Erase una vez… una mujer joven que empezaba a hacerse mayor, una que sin saber por qué, iba perdiendo de forma irremediable la vergüenza, el cinismo y la gana de batallar. Comenzó, preocupada por si misma, a buscar una causa a su nueva afección. No fue hasta una mañana cualquiera de un día tal como hoy, en el que cansada de mirar fuera y preguntar a los demás, decidió mirar dentro de ella misma en busca de esa voz lejana, que en el pasado le había formulado tantas preguntas; se percató de que apenas la oía.

Al principio solo fue un hilo de voz, dulce e infantil, apenas audible, fue subiendo el tono, como un do de pecho gustoso de ser escuchado, fue tornándose adulta, y con muchas cosas que decir. Verdades absolutas que habían estado guardadas bajo llave, reproches, abatimientos internos maquillados de cariños y miedos. Aireó sin pudor las vergüenzas de toda su vida, y le recordó la identidad que palidecía en una esquina de su cabeza, maniatada y muriendo de hambre e indignación. Le escupió a la cara el amor propio que le faltaba, y poniéndola y poniéndose en su lugar, todo comenzó a ser más claro. No padecía afección alguna…

Sintió que le sobraban cosas, y no eran los kilos que había ganado con la edad, ni las líneas de expresión que anunciaban una madurez incipiente, era lo demás, los «no» que no llego a decir, las veces que debió hacer la maleta y marcharse, aquel bofetón que murió en su mano y debió darse a si misma para espabilar, las oportunidades que no se dio, y que sin embargo, regaló caritativamente a quien no las merecía.

A medida que iba haciendo sus cábalas de memoria, examinando detenidamente sus haberes, se dio cuenta que se había generado una enorme deuda para consigo.

Lo primero en caer fueron los filtros, esos siempre son los primeros en desaparecer, sus enormes ojos se tornaron diferentes, ávidos de ver las verdades que se les había negado durante tanto tiempo. Lo segundo, fueron los reproches, su conciencia gustosa de unas vacaciones decidió que era hora de perdonarse, y no mirar atrás con tanta dureza, decidió que las culpas ya no eran suyas, y que era hora de no tolerar a nadie un agravio más. Lo tercero en morir en esta discordia fue la paciencia, se le terminó mientras hacía el balance, y como una marea contenida durante largo tiempo por una débil barrera, sacudió sus emociones con toda la violencia acumulada en años… y para cuando la calma llegó a su mirada, se había hecho infinitamente tarde para él.

Erase una vez… una mujer adulta que había sido demasiado joven durante mucho tiempo, y un mañana de un día cualquiera tal como hoy, decidió que era hora de darse todas las oportunidades, y soltar las amarras de un viejo barco que llevaba varado con la promesa de zarpar, demasiado tiempo. La mujer, sin titubear, tiró por la borda toda la ira, y todos los rencores, cual sirena errante, puso fin a una guerra que ya no le importaba un comino. Ahora no se sentía sola, había vuelto su dulce voz interior y reía jocosa, como un tintineo maravilloso guiándola hacia algún lugar.

Erase una vez… un pequeño hombre, con paso encorvado y mirada oscura, que paseaba maldiciendo entre dientes, en el muelle, mientras un navío zarpaba sin tristeza alguna.

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