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Estaba sentada en una banca, estaba obscuro, mi cigarro estaba a punto de terminarse y tenía un plan en mente, iría a Bar Loco, tomaría una cerveza tranqui y después me iría a descansar, andaría un rato en bici para llegar a casa, sacaría a Susa y dormiría, eso no sucedió, no se porque lo decidí, ni el alcance que tendría seguir mi impulso alcohólico pero me senté en esa barra con vista a la 5ta y esperé.
Ahí estaba yo, sentada, observando todo lo que sucedía a mi alrededor, gente cantaba, reía, bailaba, tomaba.
Y de pronto, sucedió, mi mirada cruzo con la suya.
Ahí estaba él, dentro de todo el cotorreo y al mismo tiempo, tan distante, al mismo tiempo, parecía que no estaba ahí.
Nos miramos y por un momento todo se detuvo, ya no escuchaba a las demás personas hablar, ni cantar, ahí estaba yo y ahí estaba él, de un mundo con posibilidades infinitas, las cosas pudieron suceder diferente, de entre tanta gente, de tantos días, de tantos lugares, ahí estábamos, inmortalizados en el transcurso lineal del tiempo. Desconocía lo que iba a ocurrir, solo me dejé llevar, improvise, fluí.
Esa «tranquila» chela se ha transformado en el entendimiento más peculiar y placentero que he sentido con alguien, agradezco a la vida por casualmente juntar nuestros caminos.
Él, mi querido Sommelier de sensaciones, en este punto de mi vida, sin saberlo, es lo que había estado buscando, siento una complicidad mística, una calidez genuina y una conexión sin precedentes.
Me gustan las noches, desde pequeña, su silencio, su atmósfera llama mi atención.
Me gustan nuestras noches, una botella, cigarros y exquisitas conversaciones nocturnas.
Me gustan porque estas tú, sin ti, no serían igual de interesantes.
En estos días he estado pensando mucho en el último día que te vea.
¿Cómo será el último momento cerca de ti?
En unos meses, al menos.
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