Cuando llega la noche,
se me abren las ventanas,
y dejo correr al viento
a la hora de la cena.
Cuando llega la noche
bajo las escaleras,
para reunirme con ella,
y así, detener el tiempo.
Abre la puerta, veo
que ella sigue igual de guapa.
Tiene la melena rota
y una sonrisa que atrapa.
Lleva un vestido de mañana
que llega hasta sus tobillos,
tapándome la rosa
más hermosa que haya visto.
Ella se sienta a mí lado
como quién arregla el mundo,
como la dama que cura
los cortes de un vagabundo.
Sus ojos me lo ofrecen todo,
como una bola de Salem
que refleja mi deseo,
bello, pero intocable.
Cuando ella está distraída,
yo la miro de reojo,
como el niño que mira
el pecado del que le hablaron.
Y ella no sabe, y no sabrá,
lo bonito que es el brillo
que recorre su nariz,
señalando hacia su boca.
Es una pena que no aprecie
esa bendita inocencia,
ni el abrigo que da su pelo,
ni el hogar que llega a ser.
Y es una pena que no entienda
que lo que más quiero es quererla,
sin sentir que mi sombra
no merece su belleza.
No sabe que soy miedo,
y que mi miedo es perderla.
Y jamás podrá entenderlo,
si jamás podrá besarse.
Yo, por no manchar su tierra,
me retiro cuando es tarde,
y subo las escaleras
con ganas de regresar.
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