El día que decidí ser médico

El día que decidí ser médico

Oscar Tilano

24/03/2020

EL DÍA QUE DECIDÍ SER MÉDICO

No es una historia agradable ni conmovedora. Ni llena de sentimientos o de conclusiones sabias. Es mi realidad.

El campesino había sido encontrado en el monte en posición fetal con su bestia al pie esperándolo inútilmente. Fue traído por varios hombres en una hamaca hasta su casa que quedaba en el fondo de una calle polvorienta.

Yacía el cuerpo sobre una cama de lienzo y su dimensión era tal que sus talones sobresalían en el extremo distal. Era moreno con la tez ocre, la cara larga con los surcos bien marcados y la boca abierta en posición de agonía. Pantalón gris y camisa blanca manga larga. Si no fuera por sus inmensas abarcas, parecería vestido para su propio funeral. Las manos sobre su abdomen con los codos a noventa grados y su sombrero sucio y desgastado sobre su pecho.

La sala estaba atiborrada de gente vestida de negro, blanco y café. Los niños no podíamos entrar porque el frío de la muerte nos podría resfriar. Un suave llanto comunitario sinfónico se mezclaba con el cacareo tímido de gallinas callejeras y con el olor a café.

Y mis grandes ojos asomados por los barrotes viejos de la ventana de madera hubieran servido de fondo luminoso para la penumbra de un óleo macabro.

Todos parecían estáticos. No sabía quéesperaban hasta que llegó pitando un jeep cuya pintura verde reciente no podía ocultar su vejez.

Se bajó entonces alguien totalmente vestido de blanco, con el pelo engominado y un maletín negro misterioso. Y todos le abrieron paso. Atravesó la sala sin mirar a ningún vivo ni muerto y se sentó en el patio a tomarse una gran taza de café cerrero. Todas las miradas ahora apuntaban al blanco sin pasar por el negro. Al ponerse de pie y verlo venir a la sala a contraluz, calculé que él tampoco habría cabido en la pequeña cama. Sacó su pañuelo untado de aromas anacrónicas y se secó su frente para aclarar su mente. Debía dar su dictamen. Sacó un pequeño espejo y lo puso justo delante de la boca y nariz del campesino. Creo que siendo yo el examinado me habría espantado de verme esa nariz tan grande. Pero no hubo espanto, ni vapor ni nada. Luego desenfundó un largo caucho negro que conectó a sus oídos y cuyo extremo hurgaba su pecho. Mientras entrecerraba sus ojos para oír mejor, se llevaba el índice a sus labios para pedir silencio sin saber qué todos callados incluso oíamos nuestros propios latidos.

Con solemnidad guardó sus cosas en el maletín y por último intentó mover infructuosamente los brazos tiesos del cuerpo inerte. Como tenía los ojos ya cerrados y como símbolo de su veredicto, mudó el sombrero mugroso del ahora oficialmente finado desde su pecho hasta su cara.

Entonces la viuda y sus hijos lloraron a reventar. Como si el viejo Roque se hubiera muerto por segunda vez. Y vi cómo le devolvían el gesto al Dr. Torrado, regalándole la gallina más gorda de su patio.

Ese día conocí la muerte y vi a un médico decretarla. Si tan agradecidos estuvieron en la fatalidad, me imaginé lo gratificante que sería ayudarlos a vivir mejor.

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