La ciudad amaneció en su dinámica diaria; la trifulca generada por los vendedores ambulantes, los “revoleadores” anunciando la salida de los buses, los turistas con sus primeras fotos y en las bancas de las esquinas, abrigados con cobijas de cartón o plástico aun dormitaban los raros residentes, pertenecientes al estrato cero y para quienes el día aun no comenzaba. En el centro de la plaza mayor, un sujeto de mármol, acaballado en su corcel invadido por el estiércol de las palomas señalaba con su espada el camino de la libertad; era Bolívar el del paseo de su nombre en “la puerta de oro” de Colombia.
Ese día salí a recorrer la avenida de la esperanza, que me condujo al mercado publico en donde recogí unos cuantos pescados que habían descartado los compradores y que fueron a parar a las canecas de las basuras y de ahí a su destino final, nuestra única vianda del día. Recorrí paso a paso aquel popular centro de ventas rodeado por un caño de aguas putrefactas, en donde los buitres son racistas y no gustan de blancos y las moscas usan chalecos y viajan en roll roice aposentando sus crías en el alma de la ciudad.
De pronto empezó a inquietarme un cumulo de nubes grisáceas que se encumbraban sobre las edificaciones del norte anunciando la proximidad de un aguacero. Me asustaba pues estaba en la ciudad de los arroyos.
El fenómeno empezó a acelerar el día; el citadino caminaba más de prisa, el sonar de pitos y cláxones se hizo mas estridente y la preocupación por la lluvia aumentaba más. Recogí lo que pude para acompañar el pescado manido y salí raudo hacia el lugar donde mis sueños estaban apresados. Crucé varias cuadras y observé el transitar acelerado de hombres y mujeres anónimos que nutren la vida de esa urbe; ejecutivos, vendedores ambulantes, negociantes de dinero bueno y malo, vendedores de placeres e ilusiones, jíbaros sin tiempo y sin calendario que absorben el mal oliente smog de la ciudad.
La atmósfera se hacia densa y la brisa perdida de su norte revoloteaba para todos lados. Me aproximé al sitio de mi estancia, el que levanté y tejí cual abanico de desechos con latas y pedazos de cartón bajo las columnas de un puente sin río.
No sé cuánto tiempo había pasado desde mi llegada a aquel lugar; un mes, una semana o un día. Lo que si estaba claro era aquel mal recuerdo cuando tuve que salir de mi tierrita. Esa tarde se cumplió el plazo que me dieron unos sujetos armados que en nombre de la revolución asesinaron a mi padre, mis hermanos y violaron a mi hermana de 14 años. A Rudecinda y a mí nos perdonaron la vida y nos daban la oportunidad para reflexionar y sumarnos a su causa. No, no fue así, preferí marcharme sin rumbo, hasta llegar a esta ciudad, ubicada a la orilla de las aguas de un río con final en un mar infinito que no había visto jamás.
Los recuerdos se me revolvieron en la mente y en segundo me bajé de la nave del tiempo, me aproximé con pasos de nostalgia a aquel puente que techaba las esperanzas rotas de este hombre, su mujer, sus tres hijos y la joven que por las noches salía traslucida de polvo con colores y aromas fuertes y quien al amanecer regresaba taciturna y con la mirada perdida trayendo consigo algunos pesos. Ahí debajo del puente estaba toda la riqueza nuestra, el producto de la lucha revolucionaria de los sujetos sin nombres reales, solo con los alias de quienes azotaban a la gente buena. Rudecinda me recibió con la sonrisa inquebrantable que la hizo siempre mi mujer y los niños me observaron de arriba abajo para ver que llevaba conmigo.
El tiempo no se detenía, las nubes le pesaban al cielo, algunas parecían hundirse sobre los grandes edificios y fulgurantes destellos iluminaban el oscurecido día. En un instante el pronostico se hizo real, la lluvia gris empezó a mojar las calles de la ciudad que nos absorbió. Los niños se quedaron dormidos, también mi hermana quien había trasnochado siempre desde que llegamos allí. Abrazados a Rudecinda nos sobresaltábamos con los estallidos luminosos que se producían en el cielo oscuro de la ciudad. De pronto en medio de la pertinaz llovizna se sintió un ensordecedor ruido como si fuese una estampida de animales salvajes. Nos miramos a los ojos y nos preguntamos en silencio que pasaba y al final no sentí otra cosa sino como, en medio de la oscuridad profunda, se me acababa el aire en mis pulmones, un grito interminable de auxilio me penetraba los oídos y se ahogaba en la lejanía hasta que todo fue oscuridad y silencio.
Cuando recuperé la memoria, estaba aquí, afincado sobre las varetas del corral que hace pocos días había construido, para encerrar las vaquitas que pastaban en la parcela que me había entregado el gobierno después de mi retorno. Si, aquí en este lugar me encuentro hoy, recordando con profundo dolor aquel momento en el que el inclemente arroyo reclamó su puente y con ello se llevó mis ilusiones. Rudecinda, mis hijos y mi hermana no aparecieron jamás, el arroyo se los entregó al río y este quizás al mar.
Como la vida continua, aquí estoy dedicado a lo único que se hacer, trabajar el campo, tratando de olvidar lo que me hizo marchar y perder a mis seres queridos, pero no mis sueños.
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