Solía llegar al gimnasio cerca de las ocho de la mañana. Un hombre de complexión robusta y cara de niño al que llamaban con el seudónimo del “tierno”. Entraba como toda una celebridad, saludando y bromeando hasta llegar con nuestro amigo Juan (el instructor), Omar y mi hermano para trabajar los músculos y saltarse el “cardio” porque eso le daba un poco de pereza. Eran unas bestias cargando el triple de su peso y yo no podía ni con diez kilos.

Me provocaba una gran curiosidad. Hablaba mucho de lucha libre, de los circuitos que existen, de eventos, de hermosas luchadoras detrás de máscaras. Solía llevar una mochila de la cual nunca abría una bolsa y la única vez que por un descuido se abrió el cierre, un pedacito pequeño de tela azul salió y en un parpadeo la cerró y se marchó. Era como si justo allí escondiera un tesoro, una reliquia de la cual un grupo exclusivo conocía y evidentemente no era mi caso.

Transcurrieron un par de semanas hasta que me atreví a preguntarle a mi hermano sobre la identidad del tierno, sobre el bolsillo misterioso, encontrándome frustrado porque su respuesta acompañada de una gran y burlona sonrisa fue tan simple como un: “Pues… ya sabes, es el tierno, si quieres acompáñame el domingo, vamos a ir a un evento de lucha libre”.

Pasaron tres días hasta que llegó el domingo. No me sentía lo suficientemente animado como para ir a un evento de lucha libre; me preguntaba qué es lo que se hace en esos eventos, si se grita a los rudos por tramposos y manchados o sólo se queda uno allí mirando bebiendo sorbos de soda mientras transcurre el tiempo. Aparte ¿Qué sabía yo de lucha libre? Algunas veces vi transmisiones por televisión de la triple A, del Consejo Mundial de Lucha Libre, al tirantes rifándose un tiro con Pepe Tropicasas como réferis y recordaba algunos nombres de luchadores por ídolos que tenía un par de décadas atrás pero no me consideraba un fanático como mi hermano quien despertó con la actitud de un niño. Me reí de mí y pensé algo estilo “el santo y blue demon estarían decepcionados de ti” ¡Carajo! Hasta me sentí menos Deefeño porque el termino CDMX es de hipsters, Fifís y de quienes desconocen sobre lucha libre.

Salimos de nuestra colonia y viajamos por metro con destino a Martín Carrera. Caminamos por las calles laberínticas hasta el mercado donde una multitud de personas se encontraban alrededor de un ring que se levantaba en el centro y parecía emanar una fuerza misteriosa, hipnótica y sublime sobre los espectadores que esperaban ansiosos la aparición de aquellos hombres y mujeres dispuestos a volar por los aires desde la tercera cuerda, a realizar llaves y contra llaves, a ser héroes o villanos de historias que se escriben sobre moretones, algunas lesiones y tinta de sudor.

El momento llegó. De una casa cercana al ring se abrió la puerta y comenzaron a salir los protagonistas. Evidentemente eran los técnicos; uno lo sabe porque saludan a los niños, porque la gente los quiere, les grita animosamente y se detienen a tomar una foto rápida con la abuelita o la muchacha que es fan y posterior a ello suben al ring humildemente saludando. Un instante después comienzan las rechiflas con recordatorio a las progenitoras, salen con actitud arrogante provocando el ánimo caliente de los espectadores, saben ser odiados. Desfilan uno a uno dando pasos seguros; el último de ellos se detiene frente a nosotros, nos da la mano y choca hombro con mi hermano y conmigo. Tiene la misma estatura, complexión y tatuaje sobre el brazo que el tierno pero de tierno no tiene absolutamente nada. Su mirada está cambiada y su rostro cubierto por una máscara imponente color azul, amarilla y negro símil a una flama que trae el mismito infierno. ¡Ésta tarde es el Flama Negra! La gente nos mira diferente después del saludo al rudo. ¡Discúlpame Atlantis pero accidentalmente me pusieron el estandarte rudo!

Los contrincantes están arriba, suena la campana y empieza a ver de todo. Miro entorno mío, lo mismo había niños que ancianos, mujeres y hombres poseídos por una euforia impresionante, gritando, mentando madres cuando el rudo ocupa sus artimañas contra el técnico. También nosotros estamos contagiados de esa energía. Aplaudimos y reímos cuando el Flama Negra lleva a la esquina a su oponente y le da tremendo machetazo con la palma de la mano sobre el pectoral y luego se sube sobre la tercera cuerda y deja caer su inmensa corporeidad encima. Es una aplanadora con noventa y siete kilogramos de peso. Los rudos están dando una paliza, Flama Negra está arrasando sobre el ring y un viejito enfurecido grita desesperadamente a los técnicos: “¡Ya péguenle al gordito!”. La multitud ríe a carcajadas. Tercera caída, espalda plana y los rudos se llevan la victoria, la rechifla y la antipatía colectiva. De nuevo regresan al camino por donde llegaron y se cierra la puerta tras ellos. Minutos después Pink Star está lista para volar por los aires.

Es lunes por la mañana y puntualmente a las ocho de la mañana va llegando el tierno. Me siento con la tranquilidad de haber descubierto el enigma. Ya pertenezco a ese grupo selecto que conoce la reliquia que porta en su mochila y ya somos amigos. Nos enseña el estado el cual quedó la máscara. Me deja usarla. Me miro al espejo y no reconozco a quien se encuentra del otro lado. Siento la energía, el fuego, me siento antipático, odiado como el Cibernético, los Vipers, Psycho Circus o los perros del mal: Me siento Rudo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS