Esa noche, supe que iba a ser diferente. Mamichi yacía muerta en el petate. Las velas iluminaban su cara triste por el dolor de haberme abandonado. No cumplió la promesa de mantenerse viva hasta que yo lograra valerme por mí misma.
Tantas veces luchó contra el cáncer de estómago, que tal vez, hasta se hubiera transformado en una mujer de hierro con un poco más de tiempo y así no se habría podrido por dentro. Pero la muerte le avisó en sueño que ya era tiempo de partir, que se despidiera de mí y que no se preocupara, que yo iba a estar bien. Hasta le recomendó que me dejara encargada con tía Agustina, la domadora del viento como todos le dicen porque tiene fama de ser bruja.
En el velorio fue la primera vez que la vi. Su cabello canoso trenzado con listones de colores le llegaba hasta la cadera. Hacian juego con la tradicional falda de acateca desgastada por tanto uso. Sus pies descalzos, anchos como tamal dejan huellas inconfundibles en el barro rojo típico de nuestra tierra. No usa huaraches porque le gusta sentirse en contacto con nana tlali. Nadie la quiere en el pueblo; vive en la orilla, cerca de un barranco donde dicen que se aparece el diablo.
Tía Agustina entro por la pequeña puerta de carrizo del jacal. Sus ojos estaban rojos e hinchados por tanto llanto. Llevaba en los brazos un ramo de crisantemos blancos. En la mano derecha una bolsa de plástico con rayas negras; dentro rellena con velas blancas. Se acercó dónde estaba mamichi tendida. Con sus manos arrugadas comenzó a acariciarla suavemente; entonces su pecho se agitó en gimoteos. De su nariz comenzaron a salir dos hilitos blancos como ríos que crecen con la lluvia. Con voz quedita dijo — yo tiya noknitsin sente konetl kelnamikis mo nakayo man mo yolohilistli o nokauh ipan Ehecatl amanin tinemi ipan yolohilis tepetl, aman tehua ti nechpaleis nitepatis.
Sé lo que dijo porque paré la oreja y a pesar de que no hablo náhuatl, lo entiendo.
Pensé que si papá no nos abandonara por Regina, tal vez mamichi no habría muerto. Él se fue cuando supo que ella tenía cáncer. Sin previo aviso nos dejó una noche lluviosa. Le dijo que así ya no le servía como mujer y que mejor era buscar otra que no fuera tan achacosa.
Vimos cómo juntó su ropa en un cartón y sin más se fue. Mamichi estaba tendida en cama, no se pudo levantar. Tampoco logró pronunciar palabra alguna. Lo miramos hasta que se perdió envuelto en la oscuridad bajo la lluvia. Mucho rato después el silencio se tornó insoportable; entonces con claridad se escuchó como caían las gotas de agua sobre la lámina de nuestro jacal. Los grillos comenzaron a chirriar desesperados y las ranas con su croac, croac cantaron toda la noche ahuyentando las ánimas en pena. Mientras yo fingía estar dormida la abrazaba muy fuerte en tanto sentía como sus lágrimas mojaban mi cara. De eso ya hace casi un año.
Siento que voy entrando por un túnel sin salida, ella se murió, papá se fue con la Regina y ahora tengo que vivir con una extraña que es mi tía, además nadie la quiere por bruja, aunque prefiero llamarla curandera.
Mamichi decía que era muy buena y mucha gente de otros pueblos venían a verla porque tiene remedio para todo. Pero por alguna razón no pudo curar a su hermanita nokniu como le llamaba. Ahora ella sigue llorando, acariciando el rostro frio de mamichi, mientras yo estoy sentada en un sillón mirando cómo se derriten las velas al igual que se evapora la noche. La cera cae sobre los brazos de mamichi, su piel luce amarilla, ya no siente el calor que quema su piel.
El aroma a flores inunda la casa con un olor nauseabundo. Quiero vomitar todo este dolor que no puede salir de mi corazón. No veo futuro, tal vez en alguna otra vida me vaya mejor y si no pues qué más da ni me voy a acordar.
Mientras tanto, algo quiere salir de mi garganta. Recuerdo que hace un par de meses vi a papá en Santa Catarina. Fui a vender elotes hervidos porque el dinero nunca sobra. Él vestía una camisa y pantalón de manta blanca bien planchados. Hasta lastimaba los ojos con el reflejo del sol. A su lado, Regina, ambos sonreían, se les miraba felices. Me pregunto si él recuerda que tiene una hija y una mujer que ahora desencarnó.
Todos en el pueblo decían que Regina era una casquivana, aunque no sé su significado, la maestra de la escuela me decía que si quería saberlo tan solo mirara a la Regina. Según que no sabe ni quiénes son los padres de sus seis hijos, supongo que ni le interesa porque ahora ya tiene a papá.
A lo lejos escucho voces pero están más cerca de lo que imagino, están a mi espalda, todas las señoras en bola chismorrean, se lamentan por mi calidad de huérfana.
Para lo que me importan lo que digan esas chismosas, ya tendré tiempo de cobrárselas. Por ahora solo pienso que mamichi está atrapada en algún lugar del cerro de las ánimas y no sé cómo sacarla de ahí. Quizá si sigo a tía Agustina logre liberarla.
Se acerca a mí, me dice que no haga caso a los chismes, que ya es tiempo, pero ¿tiempo para qué?..
Desde el corral de piedra donde se encuentra la mayoría de hombres tomando mezcalito, se acerca el adinerado del pueblo, Anselmo, tambaleándose con los ojos vidriosos por el alcohol. Se coloca a la altura de la tía para hablar con ella. Tengo que acallar las demás voces a mí alrededor para escuchar qué le dice a la tía.
Ambos me miran, hacen ademanes como si estuvieran haciendo un trato en el cual no se ponen de acuerdo. Anselmo furioso estruja nerviosamente el sombrero entre sus manos.
—¡Kha Anselmo! ¡La chamaca se va conmigo! Aún tengo fuerzas para seguir sembrando la tierra. ¡Ella nada necesita de ti!
Con su español entrecortado afirmó la tía con tanta fuerza que se me saltó el corazón al escucharla.
Las mujeres comienzan a cuchichear entre ellas, pero yo no les hago caso. La tía Agustina se acerca al sillón donde estoy y me abraza. Me siento desarmada por su valentía y por el cariño que me demuestra a pesar de ser la primera vez que nos vemos.
En ese instante por fin llega la rezandera Porfiria. Se acerca a mamichi, se persigna, le acaricia el rostro, se lamenta. —¡Hay Bernardita, ya desencarnaste! ¡Descansa en paz!, que Diosito te perdone lo malo que hiciste y que de alivio a tus penas, no te preocupes por tu hijita, va a estar bien.
Después de sahumarla con copal y de hacer los menesteres correspondientes, comienza a rezar.
Al escuchar todas aquellas voces al unísono repitiendo la letanía como abejas en un colmenar, huelo la resina del copal, veo el humo inundar nuestra humilde casa, envolviéndolo todo en gris; las velas derretidas, las flores semimarchitas alrededor de mamichi, la olla de barro tiznada donde ponemos los frijoles; el fogón donde enardecen las brasas de encino y donde ahora algunas mujeres soplan a la lumbre para preparar café, en la olla de peltre azul que mamichi no quiso estrenar porque decía que sería para una ocasión especial. Por fin algo se desborda en mi interior; entonces las lágrimas brotan y no cesan hasta que quedo agotada.
La noche pasa muy lentamente sin darme cuenta. He quedado dormida por el llanto. Cuando recobro la conciencia, tía Agustina está a mi lado. Nuevamente me dice que es hora y yo me pregunto ¿Para qué?..
Entonces se acerca Don Lauro y sus tres hijos para cargar el ataúd.
La música de viento es demasiado triste, las notas destrozan el silencio. Vamos caminando muy despacio como si no quisiéramos llegar al panteón, tropezando unos con otros. Los rebozos negros y los huaraches empolvados de las señoras asimilan ánimas que van en pos del alma de mamichi. Tía Agustina me abraza, sus manos son cálidas, pero son un poco ajenas a mí.
Todos rezan menos yo, me quedo tirada junto a la tumba, gimoteo quedito. El rebozo ya oscurecido por la mezcla de polvo, sudor y días sin lavar cubre las lágrimas ahogadas de mi rostro; aún puedo percibir la esencia de mamichi en él. Veo como las nubes se detienen un momento, saludan y se van. Los pájaros trinan, desconocen el sabor a muerte que llegamos a experimentar los humanos. Quisiera ser ave en este momento y alcanzar a mamichi en algún lugar del cerro de las ánimas.
A la distancia veo el enrejado oxidado del panteón, las paredes enmohecidas devoradas por el tiempo que no tiene razón de ser especialmente en este lugar. También cada tumba que guarda los muertos gritan desesperadas las historias de sus inquilinos eternos, muchas de esas historias son recientes como una úlcera, aún duelen, aún sangran, muchas otras ya olvidadas, carcomidas por el viento, como las cruces de madera que lucen marchitas por la sequedad y el abandono de la memoria.
Tía Agustina me espera, se encuentra con la cabeza reclinada sobre la puerta de la entrada. Su vista es incierta, quizá piensa lo mismo que yo. También a ella la ha devorado el tiempo, el dolor de perder a su única hermana, además de la preocupación de hacerse cargo de mí. En este instante me siento más sola que nunca. Debo aprender a velarme por mi misma. Es tiempo de cambios, dejo la vestimenta de niña en la tumba de mamichi para convertirme en mujer.
En tanto me acerco miles de dudas inundan mi mente, ¿Qué va a ser de mí?, ¿Debo permanecer a su lado?, mi casa, ¿Quién se hará cargo de ella?, ¿Y si papá vuelve para quitármela?
Las hojas secas de las flores abandonadas en el camino de tierra, crujen bajo mis huaraches. Al verme llegar, tía Agustina sonríe, se le forma una capa gruesa de arrugas en ambos ojos. Toda la sabiduría se concentra en cada uno de esos hilitos de vida. Su mirada es profundamente café como un lago lleno de quietud, entonces, todas las dudas se disipan.
El cerro de las ánimas es el guardián de nuestro pueblo. Ahí llegan las almas desencarnadas de nuestros muertos. Ehecatl es el encargado de llevar a cada uno a su morada, dependiendo de cómo se portaron en esta vida.
Tía Agustina fue la elegida por él, por Ehecatl, para traer sanación a nuestro pueblo. Ella no se casó porque siempre supo su destino. Me dijo que a los nueve años tuvo una revelación en sueño y que desde ese momento comenzó a curar.
—Domar a Ehecatl no es nada fácil— dice, —es un caballo salvaje, koneuh, a veces caprichoso, otras veces celoso, terrible si no eres fiel. Estar con un hombre mancha el espíritu, él no lo perdona—. Alega como para sí, suspirando, mientras pierde la vista hacie el cielo estrellado.
—No te arrepentiste tía.
—Kha.
—¿Por qué?
— Porque al destino no lo puedes engañar y tarde o temprano llegará a ti y te dirá a dónde tienes que ir. Eso me pasó a los nueve años. Yo sabía a dónde me dirigía y que ese era mi destino. Lo acepté sin rechistar.
—Tía… ¿Tú sabes cuál es mi destino?
— Tú corazón lo sabe koneuh, nada más que tiene que explicárselo a la mente.
La vida con tía Agustina ha sido agradable. Vivir en esta casita solitaria como nosotras. Verla curar entre velas encendidas que se mueven al susurro de su voz. La miro desde la esquina sentada cerca del fogón donde las chispas brincan constantemente y el aroma a humo se mezcla con la esencia del copal el cual se esparce con el viento. Donde los espíritus que vienen en su ayuda se manifiestan al crepitar de la lumbre afirmando que tía Agustina es la domadora del viento.
Antes de comenzar a rezar cierra los ojos, habla quedito, se encomienda a mamichi, platica con ella como si estuviera aquí. Se aflige mientras el enfermo la mira con devoción. Su cuerpo se mueve como si alguien la arrullara. Las trenzas coloridas caen sobre sus senos; parecen un par de víboras sabias esperando al asecho.
Recoge del piso de tierra un ramito de hierbas frescas amarradas con hojas de palma, también un huevo. Coloca ambas manos sobre la cabeza del enfermo, éste a la vez cierra los ojos. Tía Agustina pide a los espíritus alejen todo mal del cuerpo del enfermo. El viento del norte se manifiesta, es noble y fresco. El fogón se expande como si fuera una ilusión.
En algún momento del ritual el viento envuelve las sombras que se reflejan en la oscuridad de la choza. Entonces tía Agustina reprende a la enfermedad —Benito ven acá, no te espantes, vuelve a tu envoltura por la voluntad de mi santísimo Dios Ehecatl y con la ayuda de nokniu Bernardita.
Estoy segura que todo saldrá bien, porque mamichi es la mensajera que lleva la súplica al cerro de las ánimas. La observo, un sentimiento extraño se apodera de mí. Siento desvanecerme como las brasas que yacen en el fogón. Entonces me doy cuenta, ya sé cuál es mi destino, seguir domando al viento.
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