Mis hermanos y yo le regalamos a papá un móvil con botones grandes. Los números son enormes Gigantescos. Monstruosos.
Si vierais ese uno… es como una carretera a Las Vegas.
Con el anterior teléfono me mandaba mensajes sin espacios. “Vasatardar”, me puso un día que llegué tarde. Sin espacios ni interrogaciones. “Vasatardar”, decía la pantalla.
Pero con el nuevo móvil ni siquiera tiene que escribir. Se lo compramos con una botón rojo de emergencia que, solo con pulsarlo, manda un mensaje de auxilio a los contactos más cercanos. “¡Necesito tu ayuda!”, avisa, con sus espacios y sus exclamaciones. Terroríficamente correcto.
La primera vez que recibí uno de esos mensajes me paralicé. Esas exclamaciones parecían apuntarme a mí directamente, no sé si me explico. Pero con el paso del tiempo uno se acostumbra a todo.
Mis hermanos y yo recibimos una media de cinco mensajes de esos cada día. A papá se le pulsa el botón cada vez que se sienta y se levanta, cuando pone a cargar el móvil, siempre que intenta sacar la cartera. El impacto inicial ha perdido fuerza y nosotros, sus hijos, seguimos haciendo nuestra vida. Sabemos que es una falsa alarma. Y aún así, todos lo sentimos. Nunca lo he hablado con ellos pero sé que también lo notan. Los signos de exclamación… nos… apuntan… directamente.
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