Historias para tiempos de cuarentena

Historias para tiempos de cuarentena

No existe una situación más propicia para contar historias que una cuarentena. Es de hecho un fenómeno ya muy visible mientras redacto este texto a mediados del mes de marzo de 2020 desde Brooklyn (Estados Unidos), a solo pocos días de que en tantos lugares del mundo la gente se haya visto súbitamente obligada a encerrarse poco menos que de un día para otro entre cuatro paredes, y durante lo que se augura puede ser un prolongado periodo de tiempo. Se ha producido de inmediato una explosión de relatos, vídeos y memes de todo tipo que surgen ajustados a la situación y se propagan por las redes sin freno. Relatar e intercambiar se convierte de repente en la principal tabla de flotación del ánimo y a la vez dibuja una nueva humanidad conectada más allá de fronteras y paredes.

Existen diversas tradiciones que han dejado buen registro de lo que supone la experiencia del enclaustramiento. Por ejemplo, el escritor Julio Llamazares nos recordaba El Decamerón en un artículo reciente a propósito de lo que ocurre. Habría que recordar también el género carcelario, de larga tradición, y la extensa lista de obras que tantos intelectuales, artistas y gente de todo orden y condición escribieron en prisión. O el género místico, al que han sido tan proclives frailes y monjas de clausura; la palabra enclaustramiento nos recuerda de hecho la importancia que las religiones han dado siempre al retiro y el aislamiento. Y cómo no recordar el testimonio visionario de tantos eremitas y anacoretas como han existido a lo largo de la historia; un buen momento para revisitar al personaje encarnado por Fernando Fernán Gómez viviendo en el baño de una casa en la película “El anacoreta” o para recordar a Onetti, que pasó años sin querer salir de la cama, desde donde recibía a amigos y admiradores. Sin olvidar los relatos sobre ciudades sitiadas durante largos periodos de cruentas guerras, desde Troya y Numancia hasta Stalingrado y Leningrado. O los relatos de perseguidos que pasaron años de encierro para escapar a la persecución: los diarios de Ana Frank o tantas historias sobre los republicanos que pasaron años escondidos en un falso armario en sus casas para evitar ser ajusticiados tras la guerra civil española.

Pero sobre todo habría que recordar ahora más que nunca que las primeras historias de la humanidad habrían surgido alrededor de un fuego en el fondo de las cuevas y ante el acecho de peligros ignotos que amenazaban en el exterior…

Me gustaría señalar en ese sentido que hoy esa cueva tiene el fuego que nos alumbra en directa relación con la luz que emana desde nuestras pantallas, que ven así reforzada de forma inesperada el protagonismo creciente que venían de por sí teniendo en nuestras vidas. Sentados a su alrededor, aunque más dispersos que nunca, conseguimos así paliar la creciente estrechez de las cuatro paredes de nuestras cuevas. Si una vez pase todo esto deberían ser las pantallas a quienes pusiésemos en radical cuarentena durante un buen pedazo de tiempo, para recuperar la vista, el sentido de la realidad y el trato tangible entre nosotros, sin embargo en la presente situación parece evidente que no podemos hacerles ascos: bien al contrario, las pantallas son aliadas prioritarias. Y eso sin olvidar que nunca fue más necesario mantenerse unidos, también para hacer circular historias y visiones expresadas con sensibilidad, bien meditadas, construidas con suficiente sentido y coherencia y revisadas tras escuchar la opinión de terceros –justamente para lo que más sirve escribir y compartir en el contexto de un taller de escritura.

Aunque el escenario sea desde luego trágico y aún no podamos ni imaginar las consecuencias que traerá todo esto para nuestras sociedades y nuestras formas de vida tal y como eran hasta hace nada, quisiera cerrar este repaso que hago con la memoria a pelo –este estar sitiado me tiene lejos de mi florida biblioteca, de la que tantas citas y testimonios podría rescatar para ilustrar este tema que siempre me ha interesado mucho–, para recordar a una civilización, de entre las que quizás más cosas podríamos aprender para afrontar esta situación: la civilización de los pueblos inuit –también conocidos como esquimales, aunque a ellos no les guste ese apelativo, para ellos despectivo, que les pusieron los indios de las praderas norteamericanas y que significa “comedores de carne cruda”.

Los pueblos inuit sobrevivieron durante miles de años a las más terribles condiciones de vida sin nunca perder el sentido del humor. Al punto que todos los exploradores y etnógrafos que entraron en contacto por primera vez con sus pueblos, a su regreso de las exploraciones árticas coincidían en la misma conclusión al hablar de los habitantes que conocieron en lugares tan remotos como gélidos: a pesar de sus condiciones infernales de vida, al menos en comparación a las del mundo así llamado “desarrollado”, nunca habían conocido pueblo más feliz, animoso y dotado para bromear.

Una de las claves que ayudaría a explicarlo es que los inuit han sido sin duda los pueblos más creativos e imaginativos que hayan existido, y eso justamente por haberse tenido que enfrentar a una total carencia de casi todo: ningún otro pueblo consiguió sobrevivir durante más tiempo en condiciones tan limites ni realizar más inventos y desarrollar más técnicas de sobrevivencia con menos recursos. Grandes inventores —el kayac o el iglú son ingenios elogiados por cualquier ingeniero moderno—, sus rituales artísticos eran muy numerosos y abarcaban de forma muy activa a toda la escala social, desde niños a ancianos. De hecho, los inuit no diferenciaban entre arte y vida: todo inuit era desde niño un brillante escultor en piedra y contador de historias, única manera de hacer llevaderas las largas noches árticas.

A los niños inuit les enseñaban que, antes de esculpirla, había que escuchar a la piedra para que les dijese la escultura que llevaba dentro. Las historias

eran como el agua y el aire, imprescindibles para la vida.

La analogía con las prolongadas noches árticas no es tan descabellada al contemplarnos en la presente cuarentena. Miremos a los inuit y recordemos que hasta en el infierno de los eternos hielos se puede ser feliz si no se pierden el ánimo y el sentido del humor y, sobre todo, si no se pierde la plena conciencia de que no somos nada sin los otros. Plena conciencia que es sin duda el elemento más crítico que les permitió existir durante más de 4.000 años.

Diestros en lidiar con la soledad durante largos días de caza en solitario, con un fuerte sentido de la individualidad que les preservaba de que nadie les diese órdenes: pueblos sin líderes, tomaban las decisiones de la comunidad tras hablar entre todos y siempre por consenso. Sin embargo ese sentido muy desarrollado de la individualidad no estaba para nada reñido con el alto grado de conciencia y compromiso con la pertenencia a una comunidad, sin la que no se era nada. Esto lo expresa muy bien el hecho de que en lengua inuit no existía la palabra “yo” y entre ellos estaba muy mal visto el hablar de uno mismo, sobre todo si era para quejarse. Y, por otra parte, la propia palabra “inuit” con la que se identificaban a sí mismos como grupo afín, significa “nosotros, la gente”.

Quisiera finalizar esta serie de asociaciones que me ha convocado nuestra situación de encierro obligado, con el rescate de otra anécdota sobre la lengua inuit. Así, compartiré dos hermosos detalles poco conocidos, y que ayudarían también a explicar qué pudo hacer de ellos el colectivo humano posiblemente más feliz que existió nunca sobre la faz de la tierra –al menos hasta que sus tierras fueron expoliadas y sus gentes diezmadas por el bacilo de Koch: la tuberculosis traída por los exploradores fue clave para la desaparición de casi todas sus comunidades–: en lengua inuit “poesía” se dice “respirar”, y “hagamos el amor” se dice”riamos juntos”.

Los pueblos inuit nos han dejado pues un legado que nunca perderá su valor, tan necesario de recordar en estos días: para sobrevivir hay que mantenerse unidos y saber contar historias sin miedo a morir de frío y, por supuesto, riéndonos juntos todo lo que podamos para entrar en calor y garantizar el futuro. ¡Menuda explosión demográfica se avecina!

Brooklyn (NY), 19 de Marzo de 2020

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