estuche.

***

Cerca de la Ruta 11, en Villa Elvira, camino a Magdalena y a la Bahía de Samborombón, donde la orilla de la ciudad y el arrabal se hacen pampa y humedales, no se volvieron a oír los tangos, añorando al Sur. Hoy suena la cumbia peruana de ritmo y melodía muy elementales. Barrio de gente muy católica, respetuosa, sencilla, trabajadora, de sonrisa amplia, en donde nadie sabe nada, ni oyeron jamás hablar del Ingeniero Roberto, y mucho menos de Cerbero, el mastín de tres cabezas que ladran permanentemente a la entrada del reino de los muertos. Una gruñe cuidando el pórtico, otra disuade a los que quieren escapar mostrándoles los dientes y la tercera ladra llamando a las almas para que no olviden cumplir su destino como hizo durante 34 años con la de Roberto. Orfeo, piadoso del viejo, lo había puesto a dormir por segunda vez.

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