La segunda vez que murió la abuela Shui, pareció la definitiva.
El primer intento que tuvo la naturaleza para apartarla de nosotros, fue a causa de un virus mucho más pequeño que sus pies. Se metió en su cuerpo de muñeca y la condujo a un sueño tan profundo, que su conciencia se desvaneció hasta casi desaparecer. Tres días después se levantó y, mientras nos sonreía dulcemente, colocó, como todas las mañanas, un ramillete de flores de cerezo en el jarrón de la cocina.
En esta segunda ocasión, ocurrió tan lentamente, que ninguno nos dimos cuenta de ello. A paso lento, con sosiego, como le gustaba vivir, se fue despidiendo de todos nosotros sin darnos cuenta. Su piel de porcelana la hacía parecer eterna, hasta que un día desapareció.
Ninguno de los nietos nos atrevimos a entrar en su cocina hasta meses más tarde. Su aroma aún permanecía entre tarros de mermelada y fermentados. En una esquina, al lado del jarrón con un ramillete de flores de cerezo recién cortadas, una nota decía: ya tenéis mi sosiego, podéis vivir solos.
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